Encuentro

Fernando en su día laboral, deambulaba, trabajaba, se levantaba al baño, se ponía de pie frente a las ventanas, miraba la calle, la gente, los autos y el tráfico de manicomio. De repente aparece el arcoíris sobre la ciudad y en un lapso de reflexión se dijo: «aún no asimilo la noche de ayer». Fue para él una vorágine de emociones, pasiones, excitaciones.

Por, Alex Bonilla

Fernando en su día laboral, deambulaba, trabajaba, se levantaba al baño, se ponía de pie frente a las ventanas, miraba la calle, la gente, los autos y el tráfico de manicomio. De repente aparece el arcoíris sobre la ciudad y en un lapso de reflexión se dijo: «aún no asimilo la noche de ayer». Fue para él una vorágine de emociones, pasiones, excitaciones.

Le costaba trabajo concentrarse y recrear cada momento, cada episodio, cada parte de esa noche, cada canción, cada palabra, cada mirada, la duración de cada beso y la intermitencia de las caricias, era como un hilo que se corrió y ahora trataba de hilvanar centímetro a centímetro por lo vivido el día anterior. «Lo de ayer ha arrastrado mi razón con una velocidad sin comparación, me atropelló y recién cobro conciencia de las magulladuras» Se dijo.

II

Fernando veía entre luces y grises la desnudez de ella, veía su silueta descansando sobre sábanas blancas. Detenía su vista en cada rincón de su cuerpo, con la epidermis de sus dedos recorría la llanura de su espalda y las montañas en sus caderas. Sus manos visitaban cada sendero entre su coxis y su sexo.

Ella le veía desde la distancia de su pecho con sus tremendos ojos y le hablaba con sus carnosos labios, mientras Fernando rodeaba su cuello con su brazo izquierdo. De fondo sonaba Silvio y su «Ángel para un Final». La melodía que él quería compartirle como esa obra maestra del cubano trovador, esa que le hacía asomar las lágrimas en sus ojos sin saber por qué.

 

Un cuadro frente a ellos, un televisor al otro lado, un espejo al fondo, Fernando y Ella, acurrucados y abrazados en complicidad de esas cuatro paredes observándoles a los dos, tendidos en una cama ajena, desnudos, agotados de amarse, aún con su presión arterial tratando de reponerse, luego del éxtasis. Él habiéndose vaciado en ella, ella habiendo recibido el elixir de la alquimia del deseo para que con un soplo de su boca se hiciera orgasmo, de la pasión, de la espera y la paciencia convertida en sentimiento. Fernando había sembrado en ella su fuerza, su locura, sus miedos, su confusión, su «qué sucedió ahora». Sin embargo, su mente no se reponía y continuaba siendo apabullada por el desenfreno de los hechos.

III

Se volvieron a encontrar en esa ciudad de ironías y violencia. Se vieron, hablaron, se exploraron nuevamente, él se rindió a escucharla y a contemplar su rostro, su voz, sus ojos, sus labios. Él habló, rindió un informe de los últimos meses de vida, caminaron, buscaron un restaurante para cenar, pero él ya se había llenado de ella, viendo su rostro y sus manos, ya se daba por satisfecho en la antesala de la locura.

Coincidieron en verse en una próxima ocasión, sin embargo, ninguno de los dos conocía lo que el destino les deparaba.

Fernando ignoraba con una inocencia de niño que se graduaría de subversivo semanas después navegando sobre su cuerpo blanco de espuma e indescifrable. Que estaría «gustando del amor secreto que guardo en silencio» como escribiría Alfonsina Storni.

IV

Con esfuerzo y parsimonia recorría con su mente cada pedazo de esa velada, inició con la televisión y pizza. Será especial tenerla acá, cerca, compañera, amiga, cómplice de mis soledades, pensó Fernando. Pero apareció el lirismo de los boleros y este se coló por sus oídos y rindió sus defensas.

Los hechos sucedieron como catástrofe natural, sin aviso y con sospecha de condena, un baile sensual y Willie Colón era cómplice con su «Idilio». Sus cuerpos se acercaron, sus pieles se tocaron, chispearon sus ojos, sus pechos se rozaron, sus mejías compactadas hicieron que el menor movimiento fuese una caída suicida.

Ambos encontraron sus bocas secas y hambrientas, él se dispuso a nutrirse de la carnosidad de sus labios. En su mente pensaba ‘nunca espere esto’ pero estaba ahí hundiendo su lengua ofidia en su boca hambrienta de luz. Él tocaba su espalda, sus brazos con una timidez adolecente frente a esa majestuosa mujer que descubría la rigidez del sexo de Fernando buscando cual serpiente su selva espesa.

La música sonaba y solo una cama les separaba del abismo que vendría como un tsunami minutos después. Como plumas cayeron sobre las sábanas con un movimiento no practicado pero aprendido, sus ropas estallaron, sus instintos animales y prehistóricos guiaron sus actos posteriores a la locura.

Fernando hurgaba en los pechos de ella la frescura de su piel, recorría descendiendo su vientre para encontrar el pan que alimentaría sus ansías, y conoció con sus labios la estructura epitelial de su himen y lo tuvo en su boca para memorizar su forma y textura. Fernando escuchaba una voz de placer como al final de un camino que estremecía cada célula de su organismo para luego estallar en gemidos.

V

Fernando la hacía suya nuevamente, y en su mente rondaba la interrogante que no le dejaba en paz, y lo dijo. Le pregunto cuando estaba sobre su cuerpo excitado, ¿Cómo sucedió todo esto? ¿Cómo terminamos acá?

Ella solo le vio, cerro lo ojos y le dijo suspirando, ‘hazme lo que quieras’.

Cansados de amor, sus cuerpos descansaban y Fernando de manera repentina trajo a su memoria un episodio de Billion una serie de Netflix donde Wendy Rhoades una psicóloga le pregunta a Bobby cuál era su necesidad y este le habló de su incapacidad de llorar, el respondió que no podía, aunque lo intentara, y que solo aquellas escenas de reencuentros entre soldados en Irak o Afganistán regresando de la guerra y reencontrarse por sorpresa con sus hijos, esposa y padres hacían asomar sus lágrimas, eso lo confundía.  Wendy le decía que era porque en su doble y paralela vida los seres necesitan encontrarse y mostrarse tal cual son…Fernando se identificó de principio a fin con esta escena que luego desapareció de su mente mientras ella hurgaba con sus manos endoscópicas entre su escroto para revivir ese animal reposando, que ella urgía despertara para que la llevara a derretir la luna.

V

Fernando quería llorar esa tarde, leyendo las últimas páginas de «La Sombra del Viento» de Carlos Ruiz Safón.

Sentía que finalizando el libro estaría solo, ausente de la compañía que en los últimos meses había sido este, entre su mochila y sus manos.

Se preguntaba por qué esta sensación y comenzó a escarbar en su mente las razones, concluyó entonces que se quedaba sin ese ser de papel en apariencia inerte, pero que se había convertido en una extensión de él. «Los libros son los amigos» pensaba, «te enseñan, te hacen viajar, volar, soñar y no te juzgan».

Sin embargo, ese espacio que iba quedando vacío a medida que se comía las páginas en la lectura, crecía, quería llorar, ese extraño impulso de terminar un libro, pero a la vez no soltarlo de sus manos le invadía en esa tarde de sol.

Presentía su soledad y concluía que no tenía amigos y separarse del libro evidenciaba su necesidad de ellos.

Fernando con tristeza se despedía de su libro, ese que podía tocar, oler, en el cual podía adentrarse, y se decía, «volverá al cementerio de los libros olvidados, pero ahora ella hereda el espíritu de esas páginas donde volveré a navegar».

Sonó un ‘pin’ del teléfono, vio el chat que decía «ya casi llego».

Él se sentía alegre y triste por el amigo del que se despedía y eufórico de volver a tenerla para la complicidad de sus desnudeces.

Ella llegó, Fernando la vio y le preguntó, ¿qué cenamos?, ella con su sonrisa enorme y sus labios de miel, lo miró y le dijo: no quiero cenar…prefiero comer.

Él se acercó, la rodeó con sus brazos largos, su cuerpo rozó sus pechos y sin resistencia se convertirían en esos animales dispuestos a ser presa de sí mismos. Despojándose de sus ropas, dejaron ir con ellas sus esperas ansías para llegar a ese rito de alquimia y convertir pasión en sudor y placer.

Ella lo besó y le miró diciendo… no aguantaba las ganas de estar contigo.

 

Por, Alex Bonilla

 

 

 

Reseña del Autor

 

Alex Bonilla es un aprendiz de escritor, idealista y apasionado por la poesía, amante de la lectura y la trova, viajero itinerante de algún lugar de Centro América…

 

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

 

«Un relato apasionado y excitante, una situación cotidiana llevada a la máxima expresión mediante las letras correctas»

 

Otros cuentos de Alex Bonilla

Almas Cautivas

Era una chica alegre y traviesa, un poco rebelde para su tiempo y con muchas ganas de volar. Su nombre era Mary y los acontecimientos de esa tranquila mañana cambiarían el rumbo de su vida para siempre.

Cuando las letras escapan por tus poros y mueven tus dedos casi instintivamente, hasta la sangre sirve de tinta, hasta la piel sirve de papel – Eri Molina

 

Era una chica alegre y traviesa, un poco rebelde para su tiempo y con muchas ganas de volar. Su nombre era Mary y los acontecimientos de esa tranquila mañana cambiarían el rumbo de su vida para siempre.

Una mañana soleada de junio, Mary se levantó con entusiasmo al sentir el sol en su cara, abrió la ventana de par en par, era un día precioso y deseaba olvidar la horrible discusión que había tenido con su padre la noche anterior; no podía creer que pudiera llegar a ser tan frío y testarudo. Miró al cielo y al bajar la mirada sintió que le faltaba el aire, desde allí podía ver a los esclavos que desde temprano llevaban a cabo sus labores en las plantaciones de algodón; negros, aquellos con los cuales, según su madre no podía cruzar una sola palabra a menos de que fuera estrictamente necesario, por razones que a ella le parecían totalmente absurdas. ¿Cuál puede ser la diferencia entre ellos y yo? Siempre se preguntaba lo mismo. Recordó con dolor un episodio de su niñez, un momento que nunca olvidaría; su madre le había regalado una hermosa muñeca rubia, con ojos profundamente azules, parecían reales. Estaba feliz y en cuanto su madre estuvo ocupada en sus costuras y sus telas, ella corrió a la cocina; quería enseñarle su nueva muñeca a Carmen, la hija de la cocinera. Entró corriendo a la cocina y encontró a Carmen junto a su madre limpiando la encimera.

¿Quieres jugar conmigo?

Preguntó Mary amablemente a la niña negra, Carmen sonrío, miró a su madre buscando aprobación, pero antes de que ésta pudiera hablar  Mary la tomó de la mano y corrió con ella y con su muñeca hacia la entrada principal de la casa, estaban a punto de salir al exterior cuando chocaron repentinamente con su padre… Carmen y su madre durmieron a la intemperie durante una semana y la rubia muñeca de Mary fue quemada en la chimenea esa misma tarde, mientras ella lloraba desesperadamente sin entender qué había hecho mal.

Suspiró tratando de sacar de su mente ese triste momento, buscó a su gato con la mirada por toda la habitación y empezó a llamarlo por su nombre hasta que al fin se dio por vencida. ¡Debe haber salido a pasear sin mi… es un traidor! Pensó con una sonrisa. Ramsés era un hermoso gato Maine Coon que recibió de su tío Alan cuando cumplió 10 años, sus ojos eran enormes y cuando Mary leía él parecía escucharla atentamente. Su madre le había ayudado a elegir su nombre una tarde mientras ordenaban sus libros, después de casi una semana en la cual se había resignado a llamarlo simplemente gato, ya que ninguno le parecía lo suficientemente elegante, fuerte y digno para él.

Ramsés era un compañero amoroso, pero también era arrogante y voluntarioso.

A veces te pareces tanto a mi padre solía decirle Mary mientras lo acariciaba y lo llenaba de besos, algo que a Ramsés realmente le molestaba, tal vez por eso, esta mañana había desaparecido antes  de que ella lo aplastara con su avalancha de besos y apapachos.

Encontró sobre el gran sillón de su habitación el vestido azul oscuro que tanto le gustaba, acarició la suave tela y se lo probó frente al espejo. Le gustaba como se veía, resaltaba su cabello y sus ojos brillaban, aunque tal vez, esto último no se debía tanto al vestido. Se miró al espejo con curiosidad, ya no era la misma niña que corría por la casa tratando de atrapar a su gato. Terminó de arreglarse sin mucho más que una flor que adornaba su pelo y los guantes blancos que siempre debía llevar. Las joyas no eran lo suyo, la hacían sentir terriblemente mal en un ambiente de hambre, látigos y dolor.

Después de desayunar, Mary se dispuso a salir de paseo por el campo, como lo hacía cada mañana, hoy además necesitaba buscar a su gato, quien ya se había tardado mucho en aparecer. Su padre casi nunca estaba en la casa y su madre insistió como siempre en que una de sus criadas la acompañase, algo que sabía era completamente inútil, pues a Mary le gustaba caminar sola por las plantaciones y los campos, cosa que a su madre le disgustaba muchísimo.

—No hables con nadie—  Le advirtió  como de costumbre.

—No te preocupes, madre— Respondió Mary  y salió de la casa con un libro en la mano, dispuesta a disfrutar de su paseo matutino.

La propiedad de su familia era bastante grande, además de las plantaciones, contaba con una parte del rio, una larga franja de árboles se fundía con la inmensidad del bosque surcando el campo abierto y los establos estaban llenos de caballos. La casa estaba rodeada de un precioso jardín y en la parte trasera, más allá de los establos se podían ver las chozas donde dormían los negros, eran increíblemente pequeñas y miserables, al lado de su casa, parecían de juguete. Mary sólo se había acercado allí un par de veces, escabulléndose entre las sombras y en ambas había salido llorando, indignada y avergonzada de haber nacido con su blanca piel.

Después de caminar un rato y llamar a su gato como loca sin obtener ningún resultado, Mary decidió sentarse a leer bajo un gran árbol situado a unos cien metros de una de las plantaciones. Era un árbol especial, lleno de recuerdos y de risas, allí su tío Alan le había enseñado a leer y había imitado cientos de veces con tono jocoso la voz de su padre diciendo: “ya sabes Mary, no debes hablar con los negros, no son iguales a nosotros, sólo están aquí para trabajar”. Su tío era tan diferente, la vida era injusta, todo sería más fácil si hubiera sido su padre o si al menos viviera con ella, pero Alan era un alma libre, indomable, que andaba de aquí para allá, sin esposa, sin hijos y sin oficio, la oveja negra de la familia.

si fuera por tu tío ya no tendríamos tierras, ni esclavos, ni nada, ¿Qué sería de nosotros sin tu padre? Debes aprender mucho de él, algún día serás quien se ocupe de todo.

 Le repetía su madre continuamente.

Mary se sentó tranquilamente bajo el árbol, notó con tristeza que el campo abierto cada vez era más reducido y había sido reemplazado casi en su totalidad por las plantaciones de algodón, que ahora llegaban casi hasta los límites del bosque. Su padre cada vez quería más, ahora no era sólo el algodón, había empezado a comerciar con esclavos, al parecer el negocio dejaba buenos dividendos y no era muy complicado, iba a las subastas que organizaban algunos de sus amigos o viajaba hasta otros estados en busca de esclavos más baratos, los entrenaba por unos días en el trabajo del campo o de la casa y los vendía a buen precio. Eso era algo que a Mary le parecía completamente inaceptable  y aunque para su padre los negros eran menos que animales salvajes a ella le aterraba la sola idea de que algún día todo esto fuera a ser su responsabilidad. Debía hacer algo al respecto, pensaba en eso todos los días, tal vez podría pedir ayuda a su tío. Las discusiones con su padre se hacían cada vez más insoportables y sabía que él nunca la entendería.

Sin ganas de pensar más en ese tema, se disponía a abrir su libro, cuando de pronto se fijó que uno de los esclavos dejaba sutilmente su sitio de trabajo para adentrarse en el bosque, teniendo cuidado de que ninguno de los vigilantes lo notara. Trató de distinguir quién era y cuando vio que se trataba de él se llevó una mano a la boca, aterrada. Era José, Un joven negro de más o menos su edad que había crecido allí con su familia. Su padre era un hombre enorme, con una amplia sonrisa blanca, tan blanca como el algodón, su madre cantaba todo el tiempo canciones que Mary nunca pudo comprender y le sonreía siempre que la veía jugando en el patio. Era una mujer hermosa y Mary nunca podría olvidar su mirada, estaba llena de amor y de alegría, ¿Cómo podía ser esto posible en alguien que sólo recibía malos tratos? José también tenía un hermano, pero éste fue a vivir con familiares lejanos que cuidarían mejor de él, en realidad, el muchacho fue vendido a los 14 años en una de las subastas organizadas cada año en una plantación vecina.

Los padres de José habían muerto ya. Su padre olvidó reportar algunos sacos de algodón y al día siguiente encontraron su cuerpo en el rio, medio desfigurado. Su madre murió días después de tuberculosis, agravada por la pena que le produjo la pérdida de su marido y fue enterrada por su hijo en un pequeño claro cerca del bosque. José estaba completamente solo y a pesar de las advertencias de su madre, Mary había hablado más de un par de veces con él. Era simpático y cordial y quería aprender a leer. Desde hacía más o menos dos años ella le llevaba alguno de sus libros y lo dejaba caer cerca del campo, o simplemente lo dejaba olvidado bajo su árbol. José había aprendido bastante y en cuanto pudo escribir, empezó a devolverle sus libros con una hoja de más al final de cada uno, contándole sus sueños  y dándole las gracias por enseñarle a volar.

Ella también había aprendido de él, aprendió del dolor que llevaba en sus ojos y de la fuerza que ni su diario martirio lograba doblegar. De José aprendió que los negros tenían alma, contrario a lo que decían sus padres y gracias a él, ahora tenía el valor de luchar.

Mary lo observó hasta que entró en el bosque y se apresuró a seguirlo, rodeó el campo hasta el borde del bosque y se disponía a tomar el camino cuando vio que un guardia ya había ido tras él. Su corazón se aceleró, esto no era bueno, como mínimo José se ganaría una buena paliza por tratar de escapar, si es que era eso lo que intentaba. Pensó qué hacer, tal vez llamar la atención del guardia e intentar distraerlo, pero sabía que sería inútil, sólo lograría empeorar las cosas, así que decidió callar y seguirlos.

Después de asegurarse de que nadie la observaba, se dirigió al bosque, a pocos metros del guardia, necesitaba saber que estaba sucediendo y no permitiría que nada le pasara a José, aunque ella tuviera que asumir las consecuencias. Su largo vestido no le permitía avanzar tan rápido como hubiera querido, así que los perdió de vista por un momento, Caminó lo más rápido que pudo por el difícil terreno del bosque recogiendo su larga falda, hasta que escuchó voces, José y el guardia discutían. Tomó aire con la intención de decir algo, pero no pudo hacerlo, estaba sorprendida y asustada. Nunca  había visto a José hablar así, mirando a los ojos, con actitud desafiante y eso de alguna manera le gustaba, pero las cosas para él no estaban nada bien.

— ¿Acaso crees que te tengo miedo, negro? ¿Crees que alguien notará tu ausencia si no vuelves?—

El guardia hablaba con desprecio y con ira, tenía un látigo en una mano y un arma en la otra.

—Si nadie notará mi ausencia entonces déjeme ir, no volveré, prefiero que me mate—

La voz de José era firme y no había en ella ni un poco de temor, se podía decir que hasta hablaba con altivez.

—Eres tan despreciable como tu padre—

Gritó el guardia.

— ¿Recuerdas como terminó por querer pasarse de listo? son negros y es todo lo que merecen—

Mary sentía que el calor invadía su cuerpo y con cada palabra que el guardia pronunciaba, estaba más segura de que no tomaría jamás el lugar de su padre, no podía ser cómplice de tanta crueldad.

Ninguno de los dos había notado su presencia, José y el guardia no dejaban de mirarse fijamente, el primero con seguridad y valentía, el segundo con odio.

José repetía una y otra vez que no volvería, prefería morir allí que seguir teniendo esa vida. Se disponía a decir algo más, pero en ese momento el guardia se lanzó sobre él dejando caer el arma que tenía en la mano, y enredando el látigo alrededor de su cuello, lo derrumbó. Mary sintió como la ira se apoderaba de ella, la ira y el miedo, no sabía qué hacer, estaba entre la espada y la pared, ella ni siquiera debería estar allí. José luchaba por quitarse al guardia de encima, pero no era tan fuerte para eso, estaba demasiado débil gracias al trabajo y lo mal que se alimentaban en las plantaciones. ¡Tengo que hacer algo! Pensó Mary casi en voz alta y tomando el arma dejada en el piso segundos antes por el mismo guardia, casi sin pensarlo, haló el gatillo y disparó…

… El tiro retumbó por el bosque con el ruido más aterrador que ella pudiera recordar y la bala quedó incrustada en la cabeza del guardia, quien ahora yacía muerto sobre un enorme charco de sangre. José la miraba perplejo sin comprender aún que había pasado. Mary soltó el arma y cayó de rodillas, con lágrimas en los ojos y el corazón desbocado. En ese momento su gato apareció a su lado, impasible, frotando su cuerpo en su vestido, mirando a José con sus grandes ojos grises, como fiel testigo de  todo lo ocurrido.

 

 

Por, Erika Molina Gallego

Medellín (Colombia)

 

 

Reseña del Autor

Enamorada de las letras y la música, descubriendo mundos a través de los libros, queriendo encontrar el verdadero sentido de la literatura más allá de lo intelectual.

 

Revisó: Andrés Angulo Linares

Línea tras línea el relato es descrito con precisión, con un lenguaje natural el lector es transportado al tiempo en el que el cuento se desenvuelve. Es un viaje en el tiempo, sí. Pero, también, es un recorrido por los laberintos del alma.

Camino al olvido

Es un camino oscuro,

bajo un cielo desolado,

una angosta senda de ripio

y astillas de sueños rotos.

Es un camino que atraviesa

los frondosos bosques de la angustia y la

desesperación; 

que bordea el lago de las tristezas

y escala las montañas de las dudas. 

Es un camino gélido…

el camino donde me voy

olvidando de vos.

 

Por, Carlos Falótico

Chivilcoy (Buenos Aires, Argentina)

 

Reseña del Autor

Carlos Falótico, nacido en la ciudad de chivilcoy Buenos Aires Argentina el 27 de octubre de 1987.

Obras publicadas: «El observador» antología creación joven literario. Editorial Chivilcoy.

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

“La profundidad siempre es más importante que la extensión, la belleza de la escritura está en poder transmitir miles de emociones en muy pocas palabras”.

 

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Moira

Podría encontrarme tan desolado como Travis Bickle… y podría recurrir a hundirme en el resentimiento de no saber a dónde ir…

Podría sentirme tan desaforadamente exhausto después de una rutinaria lucha con el ayer… y es que el recuerdo se convirtió en algo tan triste, y la incapacidad que tengo para olvidar me produce tanto asco de mi ser.

Pero no, justo ahora la oscuridad y demencia que se observa en el horizonte deja ver algo bello; un recuerdo que sana y purifica almas, ese alguien que no se va de mi mente no porque no pueda irse, sino, porque yo no quiero que se vaya. Éste ser que permanecía con una divinidad característica de lo inexplicable y parecía no tocarla el tiempo.

Un nombre que gritaba destino a su paso, con la hermosura de Elena de Troya, la inteligencia de Atenea y la versatilidad en las palabras de los sofistas; recuerdo su viva imagen como un niño recuerda a su héroe más querido y me reprimo de querer olvidar como sus palabras solían transportarme desde una realidad vacía al ensueño que brindan las letras. La lírica de su voz y las guerras en sus ojos dejaban un sentimiento amargo algunos días, pero sabía que podía contar con ella si me encontraba solo y perdido en Comala y que encontraría seguridad en sus expresiones.

A veces en estos tiempos de profundas soledades, me veo como Teodoro y la recuerdo a ella como el maestro que intentó alejarlo del sufrir que genera entregarse a amar. Pero, ¿qué sentido tiene rememorar al ayer distante con muestras de gratitud si ella no está aquí? tal vez este hilando destinos de otras personas como yo, y tal vez haya borrado de su mente mi nombre, pero no, yo nunca podría olvidarla, porque aunque he estado en la más profunda miseria, ella me brindó el mejor refugio que alguien podría darme…

…ella guio mi camino a las letras.

Muchas madrugadas melancólicas quisieran tener la intromisión de ella, para alegrar un poco los corazones rotos, para hacer que las almas no vaguen fuera de cualquier futuro probable o dirigidas a una perdición excesiva y desamparada donde no te reconoces y crees que el mundo te escupe en el rostro, y te crees basura, y te sientes como Dante, perdido en el infierno del no saber qué hacer; su presencia sería el Virgilio, guía en el camino del sufrimiento para encontrar una salida. ¡Oh Capitán! ¡Mi capitán! Si lee estas letras y sonríe, mi objetivo se habrá cumplido, y si el nombre del joven M. Ludwig resuena en su cabeza con algún sentimiento de cariño, y si las noches que hacen que las personas olviden no han hecho efecto en su ser, y si aún conserva esa mirada desafiante y esa tierna voz… ¡Gracias mi querida Moira!

Por, Brando Cifuentes

 

 

Reseña del Autor

Mi nombre es Brandon Cifuentes, un aspirante a escritor de 15 años, nacido en Bogotá y amante de la historia, al que le encanta escribir historias tristes y le cuesta hablar de amor… que se identifica fácilmente con una canción melancólica y le cuesta superar las cosas, oh sí… yo creo en el ayer.

 

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Revisó: Erika Molina Gallego ( Editora Narraciones Transeúntes)

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Ella

I

Era una mañana sabatina de marzo, con un sistema frontal inesperado en pleno tiempo de temperaturas altas, propios de un país tropical, árido y deforestado.

Marco se despertó muy de madrugada por el ruido de ese dispositivo para acortar distancias y el culpable de comunicarnos menos.

Él se levantó, abrió el grifo, no había agua, –“esta señora se gastó el agua”– dijo para sí, en alusión a su empleada doméstica.

Tomó su teléfono y le escribió a ella: –“Hola buenos días, es bueno despertar y saber que aún me quiere, yo nunca dejé de hacerlo”.

Marco había estado conversando con ella hasta tarde el viernes anterior, quería decirle todo lo que los dos meses anteriores no le había dicho, quería contarle sus rutinas, sus libros, sus viajes, las últimas noticias de política, astronomía o lo que carajos fuere, solo quería hablarle, comunicarse con ella, estar en sintonía con ella, volver a la complicidad subversiva e insolente que ambos escondían. La tarde del viernes, en el mismo lugar, a la misma hora, 10 años más viejos, con conocimiento de causa. Con ese contrato vencido y vuelto a extender, se habían reencontrado.

Él sabía que ese encuentro sería lapidario, concluyente y definitivo. Marco pensaba: “Quiere que hablemos en el mismo lugar donde inició nuestro intercambio de besos y caricias”, aunque el sentimiento, se decía, había nacido mucho antes de diferentes formas y matices.

Marco se aferraba a la idea de que ella quería conciliar las desavenencias de los últimos días y que podrían perturbar, la que Marco creía, era la nueva relación de ella. Quiere llevar la fiesta en paz. Quiere sellar esto, que por varios años fue intenso y amado. Ahora quiere, como acto de cortesía, contarle su voluntad y sus planes a futuro con esa nueva persona.

Marco sentado en su mecedora escuchaba esa mañana a Silvio, y sus canciones que, como su hijo le decía, son reflexivas.

Ella respondió a su chat 25 minutos después: “buenos días, que rico despertar y ver este mensaje, Yo tampoco dejé de hacerlo”.

II

Las semanas previas había sido un crisol de escaramuzas. Él agredía, ella recurría a replegar sus fuerzas. Ella contraatacó y él tenía que callar y soportar aquello, que para él, se resbalaba de entre sus manos. Y así, en ese ir y venir de ataques, cada uno, por su lado, trataba de lamer sus heridas.

Esa semana, él había tratado de aceptar esa que creía era la nueva realidad, se decía: “ella ha tomado ya una opción, para que hablar para que despojarme de mi dignidad y competir con un tercero”.

Él ya tenía suficiente luchando contra sus demonios internos, con sus enemigos internos, su inseguridad y complejos. –“No puedo competir, me doy por derrotado”.

Él siempre tuvo miedo a las pruebas de admisión así fuesen para entrar a un estadio de fútbol.

“Cómo competir con la juventud, cómo competir con el estar disponible 24/7, cómo competir siendo un anónimo para su familia, cómo competir al no estar para ella en sus noches de duda, en sus momentos de alegría, en sus fechas especiales, en sus preguntas y consultas, en su cotidianidad, antes de su noche en la cama, en sus enfermedades, cuando su carro se averíe, a una llamada a cualquier hora del día, a un desayuno de sábado en la montaña… cómo competir con la green card”, se decía y repetía. Ella le había hablado de la posibilidad de obtenerla con él. –“Hasta donde el imperio, asesino de niños en Siria, se nos cuela en los huesos”–, pensaba él.

Él trataba de darse auto terapias. Sin embargo, no era más que una masturbación que aumentaba su vacío.

Se decía y con mucha razón, “Ella merece lo mejor, ha sido especial conmigo en todo tiempo e incondicional en sus tiempos de angustia. He sido un tanto ingrato, dejó abiertos muchos cerrojos y en esos entraron los cuidados y atenciones de otro”, él lo consideraba razonable, mas se decía que si tan solo hubiese tenido más sensibilidad, esa que se debe tener por una mujer que ha sido fuego y aceite en su vida, esa mujer que lo quema y desnuda en sus interioridades, que lo eleva y lo trae a sus infiernos terrenales, que le ha dado los mejores años de su vida, los mejores besos, las más atrevidas caricias, las más provocativas fotos, la más inteligentes conversaciones y las más increíbles revelaciones.

Él buscaba en su interior, como salvia en sus venas, la mejor terapia que lo llevara a la resignación permanente de su pérdida.

Se repetía una y otra vez –“Qué feo estar enfermo de amor, se pierde el apetito, el gusto por la vida, y cada minuto en una tortura en día a día”.

¡El último jueves él pensó –“Debo dejarla ir, no voy a competir, no iré contra la corriente, debo desearle lo mejor” – y añadió – “Para ella, ¡suerte! Se merece lo mejor… yo no pude darlo”.

III

Antes de ese encuentro donde comenzó todo, él no quería terminar esa velada, pero estaba ahí en su cita con el destino, pidiendo la cuenta al mesero.

Ella le dijo –“que me quiere preguntar, pregunte lo que quiera”. Él daba por hechos consumados su nueva relación, ella le desmintió y le aseguró que estaba ahí, donde comenzó todo, porque le importaba y porque lo seguía queriendo.

Él la vio, sintió correr una cortina en su pecho y corrían cataratas de una sensación infantil, adolescente, adulta, pero sobre todo humana.

Él llegó a despedirla a su carro y no pudo más, con esa mano invisible, que lo empujaba a buscar su boca, la capturó, sintió la fragilidad de sus labios, la dulzura de su piel, la frescura de sus fluidos y sus arterias estaban a punto de salirse de su cuerpo.

Ella le dijo —“comencemos hoy aquí a escribir un nuevo cuento.

IV

Marco manejaba por las calles de esa ciudad maldita y escapaba de esa selva burguesa, atravesando norte a sur con un tráfico ya amigable. Iba hilvanando en su mente las frases y versos del poema que ya construía, para esa mujer que lo había apendejado, y se preguntaba si eso vivido era ilusión.

Él estaba convencido que ella lo había citado con el destino para decir un adiós civilizado, después de 10 años se decía —“Quiere tener la cortesía de despedirse frente a frente. Pedirme que la deje tranquila, que no haya insultos, que llevemos un día a día normal para lograr un salario en paz”.

Pero Marco y ella levantaron al mismo tiempo una bandera blanca y salieron de la trinchera, para decidir emboscar cada los besos, caricias y tiempos que se habían negado.

Marco llegó a su casa y pensó —“la mejor forma de acariciarte esta noche es escribirte”… y así fue:

Ella 

Es esa paz que trae el silencio de la noche,

Es esa tormenta que desborda los ríos

Es esa llama que atiza mi infierno

Y la miel que se bebe en el paraíso.

 Es esa daga que se clava y abre hemorragias

Es ese hisopo que sana y limpia la herida

Es un huracán su paso

Es un descanso su voz.

Sus manos toscas y tiernas

Sus pies delineados y firmes

Ella es la gloria y la condenación

Ella es un silbido y un golpe al orgullo

Ella es mil neuronas maquinando despacio

Ella señala el rumbo de la osa mayor

Ella besa la vía láctea.

 

Ella es un libro que deshojo página a página

Sin querer nunca encontrar epílogo 

Ella es la que ha nutrido mis fantasías

Ella enarbola en mi pecho la bandera rebelde y subversiva

Ella besa mis labios y mi sangre se tense

Ella toca mi sexo y mi corazón asalta mi pecho.

 

Ella es el huracán y el silencio de la noche

La brisa que se cuela en mi ventana

La selva húmeda para caminar

La lluvia que recorre mis espaldas.

 

Esa es ella, y ella lo sabe…

V

Marco dudaba del tiempo compartido con ella, en tierra de extraños y de narcos, café y vallenato, de la faena de la noche anterior. Despertó y la vio a su lado, entre sábanas blancas, dormida, agotada, plena, suya, y dijo —“Es cierto, ella me cautivó”.

 VI

Ella descansaba son sus piernas dobladas sobre la alfombra… desnuda, mujer completa y conquistada, le narraba las mejores sensaciones de placer que Marco inspiraba y provocaba en ella.

Él clavaba sus ojos en ella, quería detener el tiempo y abrazarla por horas. Y se dijo para sí—“Quiero tenerte siempre

FIN

Por, Alex Bonilla

 

Reseña del Autor

Alex Bonilla, es realmente Mario Fernández, amante de la literatura e imperfecto escritor de poesía.

 

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Revisó: Andrés Angulo Linares (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

¿Qué es lo que sigue?

José María arrancó a correr, asustado, casi inválido, sus piernas casi se partían, sus 65 años le pasaron por la mente, no duró mucho, no valían tanto la pena. No avanzó más de diez metros cuando la primera bala entró por su espalda y salió por su pecho, estaba cerca a la casa se doña Pancha, con la mano-sangre sobre la casa dio unos pasos dejando huella de la guerra y la muerte en el pueblo y la muerte en el hogar.

El comandante de la brigada levantó la botella de ron que tenía en la mano y gritó ¡Salud!, todas sus carnes se movían repulsivas y su poder conferido por las armas también. El hombre convertido en bestia ya medio prendo y con la sevicia desprendida en sus ojos bebió un trago de la botella y ordenó que destaparan más, que sacaran más ron de la tienda, que todos en el pueblo debían celebrar junto a ellos, fue y buscó a doña Rosalba, la esposa de José María y le dio un trago y ella con el corazón lleno de lágrimas tomó un sorbo que le supo a mierda y sangre, cuando llegó a su estómago se convirtió en el recuerdo de José:  sudoroso, desesperado, con el cuerpo lleno de temblores, muerto. Un recuerdo de mierda y sangre.

Aquí nadie era de ningún bando, nadie tenía partido ni lo quería tener porque eso ha sido la causa de la violencia en este país, nadie se metía con nadie, ni en política. Ninguno de nosotros tenía cuartel y mucho menos armas para defenderse de nadie, solo nos dedicamos a cosechar coca y  pancoger todo para vivir, porque eso es lo que hoy la tierra nos regala, sin embargo, la guerrilla y los paras se habían apostado aquí y tenían en la cabeza el cuento que ayudábamos a los unos o a los otros y eso en esta tierra no pasaba, aunque nos hicieron creer a nosotros mismos que cada vecino era un enemigo y que esta situación ocurría entre la propia familia.

Esa mañana desde muy temprano todos estábamos arrodillados y en una fila, incluyendo niños y ancianos, también Marisela una jovencita de unos veintidós años que estaba embarazada.

Ella fue la siguiente, La pasaron al frente y la dejaron de pie, la miraron de arriba abajo, todos ebrios y asquerosos, a estos tipos no les importaba nada, no les importaba la vida, no les importaba la muerte, solo les importaba satisfacer sus placeres enfermos que son vergonzosos, que el diablo debe castigar. Yo miraba el cielo y pedía algo de humanidad, pero el cielo estaba cerrado y toldado de lágrimas, bajé la cabeza y miré a mi alrededor pedí que el diablo existiera para ellos, como para nosotros.

Marisela estaba temblando, sudorosa y el comandante gritaba a los cuatro vientos porque estaba ahí:

-Su noviecito es de las FARC y ya que no está en el pueblo alguien tiene que pagar. El mensaje es claro, si ustedes colaboran con esos “perros” están colaborando con la insurgencia, están delinquiendo y nosotros vinimos aquí a purificar la zona, a limpiar esta tierra de delincuentes- y el de uniforme militar, “fariano” o “paraco”, puso la bayoneta en el suelo.

Marisela de rodillas pedía piedad por ella, su hijo, su marido, su pueblo. El comandante la miró como a nada, pidió la botella de ron, se la trajeron y bebió un largo trago que se le escurrió por el roto de la boca y cayó sobre la asustada muchacha, luego le pasó la botella y le pidió que bebiera, ella entre el susto tomó un trago corto pensando en su esposo y en su hijo, volvió a ver como se desplomaba el cuerpo de José María y en la pared de doña Pancha vio la huella de la violencia que en quién sabe cuántos años va a desaparecer. Echó una mirada al pueblo y a su familia porque en este pueblo todos emparentaban de algún modo y sin darse cuenta se terminaban casando entre parientes.

La muchacha despertó con un puntapié en su vientre que le dolió a todos en el pueblo, le dijeron perra y puta mientras la golpeaba un monstruo de seis pies y ella sentía como que las fuerzas se le iban, pero se agarró el vientre y lo cubrió con sus brazos y empezó a patalear desde el piso como para que no le pegaran, pero esto emocionaba más al monstruo y golpeaba con más fuerza, con más pies. Marisela no derramó una lágrima hasta que murió con el bebé.

Los “cerdos” rieron y siguieron emborrachándose con la violencia. El aire estaba cargado de dolor y alcohol. Los otros pobladores a los que obligaron a beber arrodillados mientras miraban como caían los “guerrilleros” el trago no los embriagaba ni perdían sus sentidos, sino que les permitió sentir la agonía de Marisela por partida doble y oler ese aire cargado de dolor y sangre. Bajaron sus cabezas y dejaron escurrir algunas oraciones envueltas en lágrimas.

Arrodillados y destruidos miramos hacia arriba, como si buscáramos a Dios, pero en cambio nos encontramos con una capa de concreto que estaba toldada de lágrimas.

¿Nos miramos a los ojos

y nos preguntamos si acaso iban a parar?

 

Por, Andrés Borrero

elmegafonoalternativo@gmail.com

Sobre el Autor

Periodista. Nacido en el año de 1994 en Bogota. Se ha interesado en la cultura y la gestión de la misma. Actualmente trabaja en CEPALC en un programa dedicado a la literatura y la difusión de escritores jóvenes.

 Revisó: Iván René León

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Imagen tomada: http://www.colombiainforma.info/especial-paramilitarismo-la-continuidad-de-la-violencia-en-la-busqueda-de-la-paz/

FILBo celebra sus 30 años de existencia

La Feria Internacional del Libro –El evento de las letras más esperado durante todo el año–, celebrará en esta versión 30 años de existencia. Del 25 de abril al 8 de mayo Bogotá será la capital literaria de Latinoamérica.

La Feria Internacional del Libro –El evento de las letras más esperado durante todo el año–, celebrará en esta versión 30 años de existencia. Del 25 de abril al 8 de mayo Bogotá será la capital literaria de Latinoamérica.

En 1987 nace la primera feria dedicada a promover la lectura, alrededor de una programación en donde convergen todos los géneros literarios. Autores de trayectoria como emergentes se dan cita en la Feria para dar a conocer su trabajo a miles de visitantes que años tras años acuden a Corferias.

Consulta la programación de FILbo 2017

Agenda General

Programación Franjas

Programación Jornadas Profesionales

Programación Grandes Autores de la Literatura Mundial

 

Durante la FILBo

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·         FILBo para Niños

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·         Encuentro Internacional de Periodismo

·         Jornadas profesionales

 

Jornadas profesionales

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·         Rueda de Negocios

·         Foro de Edición Universitaria

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·         Congreso Nacional de Lectura

·         Congreso de ilustración

·         Encuentro de Bibliotecarios

 

Sectores participantes

·         Edición nacional e internacional

·         Autores nacionales e internacionales

·         Literatura infantil y juvenil

·         Libro técnico y científico

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·         Industria gráfica

·         Profesionales del sector editorial

 

 

El resonar del teléfono

La tormenta cesó; a cántaros, el agua se deslizaba por las calles, cual riada desbocada. A través de la ventana, desdesu casa, Antonio observaba fijamente la calle principal. Un frío aterrador penetró sus huesos

1

La tormenta cesó; a cántaros, el agua se deslizaba por las calles, cual riada desbocada. A través de la ventana, desdesu casa, Antonio observaba fijamente la calle principal. Un frío aterrador penetró sus huesos; aun así, su delgado cuerpo permaneció quieto. Por unos instantes, presenció aquel fúnebre cielo gris: «¡Mierda de clima!… ¿Cuándo será que todo esto acaba?», pensó, no sin algo de nostalgia. En su rostro, adornando aquellas cuencas profundas, donde yacían sus ojos melancólicos, un par de ojeras negras, destellaban opacas… De pie, a su lado, Hermes lo miraba con lástima, aunque para Antonio se sintió inquisidora e intrusiva; algo nervioso, comenzó a sudar frío, lo miró de reojo y percibió su desnudez saboreando el olor de su piel, amarga como sábila.

—¡Rin, rin, rin! — aquel sonido le heló hasta la médula. Miró hacia la mesa, en el centro de aquella habitación grande y sombría: alta, antigua, de tres patas, de color negro; encima, se apenas se lograba distinguir un viejo teléfono, que hacía eco en toda la estancia, con su sonido tan fuerte.

-¡RIN…RIN…RIN…RIN…RIN!

El teléfono resonó una y otra vez; Antonio tembló… tembló… tembló; con sus manos huesudasserecubrió las orejas, intentando acallar aquel sonido: lo asaltó el temor. Caminó lento, hasta la mesa, con manos temblorosas tomó el teléfono y, con la voz entrecortada y algunas gotas de agua que se deslizaron por su frente, balbuceó:

—¡ Aló, Aló…!

Silencio. Nadie arguyó nada. Únicamente escuchó una leve respiración del otro lado. Intentó hablar, pero no pudo, sintió las ideas desorganizadas, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para pronunciar palabra.

—¡Aló!… ¿Quién… llama? —Nadie, nadie, nadie al otro lado. Colgó.

Permaneció un instante de pie, junto aquella mesa; giró su cabeza lentamente, como si temiera encontrar algo o alguien frente a la ventana. Hermes seguía ahí con su esquelético, blanco y frío cuerpo desnudo; de pie, mirándolo, extendió sus largos brazos invitándolo a acercarse. Más calmado, obedeció; ahora tomó con sus manos el cuello de Hermes, aproximaron los labios, Antonio pudo sentir cómo aquel frío penetrante proveniente de Hermes le heló la saliva; sin embargo, eso no lo detuvo para besarlo… se acariciaron… Hermes acercó su frágil cuerpo, cada vez más al de Antonio, hasta lograr sentir su varonil y duro sexo. No obstante, se detuvo al percibir una lágrima que bajaba por aquella pálida mejilla.

—No hay porqué llorar, mi querido amor, siempre estaré aquí —le dijo.

—Siempre, Hermes, siempre. ¡Sabandija Mentirosa! Si ya te estás pudriendo, y yo aquí temblando de frío junto a tu cuerpo muerto.

—No… no me grites. ¿Acaso yo tengo la culpa de estar así? desde hace dos noches no he logrado ser el mismo, estoy congelado, inerte, seco. Me duele aquí, justo aquí, en el pecho. ¡Arde! como si me quemara completamente por dentro. ¡Ayúdame, por favor, Ayúdame! —Antonio no responde; ante aquellas palabras, lo soltó bruscamente.

2

Antonio se hallaba de pie, al lado de la puerta principal; era una casa de aspecto abandonado, heredada de sus abuelos paternos. Fumaba un cigarro, inhalando el humo cruelmente. Un hombre de aspecto misterioso llevaba puesto un sombrero que cubría parte de su cara y un gabán que le tapaba el cuerpo. En la mano izquierda,sostenía un puñal manchado de sangre yobservaba a Antonio, oculto en la oscuridad que daba la atmosfera grisácea que la tormenta había dejado. Antonio advirtió, instantes después, la presencia de aquel hombre, que parecía un espectro. Lanzó el cigarro con fuerza al otro lado del andén sin dejar de mirar aquella figura desdibujada, que, en vano, se esforzó por identificar. Llamó su atención cómo aquella mezcla de agua sucia con sangre, empezó a transformarse mientras bajaba por la calle; abrió sus ojos como si fueran a salirse de su órbita; en el centro de su pecho los latidos se hicieron más fuertes; desesperado, buscó de dónde provenía la sangre, hasta que sus ojos chocaron con la mano izquierda de aquel hombre, en la cual sostenía un cuchillo: de este objeto afilado y largo resbalaban gotas de sangre con tanta autoridad,como si brotaran del cuello de una cabra recién degollada.

RIN…RIN…RIN…RIN…RIN

El teléfono nuevamente; Antonio escucha la voz de Hermes desde el otro lado de la casa.

—¿No vas a contestar, Antonio?… ¡Maldito cobarde!

Antonio no responde; no pudo hablar. Con aquel sonido infernal, su cuerpo quedó inmóvil y sintió como sus cuerdas vocales perdieron su función. El tiempo se detuvo por un instante; cual huracán, una ventisca pasó arrasando con todo lo que halló en su camino y, deprisa, el hombre se movió hacia Antonio con tal velocidad, que lo único que sintió fue el puñal penetrando en sus costillas…

Su grito retumbó en toda la casa: despertó angustiado, con el cuerpo y rostro cubierto de sudor, la respiración agitada, el corazón latiendo rápidamente como si tuviese taquicardia. Toc, toc; escuchó que alguien llamó a la puerta. Levantó con dificultad de la cama su cuerpo, sin casi aliento alguno, caminó hacia la sala, como sonámbulo sin rumbo; miró a su alrededor, una luz tenue entraba por la ventana de la habitación. Transitó por un pasillo largo y estrecho, llegó hasta la puerta principal de la casa, y prendió la lámpara.

—¿Quién es? —Preguntó.

—Soy yo, querido… —Era Carmen, la hermana de Hermes; una mujer extremadamente flaca, desaliñada, igual de alta que su hermano

En un tono poco audible, pregunta:

—¿Estás listo?

Antonio hace un esfuerzo para escucharla. Por unos segundos, intentó discernir  el motivo de su presencia.

RIN… RIN… RIN… RIN… RIN

Miró el teléfono; la escena le era familiar, como viviendo un déjà vu. Nuevamente, sintió cómo temblaba su cuerpo; después de unos segundos, se decidió a contestar, y caminó despacio hacia una de las esquinas de la sala, hasta la mesa.

—Aló.

—¡Hola, Antonio! —Lo saludó una voz exhausta.

—¡Hola… Hermes!, ¿cómo estás?, ¿Por qué no has venido a casa? Te he esperado estos últimos días.

—¿Cómo?… Hace dos días te llamé, con el último aliento que me quedaba… ¿Te acuerdas?… ¿Te acuerdas que te dije que estaba muriendo? Me apuñalaron en el pecho varias veces, para robarme… Antonio… Antonio, ¿sigues allí? Ayúdame…—Antonio no respondió; un nudo en la garganta ahogaba su voz. Sujetó con ambas manos el teléfono y, con toda la fuerza que le quedaba, lo arrojó contra la pared.

Toc, toc, toc… De nuevo, Carmen llamó a la puerta; Antonio se encontraba tendido en el suelo, meciendo su cuerpo de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás, con la mirada perdida, sin reaccionar a su llamado. Una mano le tocó el hombro: «¡Amor, levántate!», le dijo Hermes, dando su mejor sonrisa. Antonio lo miró, secó con la manga de la camisa las lágrimas que bajaban por sus mejillas. Aferrándose al desnudo y congelado cuerpo de Hermes, se incorporó:«Ponte algo, no quiero verte más desnudo»… «Mi bata está por aquí, en algún lugar del cuarto», le dijo Antonio, apretando fuertemente sus manos. Hermes vuelve a mirarlo con aquella mirada de lástima: «Vamos, Carmen te espera… Se hace tarde para el entierro», le dijo, mientras lo sostenía con su cuerpo.

—¿Cuál entierro? —respondió Antonio, con los ojos abiertos; la sorpresa en su rostro era evidente. Carmen volvió a llamar a la puerta; Antonio abrió, la ve frente a él vestida de luto.

—¿Cómo estás? —preguntó ella, en tono compasivo.

—Bien, normal —sonrió.

—No parece, te ves igual o peor que yo…

Sin atenderla, Antonio tomó su chaqueta, para salir; permaneció un momento de pie mirando hacia la sala, mientras Carmen, algo preocupada, lo contempló calladamente. Vio a Hermes con su bata puesta, acostado en el sofá, sosteniendo una copa de vino —¡Amor, aquí te espero hasta que llegues! —Antonio cerró la puerta.

─ ¿Qué quieres hacer? ─Le dijo Antonio a Carmen, mientras la agarraba del brazo.

 

Reseña del Autor

 

Mi nombre es Débora Isabel Galindo, tengo 35 años de edad, nací en Buga Valle, y fui criada en Bogotá a partir de los 4 años. Soltera, independiente, y, amante de los gatos.

Soy Magistra en Psicología clínica con énfasis Psicoanalítico, de la Universidad Javeriana, actualmente docente de la Universidad Cooperativa de Colombia. Especialista en Creación Narrativa de la Universidad Central. Dirijo un proyecto en las cárceles Picota y Modelo titulado: “La Poesía como herramienta terapéutica” Me desempeñó como co-investigadora en la Línea de Investigación titulada: “Iniciativas Sociales de Paz en Colombia” en la Universidad Cooperativa. En el 2015, fueron publicados dos artículos científicos, el primero en la revista de Psicoanálisis titulado: “La Psicología y los grupos de trabajo, alternativa de organización de los sujetos para la paz” y en la revista de Los Libertadores, Tesis Psicológica: “Grupalidad: un camino al lado de los otros como potencial de sanación psíquica” Participé en el taller de poesía en el Fondo de Cultura Gabriel García Márquez, dirigido por el poeta Federico Diaz-Granados. Gané el tercer premio en el concurso de poesía: Nidia Erika Bautista, con el poema: “El Aroma de las Mujeres Desaparecidas” 2016.

 

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Revisó: Roger A. Sanguino (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

El banquete

La noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.  

La noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.

Era viudo desde hacía más de diez años y a raíz de aquella pérdida, su único hijo se había radicado en el exterior, no sin antes suplicarle que se marchara con él, a lo que el obstinado señor se había negado de forma contundente. El abatido joven no tuvo otra alternativa que dejarlo allí y depositar religiosamente el dinero para sus gastos mensuales.

Desde entonces, y como sucedáneo inconsciente de la felicidad perdida, el señor Strauss había comenzado a traer a su casa artículos que encontraba por la calle y que habían sido catalogados por sus antiguos dueños como inservibles.  Inicialmente, trajo un antiguo sillón con la convicción de que era posible repararlo. Luego fueron llegando otras sillas y sillones con la tapicería hecha trizas, porcelanas y jarrones rotos, muñecas descabezadas y toda suerte de juguetes inútiles, todo ello considerado por él como “recuperable”.

En seguida llegó el turno a los periódicos, revistas y cajas de cartón. Por esos días, las campañas en pro del reciclaje abundaban en los medios, así que el señor Strauss sintió que estaba contribuyendo a salvar el planeta peligrosamente amenazado. Obviamente no se le escaparon los recipientes y empaques plásticos.

Durante los primeros años de su aventura ecológica, el señor Strauss mantuvo de alguna manera el control de la situación, pero con el tiempo, la obsesión por almacenar más y más cosas se convirtió en un problema para los vecinos. Por fuera, su casa parecía una más, pero al no tener la precaución de limpiar ciertos recipientes, los roedores y moscas merodeaban a su antojo el vecindario. Esta situación le valió no pocos enfrentamientos que incluso lo llevaron ante las autoridades. No obstante, logró salir siempre bien librado, argumentando que dentro de los límites de su casa podía hacer lo que mejor le viniera.

Los años transcurrieron en ese estado de tensión. El señor Strauss iba una vez al mes a retirar su dinero y comprar víveres, sin darse cuenta que compraba mucho más de lo que consumía. A estas alturas la casa había sido ocupada por completo por una absurda profusión de artículos de toda índole, haciendo casi imposible el acceso a espacios vitales como el baño o la cocina.

Sin embargo, él parecía no caer en cuenta de la grave situación. Todo, absolutamente todo había sido literalmente invadido por montañas y montañas de basura o, como él prefería llamarlo, sus recuperaciones. Apenas si quedaban algunas pequeñas cavidades a manera de ventanas para deslizarse de una estancia a otra. El antiguo sillón, primer testigo de la debacle, servía a su vez de cama, sala y comedor y como la ducha había sido ocupada por columnas de diarios viejos, el señor Strauss había olvidado la costumbre del agua y el jabón.

Esa noche, cuando pudo regresar por fin a la somera comodidad del sillón, luego de haber sorteado toda clase de obstáculos para servirse un poco de leche y de haber ahuyentado las ratas que convivían con él a sus anchas, sintió como si la casa hubiese sido arrancada de sus cimientos por una fuerza inconcebible: una brecha de casi un metro de ancho por cinco de profundidad dividió lo que antes fueron las áreas comunes, de las habitaciones. Hipnotizado, entreveía a través de la polvareda el correr de las ratas desorientadas que chocaban entre sí. Un segundo estruendo lo sumió en una oscuridad compacta. Desde fuera llegaban voces plañideras mezcladas con llanto de infantes y aullidos caninos. Se sintió mareado. Se aferró fuertemente al sillón tratando de sobreponerse al aturdimiento. Entonces permaneció allí, estremecido de frío e impotencia.

Pero si la noche había sido trágica, la mañana que no esconde nada dejo ver el desastre en toda su magnitud. El señor Strauss lanzó un grito de angustia al ver que parte de su casa había desaparecido por entre la grieta que creció asombrosamente al amparo de la oscuridad. Se incorporó como pudo y se dirigió a la calle abarrotada de escombros.  Para qué describir un paisaje tan escabroso. Basta con decir que el terremoto había arrasado la población a la que el sueño había hecho aún más vulnerable, y que los pocos sobrevivientes volcaban ahora toda sus esperanzas en los rescatistas y sabuesos.

Pese a la desgracia, el señor Strauss ostentaba una felicidad insultante para quienes lo vieron escavar con uñas y dientes aquí y allá con tanta  insistencia y tenacidad. Lo vieron apartar, sin ningún asomo de vergüenza o respeto, extremidades humanas que se interponían entre él y algún objeto material de su agrado. Lo vieron llevar hasta su casa derruida, que irónicamente resultó menos afectada que las demás, muchas de las pertenencias de los difuntos. Lo oyeron decir, ya en el colmo del paroxismo, que aquello era un verdadero banquete.

*****************************************

Días después, el hijo del señor Strauss llegó al lugar casi desierto y se encontró con dos versiones sobre la muerte de su padre: una, que había fallecido sepultado por la basura acumulada en su casa y otra, que había salido ileso del terremoto, más no así del linchamiento.

 

Por, Marisella Zamora

Reseña del Autor

 

Marisella Zamora. Bogotá, 1977. Escritora en formación empírica y constante. Amante de la lluvia, los árboles, el verde y el gris. Atesoro la soledad que muchos rehúyen, aunque traiga consigo su espantoso silencio.

 

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Revisó: Roger A. (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

 

El texto muestra una escritora ahí detrás, ¡la calidad es innegable!

El texto cautiva, invita a leer más de la obra de la mujer, es un cuento construido con simplicidad y no hay nada más complicado que escribir así, denota un excelente manejo del lenguaje y de los recursos literarios.

La historia del señor Strauss además de ser escrita con elegancia tiene el tamaño adecuado para contarla (pero en lo personal hubiera querido leer más), sin duda no sólo intenta contar una historia, efectivamente lo hace.

Creo que este es el tipo de literatura que siempre deleita leer y claro que la invitaría a que siga enviando textos, en lo personal será un placer leerlos.