- Capítulo anterior: Rosas y Espinas
―Tendrá 9 mesas, 36 sillas, cuatro más en la barra y una detrás de ella. ―le digo a Felipe con entusiasmo―. Las paredes tendrán cuadros, en una de ellas dejaré una tabla de madera para que los poetas dejen sus tristezas colgadas.
―¡Qué divertido! ―Me responde Pipe con sarcasmo―. ¡Ja, ja, ja!
―Ya te veré, Felipe, dejando en el tablón un trozo de tus depresiones. Ya te veré.
―No creo, Sebas. Parece un sitio demasiado triste. ―Insiste―. No sé… como esos sitios donde todos lloran y al mismo tiempo se creen intelectuales.
―No, Felipe. Todo lo contrario, será un sitio donde nadie tendrá que fingir sonrisas, ni presumir una felicidad para esconder la precariedad de su vacía existencia.
―No lo has abierto y ya me siento aburrido―. Me responde Felipe mientras deja escapar un bostezo.
―Me cae muy mal este mocoso ―. Protesta el ser extraño de mi cabeza.
―Déjalo en paz―. Le respondo al invasor.
―Ya, Sebas. En serio, ¿qué vamos a hacer hoy?
―¡Espérate! Aún no termino. ―Le respondo y continúo―. ¡Ya tengo la nevera!
―¿Ah, sí?
―Sí. Ahí está. ―Le respondo mientras señalo el refrigerador beige del rincón de mi habitación.
―¡Ay! No inventes, Sebas. ¿Esa viejera?
―Pues en esa viejera siempre has encontrado vino, cerveza…
―Y queso viejo. Ja, ja, ja.
―¡Ja, ja, ja! La vez del queso fue memorable, Felipe.
Nos reímos al recordar la anécdota del queso rancio que dejó su aroma un par de semanas. Esa noche reímos bastante, como un par de imbéciles trastornados. En fin, eso es la amistad: un queso viejo que se pudre, pero que, de alguna manera, deja gratos recuerdos.
―Ja, ja, ja. Nunca supe si mi mamá se emputó más porque llegué borracho o porque mi vómito olía a queso viejo. ―Recuerda con alegría Felipe.
Fue hace más de año y medio. A menudo me siento culpable por ofrecerle trago, cigarrillos y marihuana a Felipe, por acercarlo a la bohemia. Qué más da. Al fin y al cabo, después de los 15 años, todos estamos muertos de alguna manera.
―También he pensado para el bar, Felipe ―retomo la conversación―, agregar melancolía, un poco de depresión y unas cuantas migajas de felicidad.
―Sebas, en serio, a ratos me preocupas. ―Interviene Felipe―. No sé si la fantasía de tus cuentos se convierte en tu realidad.
―¡Ja, ja, ja!― Me río de la observación de Felipe, mientras lo sujeto por los hombros.
―¿Y cómo le llamarás a ese hueco que quieres montar?― Me pregunta.
―’El Segundo Día’―. Le respondo sin dudar.
―¡Uy! Sebas, ese bicho que se te metió, te está volviendo loco. ―Me dice, mientras mueve su cabeza de izquierda a derecha; de derecha a izquierda.
―No es asunto tuyo, mocoso. ―Responde la molesta voz de mi cabeza.
El chiste de Felipe me desubica por un instante de la conversación. Hace tres meses que ese ser extraño se metió a través de mi piel y se hospedó en mi cabeza. Desde su aparición, algo ha cambiado en mí. He pasado más de una noche sumido en la melancolía, en la tristeza y en el hastío de vivir. Durante el día, en medio del rebusque de echar cuentos en los parques o en los buses, no siento su presencia; pero, llego al apartamento y me encuentro de frente con su molesta voz.
―¡Déjalo en paz! ¡Con él no te metas! ―Le respondo al ser extraño.
―Demasiado tarde, Sebastián. ―Me responde la voz.
De repente, siento que la cabeza me va a explotar. El dolor, en un instante, se hace insoportable.
―Discúlpame, Sebas. No quería jugar con ese tema. ―Me dice Felipe.
―No, no es eso, ‘Pipe’. Lo que pasa es que…
―¡Ten cuidado con lo que le dirás, Sebastián!― Interrumpe la voz de mi cabeza.
―¿Lo que pasa es que…? ¿Qué, qué pasa, Sebas? ―Me pregunta Felipe de manera insistente.
―Abre la boca, Sebastián, y esto terminará realmente mal. ―Me dice la voz en un tono inquietante―. Dile que se vaya.
―Nada, Felipe. Solo que de repente me dolió la cabeza. Quiero estar solo.
―Pero, Sebastián. Espe…
―¡Vete ya, por favor! ―Interrumpo a Felipe mientras señalo hacia la puerta―. Viejo, por fa. Hablamos el martes.
Al cerrar la puerta, me invade la angustia. No quería quedarme solo. Le tengo miedo a mi apartamento. Hace tres meses que no soy el mismo; hace tres meses que siento que la vida pesa más que de costumbre.
―¿¡QUÉ QUIERES DE MÍ!? ―Grito en voz alta en la soledad de mi apartamento, mientras me llevo las manos a la cabeza y me derrumbo detrás de la puerta.
El llanto no tarda en asomarse. Siempre he llorado. Guardo tanta tristeza adentro que se me hace difícil recordar una época de mi vida en la que las lágrimas no me hayan invadido. Pero, desde que ese ser extraño entró en mi piel, las lágrimas dejaron de ser una poesía melancólica, para convertirse en un dolor que me carcome las entrañas.
―Interesante. ¿Qué quiero de ti?… ―Me responde, mientras el eco de sonrisa retumba en mi cabeza.
―¡SÍ! Llevas tres meses aquí, dando vueltas por mi cabeza. No sé quién eres, no sé qué haces aquí.
―Es más complejo de lo que crees, Sebastián. ―Me responde en un tono sombrío.
Al tiempo que escucho la voz, siento una presencia extraña a mi lado que respira en mi oído. Estoy solo, pero siento la presencia de alguien… o de algo aquí conmigo.
―¡JA, JA, JA!― Escucho una fuerte carcajada.
Esta vez no proviene de mi cabeza, la escucho dentro de mi apartamento. Me levanto del piso. Desorientado giro mi cabeza y trato de buscar el origen de la macabra risa.
―¡JA, JA, JA! ―La risa continúa al tiempo que se hace más fuerte―. ¡JA, JA, JA!
―¿Quién eres? ―Pregunto en voz alta en medio de las lágrimas― ¿Qué quieres de mí?
Siento que alguien respira en mi oído derecho; pero, al voltear la mirada no veo a nadie. No hay nada.
―¡ja, ja, ja! ―Escucho una risa lejana que proviene de mi cuarto.
Mis piernas y mi boca están temblando. El miedo me invade. Intento correr torpemente hasta la habitación.
―¡Ja, ja, ja! ―Ahora la escucho en la cocina.
―¡¡¡NO MÁÁÁS!!! ―Grito desesperado.
―¡JA, JA, JA! Sebas, Sebas. ―Ahora me habla al oído.
―Por favor. Déjame en paz. ―Le ruego en medio del llanto.
―Tranquilo, muchacho. No es para tanto. ―Me dice la molesta voz en un tono demasiado suave.
Abro los ojos de repente. Son las nueve de la mañana y me encuentro en el piso de la sala. A mi alrededor solo veo botellas vacías, colillas de cigarrillos y un escarabajo que camina tranquilamente al lado del sofá.