(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
Unos vagos y débiles destellos de luz de luna atravesaban el cristal de la ventana que yacía velada ante mí, velada y vetusta por el polvo y la mugre acumulada durante mucho tiempo; semanas… tal vez meses, no podía recordarlo con claridad; sería tal vez el mismo tiempo que las flores sembradas alrededor del marco de la buhardilla habían muerto, a causa del descuido y los olvidos propios de una mente cansada y harta de todo.
Unos vagos y débiles destellos de luz eran todo lo que pasaba y se venían a posar sobre mis manos, sobre el frasco con tinta fresca y la pluma que reposaba cansina sobre una hoja de papel ajado y doblado cerca de mis manos. Unos vagos y débiles destellos que a duras penas ayudados por la danzarina luz de las velas marcaba la silueta de mi cuerpo ya enjuto y muy delgado; víctima de los desvelos y la desazón de alguna misteriosa enfermedad que día a día no hacía sino horadar mi salud y menguar mis fuerzas. Mi rostro antaño fuerte, anguloso y varonil… no era en este momento más que una mueca delirante con los pómulos muy marcados y los ojos hundidos en las cuencas de un cráneo forrado de piel y cabello ralo…
Mis ojos, perdidos en la mugre de la ventana, se fascinaban con la aciaga función del viento que sacudía las ramas de los árboles enfermos, que parecían hacer guardia frente al pantano, adornado por los fuegos fatuos que de cuando en cuando, recordaban la hediondez de aquel lugar infestado de alimañas y gases venenosos; minado de agujeros invisibles a los ojos de los incautos y trampas de arenas movedizas en las que quizá… reposaran los restos de algún viajero o ciervo desorientado por la fetidez de aquel lugar maldito.
El paisaje que alcanzaba a ver con los ojos ardorosos y cansados, era triste, como la estampa misma de la estancia, de mi cara, de mi cuerpo; los suspiros y resuellos que escapaban de mi boca, hacían doler mi pecho… era claro que el cuerpo que otrora fuera la imagen del vigor, no resistiría mucho tiempo más.
Las velas se consumían con una lentitud desesperante y la luna en el cielo parecía detenerse con saña y cruel diversión, para alargar la noche lo más posible… alargarla hasta los límites que rayan la demencia. La miraba con desprecio, casi con odio… al igual que al resto de la creación que reposaba bajo su luz… en los campos y aldeas lejanas; donde la gente vive sin vivir y se abandona al paso de los días en la rutina más abyecta e insulsa.
Las velas se consumían con la misma lentitud y tal vez deleite que la enfermedad que ahora me aquejaba y se alimentaba de mi carne y de mis huesos. No tenía la fuerza suficiente para apretar el puño y levantarlo al aire, no tenía la fuerza suficiente para maldecir a cuanto dios antiguo adoraran las gentes de estas tierras y tal vez fueran a su vez los artífices de mi caída y mi desgracia.
No quedaba mucha fuerza más en mi cuerpo que la necesaria para un último acto; quizá de valentía o de extrema cobardía; quizá de amor y misericordia hacia mí mismo… la vieja pistola de chispa estaba cargada con pólvora negra y algunos perdigones de plata…
Sólo esperaba a que llegara la mañana, para abrir las ventanas y con los primeros brillos del alba y las exhalaciones purulentas del pantano entrando a través de esa abertura de forma romboide; acunado por los cantos de los chotacabras, poner fin a mi desdicha y mi desgracia; de todos modos… no había más asuntos pendientes; los tiempos de alquimias y búsquedas de curas milagrosas y de prodigios más allá de la comprensión de cualquier mente medianamente instruida habían terminado; los viajes en tren atravesando un país tras otro, no eran más que recuerdos muy vagos y borrosos en mi mente… el sabor del brandy y el vino tinto, me eran completamente desconocidos ahora; definitivamente, no había más asuntos pendientes, mi tiempo había terminado. La carta con las razones de mi último acto, reposaba en la mesa…
Así que ahora sólo me restaba esperar bajo la mirada terrible y cómplice de un cárabo taciturno que hacía guardia posado en un sauce nudoso plantado frente a la casa… el mecanismo del reloj de pared y las ratas royendo furiosas entre las paredes eran lo único que hacía ruido dentro de la casa… el olor añejo de mis libros mohosos en la estantería, la humedad de las paredes, las frutas podridas y la pólvora, eran el único perfume que invadía la estancia.
Los gallos comenzaron a cantar dos horas antes, parecían ansiosos, nerviosos… a lo mejor algo les decía que me urgía ver el amanecer, quizá algo les decía que se apresuraran a traer al viejo sol desde el otro lado del mundo… quizá, querían ayudarme o quizá la poca cordura que me quedaba se había agotado.
Finalmente, los primeros destellos del sol, pintaron de púrpura y verde las nubes sobre el pantano; finalmente los gallos con su canto hicieron callar a los chotacabras, hicieron marchar al cárabo y les dijeron a las ratas que era hora de dormir. Finalmente, el fulgor de la mañana invadió la estancia, me cegó por algunos segundos y me dejó claro que era hora de decir adiós, aunque no hubiera realmente a quién decirle algo.
Con una mano firme, haciendo acopio de toda la fuerza existente en mi cuerpo enfermo, tomé la pistola y la acerqué a mi sien… cerré los ojos y aspiré una última bocanada de aire infecto para sostenerla en mis viejos pulmones. Con la exhalación, vino la chispa… y con ésta, la detonación que liberó los perdigones fugaces hacia mi cabeza.
Ya no había vuelta atrás, ya no había más dolor o incertidumbre…
… mi cuerpo reposaría sobre el escritorio hasta que alguien lo encontrara, o quizá no; con una carta manchada por la sangre que a borbotones anegaría todo a su alrededor. Pero cuando esto sucediera… mi alma estaría tal vez, si la fortuna me sonreía; posada en los árboles, copa arriba… en las alas de una mariposa, de una libélula, de un cuervo; reposaría sobre la hierba fina de la orilla de un camino o en el agua de un arroyo cristalino. Cuando mi cuerpo fuera encontrado, el paroxismo de un segundo, de un instante… entre los perdigones y mi cabeza, se hallaría perdido en los últimos recuerdos de un salto al vacío, de un salto de fe… reposaría, en el impulso de mi último acto de valentía y la sonrisa histérica e indeleble de mi cadáver aliviado.