(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Escritor Amargo
Es la forma en que de lo hermoso se pasa a lo inenarrable de los horrores que se ocultan en la oscuridad de las noches sin luna y los caminos poco transitados. Es la forma en que la vida misma se abre paso a golpes y rasguños y nos muestra el sin sentido de las cosas. Es la forma en que poco a poco, en la soledad de mis contemplaciones, en lo alto de mi torre y el encierro de mis estudios, descubro el hartazgo en medio de la entropía de lo que significa o creemos que significa ser humano. Es la forma en que trato de plasmar con manos temblorosas estas últimas líneas. Es la forma, con que puedo mostrar una pequeña fracción de todo aquello que es amorfo y existe dentro y aún afuera de nosotros. Es la forma de decir hola y tiempo a la vez… adiós.
Inicia mi trasegar de la mano de Virgilio, cuando decido emprender el vuelo aquella tarde triste de otoño del diez de marzo del año dieciocho, con una lluvia de hojas mustias y una brisa llena de recuerdos de ti y de mí, sin rumbo, sin expectativas o ambiciones; sin sentimiento alguno, sin razones, pues no se hacían necesarias para decidirme a hacer algo. Bastó solo un impulso que me permitiera caer al vacío y abrir las alas, siempre un impulso.
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El destino fue el que, cansado de verme vivir en la duda, depositó en mi corazón marchito el ápice de voluntad que hacía falta para perder el control que creía tener sobre mis decisiones. Luego, oscuridad; después, aire frío; la sensación eterna y atemporal, constante e invasiva de límbica retro causalidad.
En medio de la caída frenética a la locura vuelvo a sentirme como hace tantos años, debatiéndome entre la espera eterna alimentada por la fe y el deseo angustioso de dejar que el vacío me consuma por completo. Estar en las manos del destino y de la suerte fue en ese momento una apuesta arriesgada, pero llena de paz.
Veía imágenes de mil momentos, la forma en que dividí tanto mi vida, que me había perdido en las distintas versiones de ese ser diminuto e insignificante que decía ser yo; la caída eterna e insonora, comenzó a tornarse lentamente en un insoportable grito de ecos detestables y de voces ininteligibles, rechinando en mi cabeza… el débil hilo que mantenía mi vida y mi cordura se había roto.
Cerré los ojos con fuerza para forzarme a ver qué había en esa vacuidad inconmensurable de mi angustia. Solo recuerdos, el viento estival de una tarde bañada en tonos dorados y verde, siempre verde, soplando con fuerza en nuestros rostros, el olor de la sabana en verano y la luz de una tarde joven iluminando nuestro costado; el vuelo de las aves a través del infinito azul del cielo, acompasadas por la algarabía de sus cantos y el retumbar de las ruedas del coche y los cascos de los caballos contra el empedrado camino.
Solo recuerdos, tus ojos color avellana clavados en los míos, oteando el paisaje de vez en cuando y de vuelta a una mirada que se suspendía con dulzura, como un secreto de jóvenes amantes; tu rostro dulce y esa sonrisa cómplice, llena de deseo, de ansias, de libertad y fuego de juventud; esa sonrisa cálida y perfecta que se desvaneció únicamente cuando me atreví a pedirte un beso… y sin dudas ni reservas lo depositaste en mis labios.
Me hiciste sentir nuevamente de dieciséis con ese beso cálido y húmedo, logrando detener el mundo a nuestro alrededor, aunque todo siguiera en movimiento. Vertiginosos giros en mi cabeza me llevaron a otros lugares, esencias y sensaciones, con tu nombre y nuestro amor a escondidas hiciste salir una luna menguante en mi taza de café, mientras suspiraba de tanto en tanto, con la mirada perdida, solo, sentado a la mesa de mi estudio polvoriento y olvidado, tantos años después y aún sintiendo el ardor de esa pasión efímera en los labios.
El coche aceleraba cada vez más su marcha bajo nuestros cuerpos, haciendo efigie de carros celestes, con los caballos negros resoplando henchidos de orgullo, llevándonos lejos de todo y de todos, sin importar nada ni nadie, sin destino, sin promesas; solo un beso y una sonrisa que habría de quedar marcada a fuego en lo mas profundo de mis memorias en color verde, como esa sabana que jamás volví a ver, como esa tierra que fuese arrasada tiempo después por la voracidad de las llamas y la violencia propia solo del hombre.
Momentos, imágenes, recuerdos; todo, un bálsamo, guardado con celo en los rincones más secretos de mi corazón, aguardando el momento de ser liberados, aguardando el momento en que hubiese de verme a mí mismo como un monstruo, como una criatura destinada a lastimar a todos a su alrededor sin importar las decisiones que tomara o dejara de tomar. Momentos, imágenes y recuerdos aguardando pacientemente el momento infame de mi perdición.
Esperando con angustia inquieta el día en que hubiese de verme como un monstruo en el trono infecto y detestable de mi autorrealización y desprecio en el espejo de la vanidad y la autocomplacencia; el día en que me viera abandonado por la hermosura de la simpleza y la paz de la quietud, el momento en que emprendiera un éxodo interminable hacia los yermos de la realidad y la abyecta crudeza de la verdad más grande de todas… el sin sentido de las cosas.
El viaje que se inició en las contemplaciones de mis noches de insomnio, solo podía llevarme por un camino, el de abandonar todo vestigio de humanidad vagando en una nube de libélulas, atravesando la ventana olvidada y mugrienta de la estancia, polvorienta y mohosa como aquellos libros que en mi juventud devorara con tanta pasión y anhelo, con la ilusión que solo puede habitar en el corazón de los niños y alimentar los sueños más puros.
De vuelta al principio del fin, a la epifanía convulsa de saber que todo habría de irse. Todo, las lágrimas amargas y llenas de angustia, las risas de alegría fortuita, la felicidad fingida y los amores huecos. Todo de vuelta al principio de la existencia, a la no existencia… de la forma más grotesca, simple y violenta al sentir el golpe sordo de mi cuerpo contra las rocas del fondo del acantilado y escuchar por última vez el salpicar de mi sangre por todas partes, el resuello inconsciente de mis estertores de muerte y el grito jubiloso de las águilas que fueran a calmar su hambre, cebándose con los restos miserables de mi cuerpo en el fondo del cañón, cubierto por bruma y polvo, por agujas secas de pino y hongos de colores. Así terminaba, o sabía que habría de terminar todo luego de garrapatear aquella noche del diez de marzo del año dieciocho las últimas líneas de mis memorias en mi diario, aquel libro vetusto y desvaído de cuero repujado, tintado de verde esmeralda.
Memorias en verde para anestesiar el catatónico terror de la muerte próxima, memorias en verde como el licor de ajenjo que borra todo rastro de indecisión y memorias en verde, para hacer juego con el musgo que poco a poco invada mi inhóspita y agreste tumba si es que algún día encuentran mi cadáver o ya sea que ese musgo y esos líquenes infames, profanen los restos detestables de mi cuerpo olvidado y perdido para siempre en el fondo del olvido, en un giro a la derecha de ese cañón, junto al río.