(Mosquera, Cundinamarca, Colombia)
Por, Wilmar Montoya
Hace unos diez minutos no lo veía siguiéndome. Quedaba el trecho más empinado así que no me podía confiar. Aumenté la marcha y coroné el alto. Era la primera vez que ganaba con tanta contundencia. Tendría una semana estupenda y gozaría de mi triunfo a plenitud. Saqué la pola y ya estaba pegando un bareto cuando por fin llego. La agitación que traía no era física sino emocional. No alcanzó a articular palabras cuando me botó el porro, al tiempo que intentaba desesperadamente disipar el humo con sus manos: «esos hijueputas vienen detrás, hermano. Bote todo eso». Mi pasmo fue absoluto. No fui capaz de reaccionar hasta que la columna de polvo llegó hasta nosotros.
Dos camiones del Ejército pararon en seco. Se presentaron con una patada en las costillas: «esos viciosos están perfectos», dijo el que tenía el rango más alto y que nunca se bajó de uno de los camiones. Una procesión de golpes e insultos acabó con cualquier intento de comunicación o resistencia.
Bajo la promesa de una llamada de despedida nos pusimos un uniforme de guerrilleros.
Sobre Wilmar
Soy Wilmar Montoya y transito la edad media creyendo siempre superarla. Considero demasiado pretensioso escribir algo nuevo en el mundo en el que ya todo está escrito y por las mejores plumas. Un completo sinsentido, como esta sociedad.
Por eso, por medio de las letras, intento encontrar un espacio que habitar, un lugar para no ser en un tiempo que no llegará. La transición continua me impide describirme. En este mundo de vértigo donde todo cambia para quedar igual, hay una sensación de completo desconcierto.
Que las letras que escribo sirvan entender cómo veo el mundo y así, de pronto, encontrarme en él. Ya no soy lo que era ayer, hoy no me reconozco y para mañana falta mucho tiempo.