Por, Olugna
Prendió fuego a la biblioteca, 236 libros convertidos en cenizas. No funcionó.
Se dirigió luego al anaquel donde tenía organizados todos sus discos, con la calma de un psicópata, les roció gasolina y les prendió fuego. Tampoco funcionó.
Desesperado, corrió a su habitación. Debajo de su cama buscó esa caja de Pandora en la que guardó una a una las cartas que algún día ella le escribió, les dio una última lectura como ritual de despedida, les prendió fuego, las vio consumirse por las llamas. Sonrió. Pensó que había logrado su propósito. Qué iluso, tampoco funcionó.
En su mesa de noche guardaba cientos de fotografías, en ellas reposaban las imágenes de los viajes, de las fiestas, de algunos momentos íntimos; cada una era una puerta hacia una historia vivida con ella: la sonrisa que se dibujó en el rostro de ambos con su primer café; el día que ella bailó un Rock ‘n’ roll para él; la felicidad que sintieron cuando en una noche de lluvia se entregaron al vino en aquella casa. Todas las historias, una a una, pasaron por su mente. Tomó su encendedor y a medida que observaba cada foto, las incendiaba. No funcionó.
Abrió el closet. En él estaba la camisa que a ella tanto le gustaba verle puesta. Recordó con furia aquellos instantes, sintió que odiaba aquella prenda; en ese instante, no era más que un trapo. Sin pensarlo la quemó. Encendió la grabadora, en la bandeja trataba de esconderse el último disco, la banda sonora estaba presta a ser reproducida. Cada canción lo transportó a un momento específico, cada acorde era una sonrisa; ahora, cada una era una lágrima. Siguió quemando cosas, no había remedio, todo era inútil.
No había más opción, pensó. Llamó a Silvio, el gato criollo que ella, hacía un poco más de un año, le había regalado en su cumpleaños; lo había visto abandonado en la calle y lo recogió, tenía apenas unas semanas de nacido. Era gris, era blanco, era negro. Empezó a llamarlo, no lo encontró. El animal había escapado por una ventana cuando la biblioteca empezó a consumirse por las llamas.
―¡Maldito seas, gato traidor! ―Gritó.
Pensó que por aquella ventana también había huido, junto con Silvio, su última salida.
La última canción empezó a sonar, la danza estaba próxima a terminar y aún no lo había logrado. Ya no quedaba nada, pero todo recuerdo seguía intacto. Se sentó en la silla de madera, la misma en la que dos semanas atrás había hecho el amor con ella. Suspiró.
Resignado regó el medio galón de gasolina que había comprado en la estación. No se había percatado que llevaba más de dos horas llorando sin parar. La piedra del encendedor rojo rodó y las llamas empezaron a tragárselo lentamente. Se retorció durante cinco o seis minutos. Las llamas consumieron la alfombra, el sofá, las lámparas y todo lo que se encontraba en aquella casa ubicada a las afueras de la ciudad. No funcionó. Mientras su cuerpo ardía y él se descocía de dolor, corrió hacia la puerta y allí se desplomó. No consiguió, tampoco, alejar su recuerdo.
Seis horas más tarde los bomberos se hicieron cargo de la situación. No había caso, de la vieja casa y de todo lo que en su interior se encontraba. No quedaba nada, solo cenizas negras.
En el lugar donde estaba ubicada la puerta, una joven sostenía sobre sus piernas un gato que minutos atrás estaba escarbando las cenizas de lo poco que quedó del cuerpo del escritor.