«Te amo, eres la mejor del mundo», posteó Luisa de nuevo. Ya había acumulado siete corazones
Mosquera, Cundinamarca, Colombia)
Por, Wilmar Montoya
Probablemente era el domingo más especial del año. Luisa recibió a las 8:17 minutos de la mañana el desayuno que traía un ligero golpe en la presentación. El mensajero se excusó por llegar tarde, pero el tráfico estaba imposible; había intentado llegar a las 7:00, pero no alcanzó. Laura tomó el paquete en la mesa y lo ajustó, el desperfecto no se veía. Una, dos, tres. Listo. Le subía el desayuno a Martha y se lo entregaba. Le decía cuán importante era en su vida, y le entregaba el desayuno. Cuatro, cinco, seis, siete. Hermosa.
Martha se quedaba tomando el desayuno, o lo que podía. EL yogur no se lo podía tomar, y ninguna de las frutas le caía bien. Luisa bajaba, y se preparaba su desayuno favorito, era un día especial. Escribía un mensaje emotivo, lleno de amor, las fotos del desayuno acompañaban ese mensaje tan especial que más de uno lloraría al leer. Luisa lo subió en sus redes sociales. De las pocas personas que lo vio hasta el lunes por primera vez fue Martha, siempre se mantuvo al margen. Luisa y Martha se alistaron. Muy en punto estaban tan lindas como podían, se ayudaban como pocas veces a vestirse juntas y quedaron muy satisfechas. Ocho, nueve, diez, once, doce, estaban divinas. «Te amo, eres la mejor del mundo», posteó Luisa de nuevo. Ya había acumulado siete corazones.
El tráfico era infernal. No avanzaba. Las flores de mil colores abundaban, el olor les llegaba hasta la nariz, los vendedores ambulantes no daban tregua. Las ventanas arriba y el bochorno lo complicaba todo. «¿Este imbécil creerá que pitando le saldrán alas?» Laura aprovechaba y tuiteaba. Trece. Tráfico de mierda. Faltaban 10 minutos para que llegar a la hora de la reserva. Miraba la hora en el celular y encontraba 15 corazones. Sonreía. !Piii! !piiiiiii! pitó el del carro de atrás, el tráfico se movía tres metros y ella no avanzaba. Martha tuvo todo ese día siempre una sonrisa pintada en su rostro. Agradecía siempre esos espacios y los atesoraba.
Llegaron justo a tiempo. El restaurante tenía unos ventanales gigantes, la luz que entraba iluminaba todos los colores del lugar. Había espejos por todo lugar. Un sinfín de objetos que fotografiar. “Instagrameable”, pidió el dueño cuando lo mandó a hacer. El lugar estaba lleno a más no poder. Quedaron en una mesa divina. Catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte. Fantástico, formidable. El pedido tomó una eternidad en llegar. Martha, acostumbrada a tener el almuerzo a su hora exacta, ya estaba impaciente. La comida llego tarde y fría, pero linda para la foto. Pelear ese día era un sinsentido. Martha esperó pacientemente. Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro. ¡Ya! Tenían mucha hambre.
No terminaron de comer cuando sintieron la presión por desocupar el lugar. Luisa iba a salir esa noche y ya iba tarde. Todo se había demorado más de lo normal, no tenía mucho margen. Los pasillos del centro comercial no daban abasto, moverse con rapidez implicaba estrujar y ser estrujado. Salir del centro comercial era un absurdo. Un tráfico monumental se acompañaba de la peor manera posible con el ruido estridente de los motores y las sirenas de los carros. Las paredes del sótano rebotaban los sonidos de manera inclemente y la instancia ahí se hacía insufrible. Duraron en ese infierno 15 largos minutos. Veinticinco, veintiséis, las últimas dos fotos antes de que el celular se descargara. Los semáforos tenían las mismas rosas de la mañana, su esplendor había conocido mejores momentos, pero no perdían el ímpetu, seguían llegando hasta la nariz de Luisa en cada semáforo. El fastidio ya se hacía evidente en su cara. De fondo ya solo sonaba la emisora, la quietud extrema del tráfico le permitía a Luisa tener largos espacios en el celular. 30 corazones. Martha siempre conservaba la sonrisa de agradecimiento.
Al final quedaron incrustadas en un tráfico de cuatro horas. Luisa perdió su cita y su celular se descargó antes llegar a la mitad del trayecto. Emitió una cantidad significativa de “hijueputas” en tono elevado y “qué gonorrea” entre muelas. Cuando los vendedores ambulantes invadieron todo el espacio, de ese tamaño era el trancón, Luisa compró una Coca Cola y un agua; se enteró de que tres cuadras arriba dos primos se pelearon a cuchillo y se mataron mutuamente. Todavía estaban esperando que llegaran a hacer el levantamiento. Atrás se estrellaron tres carros y los dueños se dieron en la jeta, por eso no se movía en ninguna dirección. Pero la vendedora dijo que eso era lo normal, todos los años este día es así, al fin y al cabo, es el día más violento del año: el Día de la Madre.
Sobre Wilmar

Soy Wilmar Montoya y transito la edad media creyendo siempre superarla. Considero demasiado pretensioso escribir algo nuevo en el mundo en el que ya todo está escrito y por las mejores plumas. Un completo sinsentido, como esta sociedad.
Por eso, por medio de las letras, intento encontrar un espacio que habitar, un lugar para no ser en un tiempo que no llegará. La transición continua me impide describirme. En este mundo de vértigo donde todo cambia para quedar igual, hay una sensación de completo desconcierto.
Que las letras que escribo sirvan entender cómo veo el mundo y así, de pronto, encontrarme en él. Ya no soy lo que era ayer, hoy no me reconozco y para mañana falta mucho tiempo.