La sociedad, con el tiempo, me enseñó sus colmillos y aprendí, como ella, a odiar.
Por, Las Letras del Poeta Ebrio
Estás tan ausente y tu desaparición duele más que el olvido.
Es difícil entender que de repente la realidad aplasta tus sueños y desmorona poco a poco tu frágil imperio.
Cuando era niño solía sonreír; pero la sociedad, con el tiempo, me enseñó sus colmillos y aprendí, como ella, a odiar.
Después de caminar y ensuciar tus zapatos con el lodo, aprendes que lo más preciado en tu vida no es aquello que puedes palpar y exhibir, como aquel que frente a un espejo enseña su vanidad.
Una vez tras otra la misma canción. ¡Una vez más! La misma tristeza que creí algún día –en el olvido– dejar atrás.
Ahora, en ese desván, aparece de nuevo y me recuerda que la felicidad tan solo es un momento falaz.
Trato de encontrar calma, trato de escapar de esta puta realidad que me recuerda como convulsiono en el fracaso de mis ideas.
En ocasiones trato de hablar contigo, pero estás tan ausente que prefiero darme vuelta y callar.
¡Te amo tanto!
Te amo con mi ideología y mis miedos; te amo con mis sueños y mis fuerzas; te amo con ese odio que al encontrar en ti descanso, muta su esencia, modifica su conducta y evoluciona en amor.
Te hallé una noche de septiembre. Aprendí amarte en medio de una ciudad gris que, rodeada por cintas amarillas, siempre ha encontrado formas para destruirse y odiarse.
Ciudad sin memoria que escribió su historia con sangre, y que marcha presurosa, sin inmutarse, hacia el panteón.
Triste Bogotá que se rinde ante el horror.
Melancólica y esquizofrénica; taciturna y violenta, resucita entre sus viejas calles y valiente rinde culto a una época que su prole jamás conoció.
Lamento, mujer, hacerte daño; lamento hacer de tu vida una tabla de salvación, para aquel náufrago que una noche de septiembre desembarcó en tu isla y, cansado, en tus brazos, un poco de paz procuró.