Literatura, un salto hacia la aventura

¿Qué sería de nosotros sin el encanto del olor de un libro, sin la emoción de las ferias, sin las historias que por algún tiempo tomamos como propias?

Por, Erika Molina Gallego

La literatura ha sido siempre uno de los grandes regalos que la humanidad se ha hecho a sí misma. Perdidos en un mundo de complicaciones y superficialidad, la literatura se ha convertido en un camino hacía una felicidad íntima, un portal con entrada en la realidad, pero con salidas infinitas, que igual puede llevarnos a los calabozos de un castillo, al comedor de un aristócrata, a un campo cubierto de trigo o de algodón, o a un pequeño cuarto donde minutos antes fue cometido un asesinato.

Una historia descubierta en unas cuantas hojas, puede hacernos llorar de tristeza, como saltar de felicidad, puede hacernos temblar de miedo, rabia o impotencia, como puede también hacernos enamorar. Abrir un libro es conectarse a una pequeña máquina del tiempo, que nos transporta lejos, ya sea al pasado o al futuro de nuestra fría y, a veces, aburrida realidad. Y es que aquí no existen los gigantes, no hay fiestas con vampiros, ni anillos misteriosos, los bailes ya no son ceremoniales, las torres han sido reemplazadas por vidrio y no hay dragones ni varitas mágicas.

¿Qué sería de nosotros sin el encanto del olor de un libro, sin la emoción de las ferias, sin las historias que por algún tiempo tomamos como propias? No seríamos más que autómatas vacíos, sin nada en qué pensar que no fuera el trabajo, las obligaciones, las aburridas reuniones, la economía y la guerra.

Aprender a leer, es pues, el salto hacia un mundo infinito, es aprender a soñar con los ojos abiertos, a vestir la piel de seres extraños y misteriosos. Es llenar nuestros cerebros de palabras desconocidas, descubrir verdades más allá de las que vemos y abrirnos paso por caminos de los cuales ya nunca vamos a querer regresar.

La lectura es tal vez una rareza en vía de extinción, una piedra preciosa que ya muy pocos ven, a causa de las superfluas distracciones que encuentran en el camino. Está entonces en nuestras manos no dejarla morir, seguir haciendo estallar la chispa que propague el fuego de la literatura, hacer que los más jóvenes encuentren su paraíso, abrir la puerta del ropero, llevarlos a la estación y permitirles saltar a la aventura.

Poner un libro en manos de un niño es salvarle la vida, es un laberinto maravilloso del cual ya no saldrá y un hermoso regalo que jamás olvidará.

Por, Erika Molina Gallego

Editora Narraciones Transeúntes

Un viaje a través de los sueños

Un leve escalofrío recorrió su espalda y su corazón se estremeció, pero la curiosidad le hizo volverse. Para su sorpresa la luz ya no era tan brillante, pero ahora se veía mucho más cerca.

Por, Erika Molina Gallego

La hamaca se movía suavemente con el viento, el sonido del mar llenaba sus oídos, la suave brisa llegaba hasta su cara y el sol era apenas un tenue brillo en el horizonte. Aletargado, no sentía más que su lenta  respiración. Una voz suave y delicada, casi imperceptible llegó a sus oídos.

—Jacinto— sintió como la voz lo llamaba, esta vez con más fuerza.

Asustado se lanzó de la hamaca sin pensarlo, aún un poco atontado por el sueño. Allí no había más que unas cuantas palmeras y las olas del mar que llegaban suavemente hasta la playa. Sacudió la cabeza, convencido de que no había sido más que el sonido del viento y se disponía a volver a dormir. De repente cerca de la orilla, una luz brillante llamó su atención.

—Jacinto, hay algo que te gustaría ver—Volvió a escuchar en un suave hilo de voz. Aterrado, tomó su sombrero de paja y caminó despacio hacia la luz, que cada vez brillaba con más fuerza. A medio camino decidió volver; quizá era sólo producto del reflejo del sol que se escondía poco a poco dando paso a la noche. Giró con intención de marcharse a casa, pero la voz silbó de nuevo en su oído.

—Jacinto— esta vez fue clara y contundente.

—No tengas miedo, acércate—

Un leve escalofrío recorrió su espalda y su corazón se estremeció, pero la curiosidad le hizo volverse. Para su sorpresa la luz ya no era tan brillante, pero ahora se veía mucho más cerca. Caminó hacia ella expectante y temeroso y cuando sus ojos descubrieron de qué se trataba, dio un paso atrás y cayó al suelo chapoteando el agua que llegaba hasta la playa.

Se levantó deprisa queriendo comprobar que no estaba soñando y volvió a mirar su descubrimiento. «No puede ser posible» dijo para sí  y se frotó los ojos sin poder creerlo.

— ¿Por qué te sorprendes? ¿Acaso no has pensado siempre que nuestra existencia es real?— preguntó una hermosa sirena que lo miraba fijamente, mientras agitaba su enorme cola plateada y dejaba ver su rostro angelical.

Jacinto sintió que se tragaba la lengua, quería salir corriendo, pero no pudo siquiera ponerse de pie. Ella no dejaba de mirarlo, tenía una sonrisa dulce y misteriosa y su voz era tan cautivante como el danzar de las olas en alta mar.

—Ven conmigo— dijo la sirena, ofreciendo su mano a Jacinto.

Miles de recuerdos llegaron a su mente en aquel momento, mientras seguía petrificado sin poder mover un sólo dedo; los libros que llenaban sus repisas, todas las veces que sus amigos lo habían tildado de loco, las leyendas que desde niño solía escuchar…

— ¿Vienes?— escuchó de nuevo a la sirena.

Al fin, llevado por su curiosidad se armó de valor y preguntó:

— ¿Eres real? ¿Cuál es tu nombre?—

—Mi nombre no importa —respondió ella— puedes llamarme como quieras—. Lo que importa es lo que tengo para ti.

Jacinto sacudió de nuevo su cabeza, miró a todas partes, estaba completamente solo.

—Quiero ir contigo— dijo con voz temblorosa.

En ese instante el mar que segundos antes había estado en calma, rugió embravecido, mientras las olas se levantaban en enormes y oscuras paredes. Tomó la mano de la sirena y se dejó llevar, disfrutando la sensación de incertidumbre y aventura que lo embargaba.

Después de lo que sintió como horas de flotar a la deriva, se encontró en un lugar enigmático y hermoso, había grandes rocas de las cuales caían chorros de agua clara y cientos de sirenas danzaban una melodía que ningún instrumento conocido podría tocar. Había agua por todos lados, pero él seguía respirando. El miedo que había sentido antes ya no estaba, lo único que sentía era una felicidad embriagadora.

— ¿Dónde estamos? ¿Qué hacemos aquí?— preguntó a su compañera de viaje.

—Haces muchas preguntas — respondió ella.

—Estas aquí para hacer realidad tus fantasías, para recordar todo aquello que has olvidado, para que tus sueños vayan más allá de una hamaca, para recorrer tu vida y descubrirte—

La sirena levantó su mano y señaló hacia el frente, allí había una pequeña casita de paja, que Jacinto reconoció enseguida. Entendiendo lo que quería decirle, avanzó hacia allí y al mirar atrás ella ya no estaba, ni el mar, ni las otras sirenas, sólo había una pequeña playa oscura y la choza en la que había vivido toda su niñez. Dudó si entrar, pero allí no había otra salida, así que lo hizo. Lo primero que vio fue a su madre, quien había muerto hace un par de años, de inmediato las lágrimas rodaron por sus mejillas, corrió hacia ella e intentó abrazarla, pero sus manos traspasaron su cuerpo, haciéndolo comprender que aquello no era más que un espejismo. La contempló por un largo rato, deseando que fuera real, hasta que se vio a sí mismo sentado en un rincón de la cocina, perdido entre su libro favorito, uno que precisamente le había regalado su madre. Recordó lo que pensaba en ese momento «algún día seré un gran escritor». La imagen se volvió borrosa, sintió una sacudida y de pronto todo aquello desapareció.

Ahora se encontraba en el mar, pescando con su padre.

—Eso de los libros no es para usted, métaselo en la cabeza— le decía.

Vio su cara de alegría cuando sacó del mar un gran pez.

—Así se hace mijo—dijo acariciando su cabeza con cariño.

La canoa se hundió y repentinamente se encontró nadando en medio de una tormenta, luchaba con las olas, no podía ver nada, pero escuchaba muchas voces a la vez, su madre que le decía:

—Tú puedes Jacinto, no te des por vencido—

Su padre repitiendo que dejara de soñar y la hermosa sirena que decía en su oído:

—Encuentra lo que has venido a buscar—

Luchaba con todas sus fuerzas por alcanzar la orilla, pero el enfurecido mar lo hundía cada vez más y ésta parecía cada vez más lejana, las fuerzas le fallaban y al final se dejó hundir en lo profundo.

Cuando recuperó la consciencia, estaba de nuevo frente a las sirenas que danzaban. Se sentía extrañamente cansado, a pesar de esto sus pies empezaron a moverse hacia éstas que le abrían paso mientras avanzaba. Al final distinguió a aquella que lo había llevado hasta allí. Estaba igual de hermosa, pero había algo extraño en ella; en lugar de su cola, ahora tenía un par de largas piernas y lucía un elegante vestido azul. Se encontraba parada en lo que parecía un teatro y le extendía de nuevo su mano.

Ahora caminaba en medio de un numeroso público que aplaudía con entusiasmo. Siguió caminando sin saber qué era todo aquello y al llegar al estrado se dio cuenta de que llevaba un elegante traje, uno que nada tenía que ver con sus humildes vestiduras y su sombrero de paja. La sirena se apartó y lo dejó frente al público, entregándole un libro que llevaba su nombre.

Los aplausos se desvanecieron lentamente y la oscuridad le cegó de nuevo…

Despertó de golpe en su hamaca, con la cálida brisa en el rostro y la luna asomando su cara. Allí todo estaba igual, este viaje había sido sólo un sueño, uno que le ayudó a comprender cuanto había dejado atrás, un viaje que se convertiría en una gran historia, la historia de su vida, en la cual sería él quien escribiría el final.

 

Por, Erika Molina Gallego

Medellín (Colombia)

 

 

Reseña del Autor

 

Enamorada de las letras y la música, descubriendo mundos a través de los libros, queriendo encontrar el verdadero sentido de la literatura más allá de lo intelectual.

 

 

Revisó: Andrés Angulo Linares

La Alborada: ¿tradición o vergüenza?

El primero de Diciembre del año pasado volvió a suceder, era de esperarse. A pesar de las múltiples campañas realizadas por la alcaldía y diferentes entidades públicas  y privadas, a la media noche Medellín estalló de nuevo, como ya es costumbre desde hace unos 14 años.

Por, Erika Molina Gallego

El primero de diciembre del año pasado volvió a suceder, era de esperarse. A pesar de las múltiples campañas realizadas por la Alcaldía y diferentes entidades públicas y privadas, a la media noche Medellín estalló de nuevo, como ya es costumbre desde hace unos 14 años.

Antioquia por lo general ocupa el primer lugar en número de quemados con pólvora durante las fiestas decembrinas, no aprendemos. No funcionan las prohibiciones, las multas, ni la vigilancia, porque como cosa rara, la policía se hace la de la vista gorda. Que somos los más emprendedores, los más innovadores y los más “verracos”  tal vez sí, tal vez no, depende de muchas cosas. Lo que sí es claro, es que de memoria estamos muy mal y que si la intención es demostrar poderío, ésta definitivamente no es la forma.

Campañas como No le metas fuego a la Navidad y la Huellatón no fueron escuchadas y aunque para muchos esta práctica ha menguado, la verdad es que la última noche de noviembre sigue siendo una pesadilla, una noche larga para una gran cantidad de personas, en especial para quienes tienen en sus casas niños pequeños y mascotas.

Aunque muchos de los que se divierten ruidosamente con este penoso evento piensan que es una “tradición” que ha estado desde siempre en Medellín, la realidad es que no es así, y su origen en lugar de ser motivo de celebración, debería ser motivo de vergüenza y tendría que ser erradicado por completo y de raíz, como muchas de las cosas que hacemos en Colombia casi por inercia, sin tener en cuenta de dónde vienen, cuándo nacieron o quiénes fueron sus creadores.  La Alborada no nos identifica, lo hace con aquellos que quisieron sembrar en nosotros la sombra del mal, y que tristemente, lo lograron.

En 2003 Diego Fernando Murillo Bejarano, alias ‘Don Berna’ llenó a Medellín de pólvora para celebrar la desmovilización del bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de Colombia ―AUC. Las explosiones fueron largas y ruidosas y tristemente se han repetido año tras año hasta la actualidad. Somos un país sin memoria, no sabemos o no queremos saber, y a pesar de todas las razones de peso que existen para dejar de lado esta penosa herencia que nos dejó el paramilitarismo, seguimos disfrazándola de fiesta, de tradición, casi de patrimonio. La hipocresía nos consume, mientras nos indignamos porque en el exterior no nos bajan de “traquetos” y nos tratan con toda clase de improperios y todos los días nos quejamos, de la delincuencia, de la violencia, de la corrupción, de todo, hacemos apología al delito en cuanta ocasión encontramos.

En esta práctica de bienvenida al mes de diciembre, no hay distinción entre jóvenes, adultos, e incluso niños, las emergencias no se hacen esperar y los quemados van a parar a urgencias amargando la navidad de ellos y de sus familias. Las excusas son muchas, la más escuchada: “diciembre sin pólvora no es diciembre”. Las redes sociales son inundadas de imágenes y videos de luces y explosiones por toda la ciudad, se presumen con orgullo, como si fuera un logro, una medalla, un reconocimiento, algo digno de mostrar.

Los quemados no son las únicas víctimas, los animales y el medio ambiente son los más afectados. Las mascotas se estresan, se desesperan y hasta pueden llegar a sufrir paros cardiacos, pues su capacidad auditiva es mayor a la del ser humano, las aves se desorientan, huyen de sus nidos y en muchos casos no regresan,  y el aire de Medellín, ya bastante deteriorado, se cubre de tóxicos, mismos que van a parar a los pulmones de todos los ciudadanos, incluso de aquellos que odiamos la bendita alborada.

La quema de pólvora además de ser dañina y peligrosa, es ilegal, y esto todos lo sabemos, pero aquí todos somos “muy vivos” y no falta el vecino, el amigo y hasta el “tombo” que la consigue, eso es lo de menos. El placer y la adrenalina que genera lo prohibido nos consumen, y las explosiones más que para celebrar, retumban con fuerza para demostrar a las autoridades que al final, siempre hacemos lo que nos plazca.

Esto no es Medellín, al menos no es lo que siempre fue, no debe ser lo que aprendan las nuevas generaciones, ni lo último que recuerden los viejos antes de morir.  Medellín es belleza, calidez, amabilidad, solidaridad, un lugar en donde todos se sienten como en casa, es el chocolate de la abuela, y sus interminables historias, es campo y ciudad, debe ser civismo y educación, y aunque ya hemos logrado mucho después de años de estar sumidos en un terrible lodazal, terminar con prácticas como La Alborada sería un paso más hacia la libertad que tanto añoramos, una real, sin restos de la anticultura que nos dejó el paramilitarismo.

Por, Erika Molina Gallego

@Erikamolina122

Almas Cautivas

Era una chica alegre y traviesa, un poco rebelde para su tiempo y con muchas ganas de volar. Su nombre era Mary y los acontecimientos de esa tranquila mañana cambiarían el rumbo de su vida para siempre.

Cuando las letras escapan por tus poros y mueven tus dedos casi instintivamente, hasta la sangre sirve de tinta, hasta la piel sirve de papel – Eri Molina

 

Era una chica alegre y traviesa, un poco rebelde para su tiempo y con muchas ganas de volar. Su nombre era Mary y los acontecimientos de esa tranquila mañana cambiarían el rumbo de su vida para siempre.

Una mañana soleada de junio, Mary se levantó con entusiasmo al sentir el sol en su cara, abrió la ventana de par en par, era un día precioso y deseaba olvidar la horrible discusión que había tenido con su padre la noche anterior; no podía creer que pudiera llegar a ser tan frío y testarudo. Miró al cielo y al bajar la mirada sintió que le faltaba el aire, desde allí podía ver a los esclavos que desde temprano llevaban a cabo sus labores en las plantaciones de algodón; negros, aquellos con los cuales, según su madre no podía cruzar una sola palabra a menos de que fuera estrictamente necesario, por razones que a ella le parecían totalmente absurdas. ¿Cuál puede ser la diferencia entre ellos y yo? Siempre se preguntaba lo mismo. Recordó con dolor un episodio de su niñez, un momento que nunca olvidaría; su madre le había regalado una hermosa muñeca rubia, con ojos profundamente azules, parecían reales. Estaba feliz y en cuanto su madre estuvo ocupada en sus costuras y sus telas, ella corrió a la cocina; quería enseñarle su nueva muñeca a Carmen, la hija de la cocinera. Entró corriendo a la cocina y encontró a Carmen junto a su madre limpiando la encimera.

¿Quieres jugar conmigo?

Preguntó Mary amablemente a la niña negra, Carmen sonrío, miró a su madre buscando aprobación, pero antes de que ésta pudiera hablar  Mary la tomó de la mano y corrió con ella y con su muñeca hacia la entrada principal de la casa, estaban a punto de salir al exterior cuando chocaron repentinamente con su padre… Carmen y su madre durmieron a la intemperie durante una semana y la rubia muñeca de Mary fue quemada en la chimenea esa misma tarde, mientras ella lloraba desesperadamente sin entender qué había hecho mal.

Suspiró tratando de sacar de su mente ese triste momento, buscó a su gato con la mirada por toda la habitación y empezó a llamarlo por su nombre hasta que al fin se dio por vencida. ¡Debe haber salido a pasear sin mi… es un traidor! Pensó con una sonrisa. Ramsés era un hermoso gato Maine Coon que recibió de su tío Alan cuando cumplió 10 años, sus ojos eran enormes y cuando Mary leía él parecía escucharla atentamente. Su madre le había ayudado a elegir su nombre una tarde mientras ordenaban sus libros, después de casi una semana en la cual se había resignado a llamarlo simplemente gato, ya que ninguno le parecía lo suficientemente elegante, fuerte y digno para él.

Ramsés era un compañero amoroso, pero también era arrogante y voluntarioso.

A veces te pareces tanto a mi padre solía decirle Mary mientras lo acariciaba y lo llenaba de besos, algo que a Ramsés realmente le molestaba, tal vez por eso, esta mañana había desaparecido antes  de que ella lo aplastara con su avalancha de besos y apapachos.

Encontró sobre el gran sillón de su habitación el vestido azul oscuro que tanto le gustaba, acarició la suave tela y se lo probó frente al espejo. Le gustaba como se veía, resaltaba su cabello y sus ojos brillaban, aunque tal vez, esto último no se debía tanto al vestido. Se miró al espejo con curiosidad, ya no era la misma niña que corría por la casa tratando de atrapar a su gato. Terminó de arreglarse sin mucho más que una flor que adornaba su pelo y los guantes blancos que siempre debía llevar. Las joyas no eran lo suyo, la hacían sentir terriblemente mal en un ambiente de hambre, látigos y dolor.

Después de desayunar, Mary se dispuso a salir de paseo por el campo, como lo hacía cada mañana, hoy además necesitaba buscar a su gato, quien ya se había tardado mucho en aparecer. Su padre casi nunca estaba en la casa y su madre insistió como siempre en que una de sus criadas la acompañase, algo que sabía era completamente inútil, pues a Mary le gustaba caminar sola por las plantaciones y los campos, cosa que a su madre le disgustaba muchísimo.

—No hables con nadie—  Le advirtió  como de costumbre.

—No te preocupes, madre— Respondió Mary  y salió de la casa con un libro en la mano, dispuesta a disfrutar de su paseo matutino.

La propiedad de su familia era bastante grande, además de las plantaciones, contaba con una parte del rio, una larga franja de árboles se fundía con la inmensidad del bosque surcando el campo abierto y los establos estaban llenos de caballos. La casa estaba rodeada de un precioso jardín y en la parte trasera, más allá de los establos se podían ver las chozas donde dormían los negros, eran increíblemente pequeñas y miserables, al lado de su casa, parecían de juguete. Mary sólo se había acercado allí un par de veces, escabulléndose entre las sombras y en ambas había salido llorando, indignada y avergonzada de haber nacido con su blanca piel.

Después de caminar un rato y llamar a su gato como loca sin obtener ningún resultado, Mary decidió sentarse a leer bajo un gran árbol situado a unos cien metros de una de las plantaciones. Era un árbol especial, lleno de recuerdos y de risas, allí su tío Alan le había enseñado a leer y había imitado cientos de veces con tono jocoso la voz de su padre diciendo: “ya sabes Mary, no debes hablar con los negros, no son iguales a nosotros, sólo están aquí para trabajar”. Su tío era tan diferente, la vida era injusta, todo sería más fácil si hubiera sido su padre o si al menos viviera con ella, pero Alan era un alma libre, indomable, que andaba de aquí para allá, sin esposa, sin hijos y sin oficio, la oveja negra de la familia.

si fuera por tu tío ya no tendríamos tierras, ni esclavos, ni nada, ¿Qué sería de nosotros sin tu padre? Debes aprender mucho de él, algún día serás quien se ocupe de todo.

 Le repetía su madre continuamente.

Mary se sentó tranquilamente bajo el árbol, notó con tristeza que el campo abierto cada vez era más reducido y había sido reemplazado casi en su totalidad por las plantaciones de algodón, que ahora llegaban casi hasta los límites del bosque. Su padre cada vez quería más, ahora no era sólo el algodón, había empezado a comerciar con esclavos, al parecer el negocio dejaba buenos dividendos y no era muy complicado, iba a las subastas que organizaban algunos de sus amigos o viajaba hasta otros estados en busca de esclavos más baratos, los entrenaba por unos días en el trabajo del campo o de la casa y los vendía a buen precio. Eso era algo que a Mary le parecía completamente inaceptable  y aunque para su padre los negros eran menos que animales salvajes a ella le aterraba la sola idea de que algún día todo esto fuera a ser su responsabilidad. Debía hacer algo al respecto, pensaba en eso todos los días, tal vez podría pedir ayuda a su tío. Las discusiones con su padre se hacían cada vez más insoportables y sabía que él nunca la entendería.

Sin ganas de pensar más en ese tema, se disponía a abrir su libro, cuando de pronto se fijó que uno de los esclavos dejaba sutilmente su sitio de trabajo para adentrarse en el bosque, teniendo cuidado de que ninguno de los vigilantes lo notara. Trató de distinguir quién era y cuando vio que se trataba de él se llevó una mano a la boca, aterrada. Era José, Un joven negro de más o menos su edad que había crecido allí con su familia. Su padre era un hombre enorme, con una amplia sonrisa blanca, tan blanca como el algodón, su madre cantaba todo el tiempo canciones que Mary nunca pudo comprender y le sonreía siempre que la veía jugando en el patio. Era una mujer hermosa y Mary nunca podría olvidar su mirada, estaba llena de amor y de alegría, ¿Cómo podía ser esto posible en alguien que sólo recibía malos tratos? José también tenía un hermano, pero éste fue a vivir con familiares lejanos que cuidarían mejor de él, en realidad, el muchacho fue vendido a los 14 años en una de las subastas organizadas cada año en una plantación vecina.

Los padres de José habían muerto ya. Su padre olvidó reportar algunos sacos de algodón y al día siguiente encontraron su cuerpo en el rio, medio desfigurado. Su madre murió días después de tuberculosis, agravada por la pena que le produjo la pérdida de su marido y fue enterrada por su hijo en un pequeño claro cerca del bosque. José estaba completamente solo y a pesar de las advertencias de su madre, Mary había hablado más de un par de veces con él. Era simpático y cordial y quería aprender a leer. Desde hacía más o menos dos años ella le llevaba alguno de sus libros y lo dejaba caer cerca del campo, o simplemente lo dejaba olvidado bajo su árbol. José había aprendido bastante y en cuanto pudo escribir, empezó a devolverle sus libros con una hoja de más al final de cada uno, contándole sus sueños  y dándole las gracias por enseñarle a volar.

Ella también había aprendido de él, aprendió del dolor que llevaba en sus ojos y de la fuerza que ni su diario martirio lograba doblegar. De José aprendió que los negros tenían alma, contrario a lo que decían sus padres y gracias a él, ahora tenía el valor de luchar.

Mary lo observó hasta que entró en el bosque y se apresuró a seguirlo, rodeó el campo hasta el borde del bosque y se disponía a tomar el camino cuando vio que un guardia ya había ido tras él. Su corazón se aceleró, esto no era bueno, como mínimo José se ganaría una buena paliza por tratar de escapar, si es que era eso lo que intentaba. Pensó qué hacer, tal vez llamar la atención del guardia e intentar distraerlo, pero sabía que sería inútil, sólo lograría empeorar las cosas, así que decidió callar y seguirlos.

Después de asegurarse de que nadie la observaba, se dirigió al bosque, a pocos metros del guardia, necesitaba saber que estaba sucediendo y no permitiría que nada le pasara a José, aunque ella tuviera que asumir las consecuencias. Su largo vestido no le permitía avanzar tan rápido como hubiera querido, así que los perdió de vista por un momento, Caminó lo más rápido que pudo por el difícil terreno del bosque recogiendo su larga falda, hasta que escuchó voces, José y el guardia discutían. Tomó aire con la intención de decir algo, pero no pudo hacerlo, estaba sorprendida y asustada. Nunca  había visto a José hablar así, mirando a los ojos, con actitud desafiante y eso de alguna manera le gustaba, pero las cosas para él no estaban nada bien.

— ¿Acaso crees que te tengo miedo, negro? ¿Crees que alguien notará tu ausencia si no vuelves?—

El guardia hablaba con desprecio y con ira, tenía un látigo en una mano y un arma en la otra.

—Si nadie notará mi ausencia entonces déjeme ir, no volveré, prefiero que me mate—

La voz de José era firme y no había en ella ni un poco de temor, se podía decir que hasta hablaba con altivez.

—Eres tan despreciable como tu padre—

Gritó el guardia.

— ¿Recuerdas como terminó por querer pasarse de listo? son negros y es todo lo que merecen—

Mary sentía que el calor invadía su cuerpo y con cada palabra que el guardia pronunciaba, estaba más segura de que no tomaría jamás el lugar de su padre, no podía ser cómplice de tanta crueldad.

Ninguno de los dos había notado su presencia, José y el guardia no dejaban de mirarse fijamente, el primero con seguridad y valentía, el segundo con odio.

José repetía una y otra vez que no volvería, prefería morir allí que seguir teniendo esa vida. Se disponía a decir algo más, pero en ese momento el guardia se lanzó sobre él dejando caer el arma que tenía en la mano, y enredando el látigo alrededor de su cuello, lo derrumbó. Mary sintió como la ira se apoderaba de ella, la ira y el miedo, no sabía qué hacer, estaba entre la espada y la pared, ella ni siquiera debería estar allí. José luchaba por quitarse al guardia de encima, pero no era tan fuerte para eso, estaba demasiado débil gracias al trabajo y lo mal que se alimentaban en las plantaciones. ¡Tengo que hacer algo! Pensó Mary casi en voz alta y tomando el arma dejada en el piso segundos antes por el mismo guardia, casi sin pensarlo, haló el gatillo y disparó…

… El tiro retumbó por el bosque con el ruido más aterrador que ella pudiera recordar y la bala quedó incrustada en la cabeza del guardia, quien ahora yacía muerto sobre un enorme charco de sangre. José la miraba perplejo sin comprender aún que había pasado. Mary soltó el arma y cayó de rodillas, con lágrimas en los ojos y el corazón desbocado. En ese momento su gato apareció a su lado, impasible, frotando su cuerpo en su vestido, mirando a José con sus grandes ojos grises, como fiel testigo de  todo lo ocurrido.

 

 

Por, Erika Molina Gallego

Medellín (Colombia)

 

 

Reseña del Autor

Enamorada de las letras y la música, descubriendo mundos a través de los libros, queriendo encontrar el verdadero sentido de la literatura más allá de lo intelectual.

 

Revisó: Andrés Angulo Linares

Línea tras línea el relato es descrito con precisión, con un lenguaje natural el lector es transportado al tiempo en el que el cuento se desenvuelve. Es un viaje en el tiempo, sí. Pero, también, es un recorrido por los laberintos del alma.

Flores hechas tradición

El amanecer está cerca, faltan sólo dos horas para que empiece a salir el sol y el frío se hace más fuerte. En fila empiezan a llegar las camionetas que llevarán  a su destino el alma de la tradición silletera.  El cansancio de varios días de trabajo no borra las sonrisas de estos hombres y mujeres que, teniendo listas sus silletas, se disponen a engalanar la ciudad con sus hermosas obras de arte.

Cada año, en agosto, Medellín se viste de flores. Durante diez días los paisas muestran al mundo lo mejor de su cultura, de sus tradiciones, de una raza trabajadora y humilde, dejando claro que son mucho más que Pablo Escobar, narcotráfico  y Álvaro Uribe Vélez.

El silletero  nace, no se hace, es una tradición que corre por las venas y que se ve reflejada en los ojos de cada hombre, mujer y niño que, el siete de agosto viste con una sonrisa en el rostro, su traje típico.

Las calles se llenan de turistas de todas partes del país y del mundo, ansiosos por disfrutar al máximo cada acontecimiento. La programación es variada, para todos los gustos y en diferentes zonas de la ciudad. Tablados populares, fondas, mulas y arrieros, festival de la trova y eventos culturales están a la orden del día para todo aquel que quiera “ponerse de ruana” la feria,  mejor dicho de poncho, sombrero y carriel. Pero hay algo que todo turista sabe, si no fuiste a Santa Elena, no fuiste a la feria, y es que este corregimiento ubicado al oriente de la ciudad, es el epicentro, el alma, el origen mismo de la feria de las flores.

El 1 de Mayo 1957 se llevó a cabo el primer desfile de silleteros, con solo 40 de ellos, como homenaje a todos aquellos campesinos que durante años utilizaron esta estructura de madera para transportar en su espalda las flores y demás productos que cultivaban, desde su lugar de origen, hasta Medellín. En 1958 el desfile se realizó en agosto, mes en el que se celebra la independencia antioqueña y a partir de allí se convirtió en una tradición que sería una de las más grandes representaciones de la cultura paisa.  Declarado en 2015 patrimonio inmaterial de la nación, el desfile de silleteros es el evento más importante de la feria, y alrededor del cual giran todas las actividades de la misma.

Flores
Gabriel Jaime Atehortua Gallego – Cuarto Puesto – Categoría monumental

Caminar por las veredas de Santa Elena la semana previa al desfile es toda una odisea, buses, camiones escalera, personas bailando aquí y allá, tomándose fotos, queriendo participar, aunque sea un poco en la elaboración de las silletas.  Las hay de todos los tamaños y formas, son cinco categorías: tradicional, monumental, emblemática, comercial y  para este año se incluyó una nueva, la artística, que en realidad ya existía, pero no estaba clasificada.

Los silleteros sonríen, atienden a la gente y, sobre todo, trabajan. La fabricación de una silleta puede tardar desde una noche, en el caso de la tradicional, hasta un mes, en el caso de las emblemáticas y las artísticas, aunque en todas ellas hay un trabajo previo, en el que participa toda la familia.

Y es que si algo es importante para estas personas  trabajadoras, es precisamente la familia. Aquí nadie trabaja solo, lo que para muchos es un evento de rumba y diversión, para ellos es más una escuela, una manera de transmitir su conocimiento y amor por su labor a la siguiente generación. Desde los abuelos hasta los niños, desde los padres que cultivan las flores con sus manos, hasta los hijos que se decidieron  por la universidad. En feria todos son campesinos, todos son silleteros, todos son tradición.

Elaborar una silleta va mucho más allá de lo manual, aquí se involucra todo un plan de diseño, carpintería, dibujo y decoración. La creatividad juega un papel importante en una competencia reñida, donde los ganadores serán pocos, pero basta ver la cara de satisfacción y alegría de cada integrante de la familia para darse cuenta de que, independientemente del ganador, del premio o del reconocimiento, este esfuerzo se hace más por orgullo, por amor a la tradición, a la herencia, a sus raíces.

Entrar a una finca silletera, es sentirse en casa, aquí a nadie se trata como un foráneo, las casas se llenan de gente, los turistas observan con admiración el trabajo que paso a paso va creando un resultado único y disfrutan  de un  agua de panela caliente, mientras conversan con la familia, como cualquier primo que llegó de lejos.

La luz del sol despunta en el oriente y ya todos los silleteros se han ido, en las veredas de Santa Elena el silencio hace eco después de los días de fiesta. Las familias, cansadas del trabajo de tantos días, se disponen a dormir

La sala de la casa de un silletero no es como cualquier otra; está llena de emblemas que lo llenan de orgullo, cintas que representan su historia, reconocimientos por su labor, recortes de periódicos, recuerdos de sus viajes y fotos de sus más preciados tesoros, las silletas, que año a año le han permitido desfilar por las calles de Medellín exhibiendo allí todo el legado de sus antepasados.

El silletero  nace, no se hace, es una tradición que corre por las venas y que se ve reflejada en los ojos de cada hombre, mujer y niño que, el siete de agosto viste con una sonrisa en el rostro, su traje típico.

La luz del sol despunta en el oriente y ya todos los silleteros se han ido, en las veredas de Santa Elena el silencio hace eco después de los días de fiesta. Las familias, cansadas del trabajo de tantos días, se disponen a dormir, antes de que empiece la transmisión del desfile. En Medellín la fiesta continúa en su máximo esplendor, las calles abarrotadas de gente esperan ver  a más de 500 silleteros desfilar orgullosos llevando en sus espaldas hasta 95 kilos de historia, de cultura, de tradición.

El día termina con un primer puesto por cada categoría y un ganador absoluto; el mejor entre los mejores. La gente se dispersa, las silletas son llevadas a diferentes puntos de la ciudad y los silleteros regresan a su hogar. La fiesta ha terminado y los campesinos vuelven a su rutina diaria, satisfechos por la labor cumplida. Santa Elena vuelve a ser la misma, tranquila y callada y los habitantes de la ciudad siguen su vida inconscientes de que en su aula de clase, en la empresa donde trabajan o en una silla del metro a su lado hay un artista, un campesino, un silletero que durante poco más de una semana se convierte casi en una celebridad.

Por, Erika Molina Gallego

erikamolina@rugidosdisidentes.co

 

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Imagen tomada de Internet: Flickr

Camino al olvido

Es un camino oscuro,

bajo un cielo desolado,

una angosta senda de ripio

y astillas de sueños rotos.

Es un camino que atraviesa

los frondosos bosques de la angustia y la

desesperación; 

que bordea el lago de las tristezas

y escala las montañas de las dudas. 

Es un camino gélido…

el camino donde me voy

olvidando de vos.

 

Por, Carlos Falótico

Chivilcoy (Buenos Aires, Argentina)

 

Reseña del Autor

Carlos Falótico, nacido en la ciudad de chivilcoy Buenos Aires Argentina el 27 de octubre de 1987.

Obras publicadas: «El observador» antología creación joven literario. Editorial Chivilcoy.

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

“La profundidad siempre es más importante que la extensión, la belleza de la escritura está en poder transmitir miles de emociones en muy pocas palabras”.

 

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Moira

Podría encontrarme tan desolado como Travis Bickle… y podría recurrir a hundirme en el resentimiento de no saber a dónde ir…

Podría sentirme tan desaforadamente exhausto después de una rutinaria lucha con el ayer… y es que el recuerdo se convirtió en algo tan triste, y la incapacidad que tengo para olvidar me produce tanto asco de mi ser.

Pero no, justo ahora la oscuridad y demencia que se observa en el horizonte deja ver algo bello; un recuerdo que sana y purifica almas, ese alguien que no se va de mi mente no porque no pueda irse, sino, porque yo no quiero que se vaya. Éste ser que permanecía con una divinidad característica de lo inexplicable y parecía no tocarla el tiempo.

Un nombre que gritaba destino a su paso, con la hermosura de Elena de Troya, la inteligencia de Atenea y la versatilidad en las palabras de los sofistas; recuerdo su viva imagen como un niño recuerda a su héroe más querido y me reprimo de querer olvidar como sus palabras solían transportarme desde una realidad vacía al ensueño que brindan las letras. La lírica de su voz y las guerras en sus ojos dejaban un sentimiento amargo algunos días, pero sabía que podía contar con ella si me encontraba solo y perdido en Comala y que encontraría seguridad en sus expresiones.

A veces en estos tiempos de profundas soledades, me veo como Teodoro y la recuerdo a ella como el maestro que intentó alejarlo del sufrir que genera entregarse a amar. Pero, ¿qué sentido tiene rememorar al ayer distante con muestras de gratitud si ella no está aquí? tal vez este hilando destinos de otras personas como yo, y tal vez haya borrado de su mente mi nombre, pero no, yo nunca podría olvidarla, porque aunque he estado en la más profunda miseria, ella me brindó el mejor refugio que alguien podría darme…

…ella guio mi camino a las letras.

Muchas madrugadas melancólicas quisieran tener la intromisión de ella, para alegrar un poco los corazones rotos, para hacer que las almas no vaguen fuera de cualquier futuro probable o dirigidas a una perdición excesiva y desamparada donde no te reconoces y crees que el mundo te escupe en el rostro, y te crees basura, y te sientes como Dante, perdido en el infierno del no saber qué hacer; su presencia sería el Virgilio, guía en el camino del sufrimiento para encontrar una salida. ¡Oh Capitán! ¡Mi capitán! Si lee estas letras y sonríe, mi objetivo se habrá cumplido, y si el nombre del joven M. Ludwig resuena en su cabeza con algún sentimiento de cariño, y si las noches que hacen que las personas olviden no han hecho efecto en su ser, y si aún conserva esa mirada desafiante y esa tierna voz… ¡Gracias mi querida Moira!

Por, Brando Cifuentes

 

 

Reseña del Autor

Mi nombre es Brandon Cifuentes, un aspirante a escritor de 15 años, nacido en Bogotá y amante de la historia, al que le encanta escribir historias tristes y le cuesta hablar de amor… que se identifica fácilmente con una canción melancólica y le cuesta superar las cosas, oh sí… yo creo en el ayer.

 

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Revisó: Erika Molina Gallego ( Editora Narraciones Transeúntes)

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