La citó en el parque, cuando la llamó para decírselo, su voz era diferente, lejana, indiferente, como si le estuviera hablando a cualquier otra persona, no a la mujer que amaba. Un escalofrío punzante le recorrió la espalda haciéndola erizar. Un peso oscuro se le sentó en el pecho, una inquietud insana le empezó a crecer en las vísceras. El resto de la tarde fue interminable, el bichito de la preocupación le dañó los pensamientos y su mente empezó a tejer especulaciones catastróficas que le alteraron el pulso y la digestión. El estómago le saltó a la garganta y fue a dar al inodoro todo el almuerzo. Se declaró oficialmente indispuesta y abandonó el trabajo dos horas antes de lo habitual.
Por, Nubia Marcela Linares Gómez
Puso la cabeza en la almohada con toda la intención de dormir, pero los ojos se negaban a permanecer cerrados, los sentía secos, le ardían al parpadear; notó su respiración agitada, superficial, como si en vez de estar tumbada en la cama, se hallase corriendo una maratón. Un hormigueo desagradable le quemaba los brazos y las piernas, era como si la picaran con diez mil alfileres al tiempo. Le hastió el lecho, tuvo que levantarse y caminar en círculos obstinados en la alcoba y, luego, en la sala y la cocina. Así pasó su noche de suicida intranquilidad.
Un beso felino la despertó, era Calima que ya tenía hambre. No supo precisar en qué momento se quedo dormida, todo parecía confuso esa mañana. La cabeza le daba vueltas y los ojos le querían saltar de las cuencas. Trató de incorporarse y sentarse, pero pudo más el lastre de la vigilia reciente. Así que se quedó allí, echada boca arriba, contemplando el cielo raso verde, mustia y lívida, como un cadáver. Calima le saltó al vientre y la miró desafiante, caminó por su torso con esa cadencia gatuna que infunde respeto y le maulló con rabia exigiéndole el alimento, luego, la besó en los labios y se acostó sobre su cuello, parecía observarla detenidamente, con ese garbo inexplicable de los gatos que termina humillando.
Y entonces, con qué quieres comer, dijo susurrando y acariciando al gato en la cabeza con el índice encorvado. Se levantó ya más repuesta y con Calima rozándole las piernas. Cuando vio su cara demacrada en el espejo del baño, no se reconoció. Las huellas de la mala noche se le dibujaban violentas en el rostro que se tensó en un rictus impasible de demente pánico. Recordó la cita en el parque, una punzada helada la atravesó. Volvió con fuerza la impredecible sensación de angustia que la acompañó las últimas horas. Un presentimiento negro le sacudió el alma inyectándole una enorme dosis de fatal tristeza.
Sentía que caminaba rápido, pero las piernas le temblaban, trastabillaba. Estaba envuelta en la dualidad de querer y no querer llegar a su destino. Ansiaba verlo, pero, al mismo tiempo, algo muy adentro le decía que sería la última vez. Un gusto salado le agriaba la garganta, el deseo abrupto de llorar era muy difícil de dominar.
Él ya había llegado, la esperaba sentado en una banca del parque, muy serio, con el semblante opaco y los ojos vacios. Cuando la vio se levantó y caminó hacia ella, no parecía nervioso ni alterado, más bien tranquilo y apacible en su papel de verdugo.
No la besó en los labios sino en la mejilla y su ceño se frunció levemente cuando ella le mostró con un gesto su extrañeza. La tomó del brazo con suavidad y la condujo hacia la banca donde otrora la aguardaba, con un ademán la invitó a sentarse junto a él.
A lo lejos, eran una pareja más que se reunía en un parque un sábado a la mañana. Ella lo miraba con los ojos tan abiertos como un par de huevos fritos, él le hablaba evitando el contacto visual. Ella empezó a llorar desenfrenada y se tapaba el rostro con ambas manos, doblaba el cuerpo, era notable su dolor; él trató de abrazarla pero se arrepintió y más bien se alejó al otro extremo de la banca cuando se percató de las consecuencias de su acción. Ahora se veía perturbado, alterado. Ella reprochaba, inquiría, suplicaba; él miraba al suelo, al cielo, se frotaba las manos y callaba. Así estuvieron como por dos horas. Ella exhausta de llorar parecía desvanecerse marchita de aflicción; él harto de la situación sólo optó por tomarle las manos y besarlas, para luego largarse y dejarla chapuceando en un charco salado y amargo, ahíto de desolación.
Reseña del autor:
Mi nombre es Nubia Marcela Linares Gómez. Nacida en Bogotá un 20 de junio. La literatura siempre ha estado presente en mi vida aunque de una forma tácita e intermitente. Disfruté al máximo las clases de literatura en el colegio y mi escritura de poemas y cuentos fue elogiada por mi profesora quien visualizó en mí a una futura escritora. Sin embargo, el destino y los acontecimientos de la vida me desviaron de ese camino y termine estudiando una carrera totalmente opuesta y lejana de la creación literaria, lo que ahora lamento profundamente.
Por muchos años mi conexión con las letras se limitó a escribir uno que otro poema para ayudar a mis hermanos en sus tareas escolares o a leer por momentos los libros de Garcia Márquez, Saramago o Neruda. Hace un tiempo me enamoré y la mejor forma que encontré de cortejar a esa persona especial fue dedicándole poemas de mi autoría, arriesgándome a que me tildara de cursi. Por el contrario, le gustaron y hasta vio en mi cierto talento que, me dijo, tenía que aprovechar y desarrollar. Su apoyo y estimulo hicieron que mi relación con la literatura resurgiera con fuerza. Ahora leo mucho y escribo cada vez más seguido aunque soy consciente de las falencias que tengo y deseo mejorar, que alguien me guie y corrija. Redescubrí mi amor por la literatura y quiero aportar a este arte. Sé, nunca es tarde.
Imagen tomada de internet: madredemarte.wordpress.com