(Bogotá D.C., Colombia)
Por, Andrés Angulo Linares
Quizás el 28 de abril el conteo final llegó a ceros; quizás una mediocre reforma fue la que ese día apretó el botón para el estallido. Sin embargo, el hastío hace mucho tiempo se estaba convirtiendo en un descomunal sentir colectivo cargado de resistencia. Tantos años de desidia por parte de los gobiernos de turno, alimentando de manera juiciosa el resentimiento de clases con su corrupción, violencia e inequidad, tarde que temprano, habría de convertirse en el guerrero que hoy, 18 días después del 28A, estamos viendo en una batalla sin tregua por reclamar la dignidad de un pueblo que cansado reclamó las calles como suyas, para dejar su huella en el asfalto y el eco de su grito en el aire.
Tambores, arengas y teatro callejero, la dignidad se viste de cultura y en ella se fortalece; jóvenes, adultos y ancianos, la dignidad no diferencia edades y atraviesa generaciones; religiosos y ateos; la dignidad es una cuestión de humanidad y desconoce creencias. Ni vándalos ni terroristas; los marchantes no son pagados por el Foro de São Paulo; tampoco reciben órdenes de la izquierda y no son enviados por Satanás. Son la voz de un pueblo que unido se levantó y, aunque herido, se sublevó. Pueblo marchante que no claudicará.
Al 7 de mayo habían sido reportadas 548 personas desaparecidas, 278 agredidas por la Policía, 973 detenidos de manera arbitraria, 12 mujeres como víctimas de violencia sexual y 47 asesinatos en diferentes ciudades del país, frío retrato que es dibujado por las cifras compiladas por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz –INDEPAZ, mismas que provienen de la Defensoría del Pueblo, organizaciones sociales y defensores de Derechos Humanos, entre otros actores sociales.
En 2019 ese guerrero ya había mostrado sus colmillos, las marchas de aquel 21 de noviembre inundaron las calles de los barrios populares contagiando con su brío a millones de ciudadanos que marcharon en medio de la noche de manera pacífica para expresar un legítimo sentimiento de protesta. Unos se tomaron las avenidas, llenaron parques con su presencia; otros, por su parte, desde las ventanas hicieron sonar sus cacerolas, poderoso mensaje que no pasó inadvertido, y el cual provocó hastío en los oídos sordos de Iván Duque y de su inoperante gabinete. Quizás diciembre logró ahogar el grito herido de los marchantes, pero su eco permaneció vigente. Dignidad en toda la extensión de su significado.
La pandemia que azotó al mundo dejó al descubierto la incapacidad del presidente, también dejó en claro que para su partido político los intereses del pueblo solo son escuchados durante las elecciones. El verdadero virus no estaba rondando en las calles, venía desde años atrás cultivándose, extendiéndose y regando su veneno por todo el territorio nacional. La corrupción, siempre presente en nuestra idiosincrasia, ha sido el cáncer de Colombia, se convirtió en emblema del sector político y una práctica cotidiana en la sociedad.
La violencia, monstruo de paso firme, ha dejado sobre nuestro suelo, desplazamiento, campesinos sin sus tierras, madres sin sus hijos, hijos sin sus padres. Siempre ha estado en nuestra historia, no ha dado tregua y contagia día a día de manera incansable. Está allí, nos respira en la nuca. Está allí, en los televisores, en las portadas de los diarios, en las redes sociales, en la calle. La hemos visto vestida de guerrilla y paramilitarismo; también la hemos visto portando un uniforme de policía y de soldado; la hemos visto de camiseta blanca y pantalones cortos de ciudadano de bien, disparando a diestra y siniestra, dando lecciones a indígenas y manifestantes.
Álvaro Uribe, 6.402 razones y más, tenemos para descifrarlo desde la maldad que encarna y desde la vergüenza que representa. Detrás de su figura una mancha de sangre se ha extendido. De carácter autoritario, ha logrado formar a su alrededor un séquito obediente que sigue al pie de la letra sus designios, ejército de temperamentales hombres y mujeres dispuestos a entregar su vida si es necesario por proteger su siniestro legado. Ciudadanos de bien incapaces de formarse un criterio propio, ausentes de toda ética. Hipócritas que en nombre de Dios y Patria, eliminan a su contradictor con el poder de la palabra, blandeando sus machetes o disparando sus armas. Ellos no conocen de dignidad.
Congreso, Fiscalía, Procuraduría, Policía Nacional, Fuerzas Militares, entre una lista larga de instituciones, se han encargado a lo largo de nuestra historia de desprestigiarse a sí mismas. Orgullosas izan la bandera de la vergüenza; vehementes, recrean con descaro escenas carentes de fundamentos y ausentes de verdad.
Los marchantes, durante 18 días de protesta que se han extendido en diferentes partes del territorio colombiano, se han mantenido firmes, pese a la arbitrariedad de la Fuerza Pública que los ha atacado con desidia, como si sus miembros uniformados no formaran parte de ese mismo pueblo que durante años ha sido reprimido.
Ni las acciones arbitrarias en su contra, ni los señalamientos de los que han sido víctimas por una parte de la sociedad que se niega a aceptar la responsabilidad del Gobierno Nacional en lo que están pasando, ni los estigmas con los que son calificados por los medios masivos de comunicación, han logrado detener la indignación de los ciudadanos que encontraron en las vías de hecho la única forma para hacerse escuchar.
Durante esos 18 días hemos visto hervir el resentimiento en las calles; tres semanas en las que el horror y el caos han recreado los peores escenarios de crueldad. La muerte se ha hecho presente en las ciudades, mientras que el presidente se mantiene ajeno a una realidad, que él y su equipo han alimentado. Tan desconectado está con la sociedad, como el pueblo son su gestión.
El panorama es caótico y desalentador; no obstante, la esencia del levantamiento popular resiste con fuerza, se defiende con lo que tiene a su alcance y su grito cada vez se hace más fuerte. Un grito que recorre el país, que extiende alrededor del mundo y se niega a ahogarse en medio de la indiferencia. Eso, eso se llama dignidad.