Treinta y Uno

Reflexiones acerca del final: año treinta y uno

«El dolor nunca termina, es inevitable que siempre nos acompañe, el final de todo»

(Tauramena, Casanare, Colombia)

Por, Edward Alejandro Vargas Perilla

Al final nos vamos a ahogar en todos esos recuerdos que guardamos con celo o con anhelo, al final, el peso de lo que escondemos en los rincones de nuestra mente y nuestra alma… termina por llevarnos hasta el fondo del estanque de la vida, se van convirtiendo en un “algo” extraño, que crece y crece con los años…  al final, eso cobra vida, solo para revelarse como el cuerpo de las pesadillas que nos atormentan con cargas indecibles de culpabilidad o arrepentimiento.

Al final, la única batalla que importa, la única batalla que debemos ganar… aunque en esto se nos vaya la eternidad, es la batalla contra nosotros mismos, la batalla que nos permita arrancar la venda puesta en nuestros ojos y podamos ver la luz… la batalla que nos enfrentará con lo que más nos asquea de nuestra esencia, que nos enfrentará a la debilidad de nuestra comodidad imbécil, que nos arroja sin contemplaciones a mirarnos fijamente frente al espejo crítico de la desnudez de nuestro ser olvidado.

No es necesario comprenderlo todo, las razones sobran, cuando las palpitaciones y los presentimientos han abarcado más de lo que es humanamente comprensible en una mente cansada, en un cuerpo enfermo, en un corazón roto y un alma contaminada con el paso despreciable e insulso de la divagación cíclica de un mundo retorcido y cruel como el que habitamos.

Mis ojos se pierden en los techos infinitos de los edificios grises de la ciudad, pensando en si estaré listo alguna vez para emprender mi camino, para iniciar la búsqueda… mis ojos se pierden y el deseo de recuperar todo lo que fui, me susurra envuelto en aromas de nostalgia y versos nacidos en el trasegar del viento a través de las montañas. La música propia de la ciudad se cuela perezosamente por las juntas de las ventanas, apagada, taimada y arrastrada por los gritos jubilosos de los gorriones que claman el sol de un nuevo día.

Un grito ahogado recorre mi garganta, un grito que perece a mitad de camino y termina siendo no más que un gimoteo estúpido, no más que un lamento demasiado débil para convertirse en llanto y tanto más fuerte para dejar el resuello aletargado. Las elucubraciones de mi mente convulsa, arrojan una sola respuesta mientras apuro a sorbos una taza de café ya frío, arrojan un ápice de certeza sobre las meditaciones de los últimos dos meses en vela, caminando de un lado al otro de la estancia, revolviéndome en la cama sin lograr conciliar un poco de sueño que repare las energías que día a día han ido abandonando mi cuerpo.

La conclusión que llega luego de apurar en fastuosos sorbos el café, como si se tratara de un dulce nepente que trajera alivio y olvido, no es otra que dos opciones… sí, dos opciones de las que no saldré bien librado… una de ellas, es entregarme a esos hombres vestidos de blanco que deambulan por los pasillos y que hablan entre ellos en esa jerga incomprensible para las personas que se encuentran presas del sueño que provoca la medicación puntual y recetada con desgano por doctores preparados, eficientes y carentes ya de toda empatía… y dejar que sean ellos quienes sin duda ni remordimiento, hagan lo que tanto temo y me conduzcan a un sueño intermitente con inyecciones y pastillas, para dejar de ser lo que sea que soy, y de a poco lo olvide todo, dejar que sean ellos los que en su muy dudoso y encomiable albedrío hagan un poco más soportable el paso del tiempo, mientras mi mente, horadada por la enfermedad… termine de consumirse; La otra, es escabullirme a la madrugada, lo he pensado durante semanas; buscar una oficina vacía y sin ceremoniosidad alguna, tomar tantas pastillas como me sea posible; la opción más valiente y cobarde en el fondo de su sencilla ejecución, es tomar al toro de la demencia por los cuernos y terminar con el tormento que ha sido llevar a cuestas esta enfermedad inclemente que ha consumido mi cuerpo y muy de a pocos también mi alma. La segunda opción, aunque en esencia desenlaza igual que la primera, me permite ser yo quien ahogue los gritos del desespero que es mi vida, por mi mano… bajo mis propias condiciones.

Hace menos de un año, creí que mejoraba, pero solo me engañaba, creí que mi tiempo en este lugar sería corto, que sería el estrictamente necesario para sentirme mejor, pero algo dentro de mí, muy en el fondo, sabía que no iba a ser así…  pero ya no importaba; de nada servía repasar en mi cabeza, con mi memoria ya demasiado atrofiada todo lo que había hecho y haría de ser posible, ya de nada servía la esperanza, de nada servía lamentarse o siquiera pretender tener fe.

Estaba decidido, tras las cortinas, a media noche… en el silencio cómplice del sueño ligero de los veladores del lugar, me escabulliría al quinto piso, violaría la seguridad de la farmacia y terminaría con todo. Estaba decidido, así lo haría y así lo hice… a las tres con treinta minutos de esa madrugada, un dieciocho de noviembre del año treinta y uno tomé todo cuanto pude de los medicamentos de la farmacia y me abandoné a la nada total de la inconciencia.

La oscuridad lo abarcó todo, durante el tiempo que duran los siglos, los eones… la oscuridad consumió todo a su paso, por lo que pudo haber sido un suspiro de los dioses y luego, una luz fulgurante y cálida que lo envolvía todo. No estaba en ningún lugar, pero me encontraba en alguna parte, sentía la desnudez total del cuerpo, pero al inspeccionar rápidamente, estaba vestido con una bata de color menta; mi color era indefinible, pero no era el color de la palidez enferma de los cuerpos confinados al olvido de los frenocomios, tan mal llamados sanatorios, puesto que nunca vamos para mejorar, por el contrario, vamos simplemente a esperar entre medicamentos y camisas de fuerza la hora del deceso. Había algo en un bolsillo, una nota garrapateada con una caligrafía terrible, producto de los temblores; Una nota corta, escrita con los últimos vestigios de buen juicio, de cordura y ternura de un hombre que sabe que todo está perdido.

«Así que al final lo has hecho, no creí que aún hubiese en ese cascarón enfermo algo de valor, de cordura y de dignidad… pero si estás leyendo esto… es que lo has hecho y lo has conseguido. No puedo decirte nada que no sepas, nada que no esperes, no puedo recriminarte por la decisión tomada, no puedo condenarte ni felicitarte, pero puedo decirte esto: El dolor nunca termina, es inevitable que siempre nos acompañe, el final de todo, no es más que una ilusión que creamos en torno a lo desconocido… pero si estás leyendo esto, vas a comprenderlo. Estamos, estuvimos y estaremos atrapados en un ciclo infinito de experiencias, de vidas, de personalidades… no hay salida ni escape para las almas que han sido puestas en la tierra. No estamos sujetos a nada, aunque en cada nueva vida nos hablen de lo bueno y lo malo, de lo humano y lo divino; de la pugna del alma que busca la recompensa del paraíso o el castigo de la condenación. No estamos sujetos a nada más que a repetir el viaje de ida y venida entre cuerpo y cuerpo. Y aun así debes seguir, nada ni nadie te lo puede impedir; nada ni nadie además del miedo que tengas de enfrentarte a ti mismo. Esa es la única verdad que existe, caer y levantarse… cerrar los ojos y dejar que el viento del camino seque las lágrimas que bajan raudas por tus mejillas. No olvides lo aprendido, lo sufrido… un nuevo día, un despertar y mil experiencias te aguardan».

Eso decía la nota en mi bolsillo, la misma que encontrarían apretada en mis manos rígidas como garras a las siete de la mañana de ese dieciocho de noviembre; los últimos desvaríos de un hombre enfermo, muerto por su propia mano, en un rincón de la farmacia del frenocomio, con una última sonrisa triunfante, fija en su cara demacrada y de rasgos hundidos; Un hombre, o la sombra de lo que fuera en vida… un hombre del que ahora me despedía en silencio mientras llegaban los médicos y enfermeras para cubrirle con una manta inmaculada. Un cuerpo del que me despedía en silencio, sin que nadie pudiera verme, mientras atravesaba los muros y escapaba a buscar mi próximo comienzo, mientras empezaba a caminar, para perderme allá en los árboles, copa arriba, en los bosques y los arroyos, en cada criatura y cada gota de rocío sobre la hierba de la estepa inerme del mundo explorado e inexplorado de la materia y las almas errantes.

Al final nos vamos a ahogar en todos esos recuerdos que guardamos con celo o con anhelo, al final desapareceremos o continuaremos como todo en el todo, al final… el final es solo una escala absurdamente simple para tratar de comprender el misterio inescrutable que hay después de cerrar los ojos, por un segundo o una eternidad.

Add a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *