No fue una decisión fácil, lo acepto. Me costó meses de intranquilidad. Adquirir un hábito representa dificultad, mucho más, cuando se realiza de manera consciente. La meta: sacar el televisor de mi habitación.
Darse cuenta
La primera vez que sentí la necesidad de deshacerme de la ‘caja mágica’ (que con el tiempo ha dejado de serlo para convertirse en una suerte de tabla) sucedió una tarde cuando me vi sometida a un acto de humillación. Llegué al apartamento, me quité la chaqueta, los zapatos, y automáticamente me dispuse a encender el televisor que siempre me acompañó. Por desgracia, el control no aparecía y, la verdad, levantarme hasta el modo manual no representaba dificultad sino pereza.
El silencio se había instalado en casa. Sin comerciales, sin noticias de última hora, sin el innecesario ‘zapping’, sin la novela mexicana desgastando el castellano, sin el eterno comercial. Bastaron un par de minutos para que el silencio se apoderara de todo.
El resultado: me aburrí. No lo soporté. Tuve que someterme a buscar el control en ‘cuatro patas’ por toda la habitación. En un acto de fe, lo encontré debajo de la almohada. No demoré en entender la conciencia de una dependencia tan vana.
Tomar la decisión
Fueron varias las causas que me llevaron a hacerlo. Una de ellas, ver a la gente sedienta del control, verlos con el afán de que ese aparato les diga algo que muchas veces no se entiende bien, moralejas que se hacen borrosas por los filtros mercantiles que hay en cada emisión. También darme cuenta de que el susurro de un dispositivo que se habla a sí mismo y se responde sobre ‘prepagos’, masacres o noticias increíbles era la única forma de quedarse entre dormida. No era sano. No descansaba bien.
Trasnochaba por ver el seguimiento de novelas eternas, escenas bullosas, imágenes que lo dicen todo a la hora en que no debería decirse nada. A mi edad me había fastidiado de perder el tiempo tan descaradamente.
No voy a hablar de gustos porque es precisamente de eso de lo que no se trata este artículo. No todo puede ser aburrido. Es una de las tres funciones que tiene la televisión: entretener. Las otras, educar e informar. Usted verá en qué orden las prefiere. Ese tipo de decisiones las toma cada uno.
Un día me cansé y como un ritual, un acto de desprendimiento, lo expulsé de mi habitación, lo puse en la sala como un castigo merecido, en un lugar de la casa que no tenía valor, le dejé tirado en un rincón. Me hice el propósito de no encenderlo por un acto de amor conmigo misma. No conectarlo era el primer paso. Desconectarme también a mí, tomar la información noticiosa que me interesara solo por radio o prensa. Si lo lograba descansaría más, aumentaría mis horas creativas.
Resultado de la operación: tres días después estaba recogiendo el televisor del suelo. Otra humillación y un golpe seco en el estómago.
Una derrota
¿Dónde estaban mi fuerza de voluntad, mi disciplina, mi sensatez, mi manera de tomar las decisiones firmes?
-Recaí, como lo hace un drogadicto.
Sin embargo, seguí dando vueltas al asunto. Me preguntaba por qué la televisión se había metido en mi intimidad, casi entre las sabanas. Esa luz estaba siempre encendida y no daba espacio a la oscuridad, la reflexión, la calma simple de recostarse en la cama y detenerse un momento a mirar el techo para encontrar figuritas, en cambio, sí estaba para vivir al ritmo de los comerciales con los jingles grabados en la memoria. Sentí que necesitaba desacelerarme, paradójicamente, de manera rápida.
Tomé la decisión otra vez. De nuevo el televisor a la sala. Otra vez la intención de tener una vida alejada de contenidos que no sentía me colaboraran en nada, algo que solo veía por la rutina de que llegara la hora de ver la pantalla. Esas horas desgastadas del Prime Time.
No quería suprimirla del todo, porque me encanta el cine y otras cosas, lo que quería era dejar de verla de manera excesiva. Lo que realmente quería era elegir qué ver, no ser automática y no trasnochar por el arrullo de las actrices famosas o ‘a punta de bala’.
Cinco días después…
Cinco días después el televisor seguía en la sala. Me ocupé en otras tareas. Gané tiempo cada noche, dejé de seguir series. Le quité el castigo al televisor, lo puse en la sala de la casa. Me volví selectiva, si quería ver algún programa buscaba el horario por Internet, me ponía una cita con el sillón y el televisor, la cumplía y me iba. Reduje mis horas de quietud, dejé de ver la vida en pantalla chica, a sentirla en la calle, en las conversaciones con las personas, a buscarla en los libros, a escribirla también.
Empecé a ver las cosas distintas. Me di cuenta de algo que puede ser trivial pero resulta sumamente importante. El televisor estaba en la mayoría de lugares que frecuentaba, en los centros comerciales, la universidad, las cafeterías, los bancos, los restaurantes, las salas de espera, algunas aulas de clase, etc. Se salvaban los parques, las bibliotecas, las iglesias y una que otra calle.
Sí, en todas partes, así que solo quedaba preguntarme ¿para qué diablos quería que estuviera en mi habitación, en la intimidad de cada mañana? Era irracional.
El televisor nunca ha vuelto a entrar, lo recuerdo siempre como un acto de resistencia, de amor conmigo, una mínima revolución que me hace feliz. Ahora, cuando las personas que visitan mi apartamento se acercan a mi habitación o cuando comento con un par de amigos, sobre lo que para mí fue un proceso de emancipación, se extrañan. Les parece increíble que no tenga televisor en mi habitación, no logran comprender el raro silencio que hay en ella para ir a dormir. Y muchos, casi la mayoría, se asombran diciendo: “yo sin televisión no podría vivir, mucho menos dormir” cuando lo cierto es que sí.
No se trata de exterminarla, de lo que se trata es de erradicarla como una necesidad de compañía.
Yulieth Mora
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