Siete canciones, siete relatos; un álbum, una vida
Por, Olugna
«Dale, señor, el descanso eterno»
«Brille para ella la luz perpetua»
―¡¡¡NOOOOOOOOOOOOO!!!
Otra noche difícil, van cuatro consecutivas…
Ha pasado bastante tiempo desde la última vez en que ese sueño me despertó a las tres o cuatro de la mañana, dejándome sin la oportunidad de robarle a la rutina un trozo de descanso más antes de levantarme de la cama para irme a la ducha y salir volado a tomar el bus que me lleva al colegio. El lunes pasado el sueño regresó, quizás, con la misma intensidad de aquellos años. La misma iglesia. El mismo sacerdote. El mismo muerto. El mismo estruendo que me sacudía y me despertaba de inmediato. Ya no soy el chico de ese entonces que trataba de huir de la depresión, para enfrentarse, sin quererlo, a la nueva vida que ese maldito momento le había dado. Ahora, soy un hombre, “hecho y derecho”, como les dice mi mamá a las vecinas cada vez que puede.
―¡Ay, jueputa! ―Grito en la cafetería―. Dorita, regáleme una servilleta, por favor.
―Tranquilo, profe Braulio. Yo limpio―. Responde ella, la amable señora que me atiende casi todos los días a la misma hora.
―No, Dorita, me da pena.
―Jum. Se puso rojo y todo.
Es una mañana difícil. No es para menos, ese maldito sueño que ha regresado a atormentar mis noches y este berraco genio que espanta ángeles y demonios por igual, me están pasando factura. Y pensar que antes era solo un pelado y ahora soy un hombre de treinta y siete, endeudado hasta el cogote, fumador empedernido, un bohemio solitario que encuentra alivio entre las guitarras y los alaridos que siempre criticó mi papá, el mismo que en ocasiones encuentra refugio en Sonia.
«Sus ojos temen ver una verdad tan cruel; dos cuerpos duermen y la sangre llega a él»
―¡Concéntrese! ―Le llamo la atención a una de las alumnas más sobresalientes del colegio―. Mire la partitura: Re menor, re menor, ¡¡¡Re ME-NOOOR!!!
―¡Ya, ya, ya, profe! Me equivoqué―, responde.
―Ya, ya, ¿ya qué? Llevamos ensayando la introducción media hora. Mire: «Las lágrimas ruedan por su rostro sucio. El ruido ya cesó, su árbol se ha rotoooo. Sus ojos temen ver una verdad tan cruel, dos cuerpos duermen y la sangre llegaaa a él».
Es una clase agobiante para todos. La música, ese refugio que me mantiene a salvo de ese maldito estruendo, desde el lunes es una trinchera de recuerdos agobiantes, de voces confusas, de sollozos interminables y de soledades desquiciantes. La música, ese sueño que se dibuja para algunos estudiantes como la promesa de un futuro que los verá brillar; hoy, gracias a mí, es solo un salón de paredes blancas, filas de pupitres y regaños absurdos.
El sonido ronco de la vieja alarma del colegio, hizo que los alumnos de ‘Décimo A’ se salvaran de mi mal genio. Esa misma alarma que llevo escuchando desde hace 10 años, el día de hoy, es un eco interminable en mi cabeza.
―Ja, ja, ja. Qué chino tan marica, pero en serio se lo buscó. ―Dice Alfredo, el profesor de matemáticas a Sonia, la profesora de sociales, en la hora de descanso―. ¡Es que son brutos, oiga!
―Ja, ja, ja. Tan malo, Alfred― responde Sonia.
―¿Qué hubo?― Saludo a mis dos compañeros.
―Se dignó a aparecer, don Braulio. ―Responde Sonia―. ¿A qué debemos ese milagro?
―¡Ahorita no!― Le contesto.
―¿Qué, cómo va esa canción?― Pregunta Alfredo.
―¡¿Otro?!― Respondo de mala gana y me voy hacía el mesón de la sala de profesores.
―¡Uish!, ¿y a este qué bicho le picó hoy?―. Alcanzo a escuchar que le pregunta Sonia a Alfredo.
―Dormiría con el culo desarropado―. Responde Alfredo en voz baja.
La sala de profesores suele ser un lugar más liviano para mí; pero, desde la ventana, la mañana de hoy se ve tan demacrada, como el rostro que vi en el espejo mientras me afeitaba. Se siente extraño. Desde esta ventana los estudiantes se ven pequeños, revoloteando de un lado para otro, yo también fui uno de ellos: un mocoso de uniforme desordenado, que esperaba con ansias la hora de descanso.
―¡Braulio! Sumercé, despierte. ―Interrumpe Sonia mi abstraído recuerdo―. ¿Qué tiene?
―Nada. ―Respondo mientras me aparto bruscamente―. No tuve una buena noche.
―¿Otra vez ese sueño?
―Ya, Sonia, ¿sí?
―¡¿Pero, qué?!
―¡Agh, después hablamos. Le respondo de manera brusca y me voy hacia la puerta de la sala de profesores.
Fue un descanso difícil. Esta vez, Sonia, no fue mi refugio habitual.
―Pasaré muy educadamente por cada uno de sus puestos―, repite mecánicamente un vendedor; uno de tantos rebuscadores anónimos que se rifan su suerte de bus en bus.
Miro las calles desde la ventana del bus F404, el vendedor deja un dulce en mis piernas. Será un recorrido largo a través de la carrera 68. En dos horas, quizás más, estaré en el apartamento. A medida que veo los fragmentos de la ciudad que se muestran al otro lado del vidrio, me llegan esos confusos recuerdos que creía superados desde hace muchos años. El sonido del estruendo retumba en mi cabeza. Una, dos, tres, cuatro veces. Las lágrimas no tardan en asomarse sin que siquiera me inmute o trate de disimularlas. Lloro.
―Créanme que no es fácil hacer esto. Ayer la policía se llevó mi puesto. Me metieron a un CAI, me cascaron. ―Relata el vendedor, con un tono cantado―. Hoy una señora me regaló para comprar esta bolsa de dulces…
Es un pelado joven, no debe tener más de 17 años. Es flaco, de 1.75 o 1.78 de estatura. Su rostro, curtido por el sol, no le ha quitado su aspecto juvenil; sus ojos cafés están cansados y llenos de ojeras, sus manos están sucias y ásperas, dejan al descubierto que la vida para él no ha sido la misma que para los estudiantes gomelos del colegio donde trabajo.
―Miren, yo no soy de acá…― Continúa.
Ha sido un largo y tedioso trayecto. ¡Malditos recuerdos!, se dibujan de manera confusa a través de la ventana, como si fueran cortos de una película de horror, mis lágrimas bajan por mis mejillas y se escurren por mi mentón; el vendedor parece un fantasma traslucido que intenta despertar compasión a cambio de una moneda. En mi cabeza, solo hay espacio para ese instante en que recibí la noticia de mi mamá: «Mijo, me lo mataron, mataron a su papá».
―Vivíamos en Casanare y unos hombres armados nos sacaron de la casa…
«Un inocente más, olvidado por dios, por miedo no llora, el silencio agobia», canto, inconscientemente en voz muy baja; al tiempo que mi llanto es mucho más intenso.
―Se llevaron a mi papá a un lado y sonó un estruendo, ¡el maldito estruendo!
La llamada, el recorrido hacia el hospital, las luces de la ciudad; una cama vacía, la morgue, el rostro blanco y frío de mi viejo; el estruendo de un disparo que se repite en mis sueños, una y otra vez, por años; la ausencia, el dolor, la negación; todo es una ráfaga de recuerdos que se difuminan a través de la ventana, a través de la ciudad.
―Miren, mis hermanos y yo somos hijos de la guerra.
El toque de la mano del vendedor sobre mi hombro, me trae a la realidad.
―Uno por cuatrocientos, tres en mil ¿Cuántos va a llevar?