Llevo semanas pensando en una palabra. Pensando tanto en ella y tan profundo hasta agotar sus imágenes y fulminar su significado. Lo he hecho por gusto y como experimento para escribir esta columna. La palabra es PAZ.
La he repetido mientras realizo mis cotidianidades. Retumba en mi cabeza como un mantra que pierde sentido. Me he contaminado bruscamente y a propósito para perder todas las representaciones concebidas y darle un nuevo sentido. La misión es crear mi propia versión de lo que es la paz. A mi modo. Lidiar con el proceso adentro mío.
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Despierto a tiempo. Intento llegar a tiempo, calculo mal y el trancón más largo del mundo aparece con vehemencia, cierro los ojos y digo: “paz”. El hombre que maneja el autobús grita fuerte para que su pasajero, que está colgado de la puerta envíe el dinero que corresponde por transportarlo. Grita, grita fuerte, frena, frena fuerte, arranca, arranca fuerte, frunce el ceño, sigue manejando y digo: “paz”.
Intermitentemente el televisor aparece en ciertos puntos de la historia citadina (esta experimental de repeticiones) y en temporada mundialista es más frecuente su encendido, pantallitas gritando gol, pantallitas escupiendo las noticias… la bomba del CAI, las manifestaciones en Brasil, el mordisco de Suárez, la muerte por celebrar el triunfo de Colombia, el estadio lleno, la calle sucia luego del gol, las vuvuzelas en unísono, el corazón vivo y la mano en el bolsillo del celular. Luego, la palabra: “paz”.
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He dicho paz mientras me baño, cuando bajo las escaleras, cuando subo por el ascensor, mientras ceno con mis amigos, cuando escucho la canción que más me gusta, mientras camino, tomo cerveza, las veces que escribo, durante las reuniones aburridas, en las conversaciones más triviales, durante los partidos más emocionantes, mientras doy besos en mejillas y bocas, en mis clases, mientras pago, cuando espero, en los momentos más aterradores, en las madrugadas escandalosas, las noches apacibles, las lecturas increíbles, los momentos más calmados y en la ira más incontrolable.
Puedo decir con toda fe que la palabra paz, hoy me hastía, como esa vez en que desayuné lo mismo por un mes, aquella vez que escuché esa canción todos los días por semanas enteras, igual que el fastidio por ese sabor de helado que comí hasta hacer repugnante su olor.
Me hastía como la persona que durante 23 años ha hecho lo mismo en su trabajo, ha recorrido las mismas calles y ha aguantado la presión de repetirse a diario. Como el encarcelado que odia su celda y el secuestrado que marca sus días de cautiverio en un trozo de madera. Insoportable escuchar esa palabra adentro mío, repetir el sonido que tiene en todas las emisoras y sentir el mismo movimiento de labios, verlo y comprender la repugnancia de alguien que repite sin la más mínima idea de lo que habla.
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No ha sido un experimento entrañable, pero ha sido una versión intima de lo que sucede en esta masa amorfa que llamamos pueblo, sentimos todos quizá el agotamiento de un inalcanzable, la verdad de un imposible que parece lejano y esa palabra ya no nos da sensaciones de esperanza, sino de hastío, de tanto hablar de ella ha sido manoseada.
Cualquiera puede usarla y acomodarla a su forma, aprovecharse e incriminar con ella, botarla al suelo, recogerla como un símbolo de alianza. La paloma herida, las manos ensangrentadas, las imágenes comunes, las muertes lentas, esa agonía de esperar algo que viene de adentro y que es mejor no pronunciar sino ir haciendo desde la calma de la habitación, hasta la lucha en esta selva de cemento.
Yulieth Mora
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