Que nadie nos rompa las manos, que nadie nos castre las ideas

Que nadie ―absolutamente nadie― nos corte las manos, que nadie se atreva a silenciarnos, que nadie nos castre las ideas.

Por, Olugna

El rock, esa expresión que a muchos nos sedujo siendo muy jóvenes ―a otros no tanto―, es una forma de vida que se manifiesta como parte de nuestra identidad a través de sus diferentes corrientes.

En Colombia ha sido un protagonista ―algunas veces rebelde, en otras complaciente― de su propia historia. También ha sido estigmatizado, marginado e invisibilizado por una industria musical que no lo ve atractivo o digno de ser comercializado. El rock, como reflejo mismo de la vida, ha sucumbido a su propio ego y ―en ocasiones―, también ha vendido su dignidad a cambio de una ambición económica o por un poco ―o mucho― de reconocimiento.

Sin embargo, con tropiezos, equivocaciones y sin mayores recursos más allá del talento, ha sabido mantenerse firme. Allí, está de pie exhibiendo su grandeza. Lo vemos en cada video, en cada disco, en cada bar, en cada tarima, en cada intento.

Como fiel reflejo de la calle, de ese barrio en el que crecimos, ha entendido que para sobrevivir se requiere de mucha fuerza, pero también de estrategia. En esta última se ha equivocado muchas veces. No ha sido su culpa, el ímpetu de su rebeldía ha hecho de él, una expresión que muchas veces prioriza la pasión sobre la razón.

Como otra narrativa de nuestra cultura, no ha estado exento de los vicios de una sociedad corrupta, ni ha permanecido a salvo de intereses mezquinos que han buscado apropiarse de él para satisfacer egos individuales, obtener beneficios económicos o lograr reconocimientos por parte de aquellos que ―con argumentos o sin ellos― se han mostrado como héroes de una causa que ―para muchos― lamentablemente está perdida o simplemente no existe.

Como toda manifestación humana, el rock en Colombia ha dejado al descubierto sus contradicciones, incoherencias y sensibilidades. No es su culpa, aunque en el mundo su historia se ha extendido por algo más de siete décadas y en nuestro país ha estado presente con mayor fuerza en las últimas cuatro, sigue siendo ese adolescente ingenuo, confiado e imprudente. Muchas veces ―en virtud de los mercaderes de la industria― ha sido instrumentalizado, manipulado y manoseado.

Como proceso colectivo, es una construcción social en la que debemos aprender ―sí o sí― a estar por encima de caprichos individuales y a aprender a convivir en medio de las diferentes perspectivas que se generan a su alrededor. Como cualquier otro diálogo social, debe encontrar las coincidencias entre puntos de vista distantes y hacer acuerdos sobre aquello que resulta fundamental y apremiante para una industria que intenta crecer de manera independiente sin perder su esencia.

El rock sin músicos, simplemente, no existiría; sin un público que haga de él una identidad, no hubiese escrito una historia tan extensa; sin productores, sería un sonido atrapado en una época análoga; sin gestores que hagan posible su circulación por diversos escenarios, no llegaría a nuevas generaciones; sin medios de comunicación que ampliemos su alcance, sería un mensaje que no encontraría oídos. Sin muchos otros factores que contribuyen a su desarrollo, formación y fortalecimiento, estaría tan vacío como el ego de aquellos que lo han profanado.

Somos hijos del rock n’ roll. Por lo tanto, estamos unidos por una pasión. No tenemos que llevarnos bien, tampoco ser complacientes para contribuir a su fortalecimiento. No obstante, debemos aceptar que sin ese otro que menospreciamos, el rock no estaría hoy aquí.

Con las manos rotas no habría una guitarra, un bajo, una batería que se manifieste; con ideas castradas, solo habría un ruido fugaz incapaz de trascender; con voces silenciadas, sería una expresión arrodillada a intereses particulares.  El rock, sin nosotros, no existiría; nosotros, sin él, no tendríamos esa pasión que hoy nos motiva a insistir.

Que nadie ―absolutamente nadie―nos corte las manos, que nadie se atreva a silenciarnos, que nadie nos castre las ideas.

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