Solitaria y Callada

Quizás pretendía que imaginara esa misma noche sin ella, y, entonces, no la dejara escapar.

Por, Andrés Angulo Linares

Allí estaba ella, sobre mi cama, sentada en forma de flor de loto, con sus medias de peluche azules pastel, descansando sobre sus piernas: El Perfume de Patrick Süskind. Allí estaba ella, sobre mi lecho, con sus gafas, con su pelo suelto, y esa seriedad intelectual que simplemente me enloquecía.

Un fantasma, ella y yo

El humo del cigarrillo teñía la alcoba de color gris y dejaba un leve olor a Canterville, el bar donde la noche anterior nos tomábamos unas copas, mientras la poesía, la música, la melancolía, la depresión, el tabaco y la cerveza nos envolvían y nos tragaban lentamente en esa ciudad de duendes, en esa ciudad de alienígenas.

Le conté de mis historias en ‘Canter’, de las veces que sus mesas me vieron escribir y me vieron llorar; de los fugaces episodios que me hicieron reír; de las muchas conversaciones que sostenía con Gustavo sobre música, Joaquín Sabina, mujeres, poesía y de… Joaquín Sabina.

Acaricié su rostro muchas veces, dejaba resbalar mis dedos por sus mejillas rosadas y terminaba en sus labios rojos. La besé una y otra vez. Eran sus besos el preludio y el ocaso  de cada una de las historias que con furor y melancolía le narraba con la certeza implícita que al final de ellas iba a encontrar nuevamente su boca. Esa noche, en ese bar, jugamos a ser desconocidos, jugamos a ser amantes, jugamos a ser bohemios y perdidos.

Canterville era quizás el lugar más detenido en el tiempo que Jamás había conocido, las viejas y deterioradas mesas con olor a cenicero invitaban a un cigarrillo y a un trago. Las sillas, no menos maltratadas, incitaban a sentarse y a esperar con calma a que simplemente nada ocurriera. Músicos ebrios, poetas suicidas, juglares urbanos con sus ropas harapientas que hacían homenaje a una época que no conocieron.

Una máquina de coser Singer de los años 80, un refrigerador rojo tal vez de los 50, una grabadora negra conectada a tres pequeños altavoces, una barra de madera rayada y que al parecer era el objeto perfecto para apagar los cigarrillos, una improvisada tarima, unas cuantas pinturas abstractas, muchos objetos de cobre, un retrato de Gustavo con Joaquín Sabina, y escrito  en la pared, un trozo de amargura:

“Me sentaba mirando al cielo, me tomaba el café de mi odio y me volvía viejo mascando el pan de no tener a nadie viéndome, viéndome morir”.

Desde que decidió colgar su cuerpo en el baño del bar jamás había sentido tan vivo a Gustavo. Esa noche su fantasma vigilaba taciturno desde la barra cada una de las mesas, casi que lo podía ver sonriendo mientras conversaba animadamente con Laura, Joseph y Julián; con Martin, Juliana y Andrés; conmigo, con ella y Pedro. No importaba, igual eran tres sillas, tres cervezas, tres cigarrillos, tres tristes solitarios.

La noche empezó a decaer rápidamente y después de la media noche, ‘Canter’ya parecía un anfiteatro de almas rebeldes, delirantes y anónimas. Definitivamente era un lugar para tristezas, para crímenes de amor; para escribir con sangre y licor monólogos inmolados, poemas de odio y muerte; definitivamente, para recordar a una mujer.

La noche afuera, aunque fría, se veía mucho más agradable, y sin terminar las bebidas nos tomamos de la mano y decidimos huir de ese panteón donde deambulaba un espectro, cuyo recuerdo sumergía a sus asistentes en una arena de odio y depresión, y en el que se rendía culto a un fantasma, al Fantasma de Canterville. 

La luna, ella y yo

Caminamos por el parque central, se sentó en una silla de madera y me invitó a recostarme sobre sus piernas, tal vez esperaba que simplemente contemplara la magia de esa fría noche o quizás pretendía que imaginara esa misma noche sin ella, y, entonces, no la dejara escapar. Mientras observaba su rostro a contraluz sentí –por alguna razón– que mi espíritu vagabundo me pedía a gritos quietud, que no vagara más, que el nómada por fin había encontrado su territorio. Perdido en la comodidad de su regazo, sentí la tranquilidad y la paz que hasta ese día habían sido desterradas por el caos y la confusión.

La grande luna, inmóvil, aguardaba callada y nos ofrecía complicidad y silencio. Mis dedos se entretenían con la belleza juvenil de su rostro mientras me observaba, recorrieron sus cejas pobladas, bajaron lentamente por sus mejillas rosadas, buscaron sus labios rojos y finalmente descifraron el mensaje escondido de su boca. 

Sus senos, ella y yo

Allí estaba ella, sobre mi cama, sentada en forma de flor de loto. Allí estaba ella, sobre mi lecho, con sus gafas, con su pelo suelto y su desnudez.

Allí estaba yo, en frente de ella. Absorto me limité a observarla. Vi en sus ojos sus luchas, sus dudas, sus demonios. Vi el deseo, vi el pecado, vi a la mujer.

Sus senos pequeños, redondos y rosados, excitados pedían a gritos caricias, besos y sexo. Yo que llevaba largo tiempo sumergido en la soledad y en viciosos monólogos amorosos, desfogué en ella toda mi necesidad, toda mi fuerza, todo mi deseo.

Ella logró en ese instante hacerse dueña de mis pensamientos, de mis sentidos, de mi pasado, de mi cuerpo. Como dos locos hicimos de la cama un concierto saturado de abrazos, de sudor, de respiraciones agitadas, de ansiedad, de gemidos y de orgasmos.

Jamás había sentido tanta furia y miedo a la vez, la acaricié tantas veces que mis manos todavía preservan su aroma y pretenden tocarla. La besé tantas veces que todavía mis labios sienten la humedad de los suyos y sueñan con besarla. La admiré tantas veces que todavía me parece verla allí, sentada sobre mi cama. La esperé tantos años, que cuando llegó, ya estaba muy cansado para retenerla. 

Yo…

Solo en estas cuatro paredes, detrás de una botella y refugiado en un cigarrillo, la recuerdo con su pelo suelto, con sus gafas y con esa seriedad intelectual que solo ella tenía.

Allí solía estar ella, sobre mi cama, sentada en forma de flor de loto, solitaria y callada, con sus medias de peluche azules pastel.

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