(Bogotá D.C., Colombia)
Por, Andrés Angulo Linares
Definitivamente, no es un barrio silencioso. Mientras estoy sentado al frente del computador tratando de hilar algunas ideas qué escribir, la vibración de la ventana, fruto del sonido endemoniado de la música popular de mi vecino, ubicado a seis casas de la mía, me avisa que, como ya es costumbre, escribir no será una tarea sencilla.
Con mucho trabajo logro el primer párrafo, ¿qué trato de decir en él?, no lo tengo claro, pero valoro el pequeño avance.
Por la misma calle escucho ahora el vendedor de mazamorra paisa, me percato que más incómodo que el escándalo del vecino, es el sonido del megáfono que amplifica la voz de un niño o niña (no lo tengo claro), que a media lengua me ofrece uno de los pocos platos que no soporto: «mazamola paisa, con leche panela y queso, mazamola». Me percato que no sé la razón exacta por la que no tolero la mazamorra o el peto (como lo llamamos en Bogotá), ¿Será que dejó de gustarme porque el sabor lo asocio con aquella vocecita pregonera con la cual lo promociona el vendedor? ¿Seré intolerante a la lactosa? En fin, no lo sé y no pienso averiguarlo. En todo caso, aquel vendedor es el retrato de millones de ciudadanos que han encontrado en la calle, empujando una carreta o a bordo de un triciclo, un canal para ofrecer sus productos. No tienen opción, su ruidoso pregón es, en últimas, las voces de aquellos individuos que el Estado ha olvidado y el resto de la sociedad pretende desconocer.
No soporto tanto ruido molesto. Al vecino escandaloso y al vendedor de mazamorra se han sumado un par de chicos venezolanos vendiendo fruta. A diferencia de los dos anteriores, no tienen a su disposición un parlante, pero a cambio, dios los ha dotado de un vozarrón capaz de alcanzar decibeles más altos que las columnas donde suena en este momento un tal Jessi Uribe. Mientras trato de entender lo que dicen estos jóvenes extranjeros, reparo en lo complicado que debe ser vivir en tierras ajenas tratando de buscarse un pan, mientras que una gran parte de la sociedad descarga sobre ellos prejuicios xenófobos, como si aquellos que los señalan no llevasen una vida miserable también.
Trato de acallar el ruido buscando una lista de reproducción en YouTube medianamente agradable, pero tanto comercial me está sacando de juicio. El dolor de cabeza amenaza con su aparición, y a duras penas llevo escritos seis párrafos. «Qué efectivo es el marketing digital», pienso. Pero más efectiva puede ser la estrategia de los vendedores en la calle, molestos o no; inoportunos o no; son ruidosos, logran llamar la atención. Me pregunto cuántos de ellos no saben ni escribir y la respuesta no deja de irritarme. El Estado les dio la espalda y el resto nos molestamos por su escándalo; pero, ¿qué opciones hemos dejado para ellos?, que no sea otra la de salir a exponerse a un maldito virus, que muchos ya dudan de su existencia. O mueren de contagio o mueren de hambre.
En fin, consigo otro párrafo de mierda de algo que clasificará el editor de la revista cómo “columna de opinión”. Qué más da, qué la llame como quiera. Para mí solo es un cajón de arena donde el gato de mis angustias se caga. Siete párrafos de popó que lo único que han logrado es irritarme. Yo, lamentándome acá porque no consigo escribir y afuera, una cantidad no pequeña de personas, no saben si comerán en esta tarde.
Decido hacer uso de los audífonos. Claro, los hubiese usado antes, pero no, no es tan sencillo, el auricular izquierdo está dañado y la música no suena bien así. Siento otra vibración más fuerte en los vidrios de mi habitación, la cual da a la calle. ¡Lo que faltaba!, el vecino de la casa del lado tiene un pequeño taller de sistemas de audio y justo acaba de instalar uno para un taxi. Por las bocinas instaladas suena escandalosamente una lista de reproducción de prueba. Música popular, reggaetón, electrónica, la famosa Guayando y la voz del “DJ. Mierda” entre cada canción, le indican a Fabián, mi vecino, que la instalación fue todo un éxito. Reflexiono por un instante en lo difícil que debe ser para un trabajador independiente verse obligado a cerrar su única fuente de sustento. ¿El arriendo, los servicios, el mercado, los niños?
Logró otro párrafo más. No habré de ganar ni el más miserable premio con esto, pero al menos conseguiré para embriagarme y no pensar. No pensar en nada, ni en el presidente, ni en la alcaldesa, ni en las noticias, tampoco en ella.
En últimas no es un mal negocio. Escribo un par de pendejadas con algunas frases taquilleras, gano un par de likes para levantar mi ego y acabar de hundir mi autoestima en mi inmunda existencia y garantizo un par de pesos para alcohol, cigarrillos y un trozo de carne.
Me asomo a la ventana, el sol empieza a entrar por la ventana. Ya no hay vendedores, Fabián ya entregó su sistema de audio y garantizó algunos pesos para sus necesidades, es buen muchacho llegado de provincia hace cuatro o cinco años, llegó con la mujer, tiene dos hijas, saluda a los vecinos y de cuando en cuando se toma un par de cervezas, poco a poco se ha adaptado a las vicisitudes de una ciudad como Bogotá. El vendedor de mazamorra ya no está, debe estar a unas tres cuadras, de él solo sé en las mañanas, pero una amiga me comentó que lo ha visto en las tardes por el barrio de ella, alguna vez conversaron y él le comentó que dos veces al día debe ir a la casa a llenar la gran olla con más mazamorra. Es un negocio próspero, agotador también, pero próspero al fin y al cabo. La pandemia no detuvo su emprendimiento. También es un muchacho honesto y camellador. Si estudió no lo sé, jamás he cruzado palabra con él, no me gusta la mazamorra. Pero espero que su negocio no se detenga.
El par de jóvenes venezolanos deben estar a dos cuadras, pero el vozarrón aún se oye. Por molesto que resulte su pregón no quisiera estar en su misma situación, obligado a migrar a otra tierra que no dista mucho de la realidad de la que intentan escapar. Mierda, qué jodido tiene que estar uno para huir de Venezuela hacia Colombia.
Creo que ya terminé. Sin saberlo, en medio del ruido que tanto odio, logré escuchar mi propia voz, porque al igual que los vendedores afuera, también me veo obligado a vender mi trabajo al mejor postor.
Mi vecino, el de la música popular, está ahora borracho. Todo un personaje.