Por, René Jiménez
Como una pesadilla sin fin, un nuevo aporte histórico a nuestro atraso mental y social, vio la vida esta semana en el país. La vicepresidenta vive en un sector residencial exclusivo y hace uso de helicópteros de las fuerzas armadas para llegar a ellos. Y no estaría mal, si detrás de tal noticia estuviese la preocupación por el uso de recursos públicos. Pero no es así, en Colombia este tipo de declaraciones termina en una ola de clasismo con muchos matices, formas y vergonzosos precedentes.
En un país donde la comida se mueve en burro, el pueblo en chiva, el proletariado en latas de sardinas y en Mercedes, camioneta y yipeta el resto de los animales, la movilidad se convirtió en una cuestión de status social. Entonces, por qué no tratar de imaginar el día en que se cumpla la promesa de Peñalosa y todos los visionarios de la movilidad; aquel sueño utópico de ver a todos los ciudadanos sin importar su origen, estrato, barrio o cargo de elección popular, haciendo uso del transporte público colectivo. Sin importar que aún Bogotá no tenga metro, porque eso convertiría el ejercicio en algo ya demasiado fantasioso.
De ser así, gran parte de los gobernadores del país tendrían que bajarse de la camioneta blindada que tanto les gusta ostentar. Andarían a lomo de mula como tienen al campesinado, o a techo de chiva; veríamos a Nicolas García, Clara Luz Roldán González o al mismo Aníbal Gaviria, descender de la parte alta de uno de estos buses multicolores atestados de olor a gallina y envuelto de mazorca. Embutidos uno sobre otros, como las listas cerradas, serian testigos de primera mano del excelente trabajo que se ha hecho con las vías terciarias y conocerían el verdadero sabor de la tierra, mientras exploran los caminos empolvados que han dejado los años de voluntad política.
El doctor Uribe, tan amante de andar sobre bestias de cuatro patas, hará gala de su habilidad para tomar tinto y andar por las montañas seleccionando muchachos para recoger café; trasegaría los andes con la doctora Cabal, sobre la bestia que su esposo le compró para la última campaña electoral; repartiendo volantes para otro plebiscito que le permita reencaucharse en la política nacional antes de que la fiscalía lo abandone, o que la misma Cabal acabe con el centro democrático, fundando su propia versión criolla del Vox español.
Es más que obvio, que sería en Bogotá donde tendríamos el placer de ver a nuestros funcionarios montados en los buses rojos, como pretenden que lo haga la vicepresidenta y como nos lo venden cada vez que se aprueba una nueva troncal del adefesio de la movilidad capitalina. Qué bueno sería verlos actuar como un ciudadano normal, sin la pantomima de los días sin carro en que, para evadir el Hades que ellos mismos construyeron, se hacen pasar por ciudadanos holandeses montando en bicicleta.
Al primero que todos los bogotanos esperan ver con la tarjeta en la mano cruzando el torniquete, es al mismo ‘Kike’ Peñalosa, el gran promotor del Volvo biarticulado recibiendo el cariño de los ciudadanos por tan magnánima obra y aporte a la ciudad. Claro está, que lo hará en la estación Calle 100, en plena hora pico, donde su presencia de ‘bobo litro’ no pasara desapercibida por los amantes de lo ajeno, haciendo imposible que el eterno candidato a la presidencia ―porque a la alcaldía no vuelve, la ciudad ya cuenta con otro gomelo con ínfulas de burgomaestre― se despache vía Twitter contra aquello en lo que se ha convertido el paraíso de la movilidad que él construyó a inicios de siglo.
La actual alcaldesa, quien por vivir en Chapinero se ha salvado de los calambres que sufre ‘Kike’, cuando en las jornadas sin carro debe cruzar la ciudad entera en bicicleta; y siempre esquiva el uso de los defendidos buses con el uso del velocípedo; se convertirá en usuaria habitual de las troncales, obviamente, no de la de la avenida 68; pues al paso que va, no verá la luz como lo hizo la obra de Samuel Moreno con la 26. En ellas se le verá junto al concejal más joven de la galaxia, perderse en las compras de chucherías por el túnel del Ricaurte, mientras esperan reunirse con el joven Ariel Ávila en la estación de la Universidad Nacional, para ir a recoger a un Carlos Amaya perdido en la Boyacá.
Fajardo inspirará a Robledo a acompañarlo montado sobre algún alimentador verde, de esos que al final no llevan a nadie y no van para ningún lado, como la convocatoria del paro de taxistas en Bogotá. Al percatarse del fallido intento de subirse al bus, y con la dignidad que les queda, aunado al compromiso ciudadano de morir en el intento, descenderán en cualquier paradero vacío, a ver si pasa de nuevo la ‘Rodolfoneta’, que hoy está varada en “Papi, quiero piña”.
Finalmente, y como una proeza digna de campaña, los ciudadanos se encontrarán, apretujado contra la puerta de un servicio expreso en hora pico, a un feliz y joven Miguel Polo Polo, en compañía de Miguel Uribe que se presta a discutir sobre la reforma a la salud con un grupo de mal vestidos mamertos estudiantes de la Universidad Distrital. De dicho ejercicio y como un ejemplo de la democratización de los cerebros, a la que la doctora Cabal tanto le teme, este coloquio democrático llegará a la conclusión de que, en un país de pobres, el clasismo es una total y absoluta estupidez que nos condena al atraso y el subdesarrollo.
Lanzarán a Roy a la presidencia y por fin tendremos Metro.