Nacida en Medellín en 2021, Antifobia, presenta su álbum debut ‘Bajo la Tormenta’, como una invitación a superar los momentos de oscuridad
‘El Gancho’: una película colombiana de vaqueros en bicicleta
‘El Gancho’, retrata la travesía de hacer cine en Colombia; al tiempo que profundiza en la amistad en medio de las carencias afectivas
‘Mal y un reloj’ (Ale Camalión): una crónica synthpop de la depresión
«No tengo más que este lugar, un sueño inscrito en el tejar»
‘MAL Y RELOJ’ (ALE CAMALIÓN)
(Medellín, Antioquia, Colombia)
Por, Olugna
Seis y cinco de la tarde. La noche, poco a poco, tiñe a la ciudad de oscuridad; la depresión, con la calma de un autómata, se acerca para habitar de nuevo su lugar favorito: una mente abatida y saturada. Siete y cuarenta y cinco. Junto a la depresión, pensamientos confusos y sueños irresueltos se preparan para una tertulia en compañía del insomnio y la soledad. Tres y veinticinco. Ha sido una pijamada intensa de trastornos, tristezas y desolaciones. En pocas horas saldrá el sol y la rutina habrá de repetirse una vez más: día tras día, semana tras semana ―con algo de suerte irónica― año tras año.
―Siempre sospeché de sufrir depresión, pero fue tan solo tras haberla vivido en su peor expresión que entendí lo que implica para alguien padecer una enfermedad como esta―. Afirma Ale Camalión, artista colombiano que presenta su más reciente canción ‘Mal y Reloj’.

Pudo haber sido un domingo ―el día perfecto para suicidarse, según Rafael Chaparro―; pero, también, pudo ser un viernes. El tiempo, al fin y cabo, es preciso y sabe cuál es el momento ideal para recordarnos que ―entre la prisa y el afán― la depresión aguarda con paciencia para ingresar en nuestra mente y no soltarnos; agazapada, en medio del caos de enfrentarse a una ciudad fría y cada vez más hostil, sabe que la frustración, los sueños rotos y la soledad, tarde que temprano, le abrirán la puerta.
Ale Camalion en ‘Mal y Reloj’, su canción más reciente, aborda la danza sincrónica entre la depresión y el tiempo. Lo hace a partir de una lírica metafórica narrada en primera persona, que refleja los pensamientos que se pasean por una mente trastornada; lo complementa con una atmósfera envolvente formada por la fusión del pop, new age y synthpop y lo recrea en una pieza audiovisual animada, sencilla y simbólica, en la que el ser humano es un gato que contempla la noche ―la vida― desde un tejado.

«No tengo más que este lugar / Un sueño inscrito en el tejar / la noche, el frío en la ciudad / Y el tiempo que quiero parar»
―Tras conocer el canto de esa “Gran Sirena”, busco ofrecer mi voz enmarcada en un paisaje sonoro―, agrega el artista.
Animada por la artista Sonia Carmona Giraldo, la historia narrada en el video de ‘Mal y Reloj’, plasma la sensación que genera la rutina y la zozobra que provoca saber que cada día que transcurre es igual al anterior. La canción que presenta el artista nacido en Medellín es el frío retrato de la vida adulta, la crónica de una existencia vacía.
―Espero que todos aquellos que duermen bajo agua atados al canto de la depresión y otras sirenas, puedan escucharla y les sirva para liberarse―, señala.
El sonido de ‘Mal y Reloj’, cercano al pop electrónico, es tranquilo y propicia ese diálogo simbólico con la lírica de la canción. La voz limpia de Alejandro Cardona Arango (el hombre detrás del seudónimo Ale Camalión), permite que el mensaje que busca entregar, llegue de manera clara y nítida.
El tiempo, usado como metáfora de la existencia, en el caso de ‘Mar y Reloj’, es precisa. El desgaste de los días, a medida que crecemos, define nuestra postura ante el mundo. La depresión y otras enfermedades mentales, terminan siendo la respuesta a las dinámicas modernas de la sociedad; las expresiones artísticas y ―en esta ocasión― la música, al retratar la angustia, se convierte en un catalizador que, si bien no cura, ofrece un espacio para desahogarse ―como lo describe Ale Camalion―, «lo suficiente como para volver a respirar».
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La Alborada: ¿tradición o vergüenza?
El primero de Diciembre del año pasado volvió a suceder, era de esperarse. A pesar de las múltiples campañas realizadas por la alcaldía y diferentes entidades públicas y privadas, a la media noche Medellín estalló de nuevo, como ya es costumbre desde hace unos 14 años.
Por, Erika Molina Gallego
El primero de diciembre del año pasado volvió a suceder, era de esperarse. A pesar de las múltiples campañas realizadas por la Alcaldía y diferentes entidades públicas y privadas, a la media noche Medellín estalló de nuevo, como ya es costumbre desde hace unos 14 años.
Antioquia por lo general ocupa el primer lugar en número de quemados con pólvora durante las fiestas decembrinas, no aprendemos. No funcionan las prohibiciones, las multas, ni la vigilancia, porque como cosa rara, la policía se hace la de la vista gorda. Que somos los más emprendedores, los más innovadores y los más “verracos” tal vez sí, tal vez no, depende de muchas cosas. Lo que sí es claro, es que de memoria estamos muy mal y que si la intención es demostrar poderío, ésta definitivamente no es la forma.
Campañas como No le metas fuego a la Navidad y la Huellatón no fueron escuchadas y aunque para muchos esta práctica ha menguado, la verdad es que la última noche de noviembre sigue siendo una pesadilla, una noche larga para una gran cantidad de personas, en especial para quienes tienen en sus casas niños pequeños y mascotas.
Aunque muchos de los que se divierten ruidosamente con este penoso evento piensan que es una “tradición” que ha estado desde siempre en Medellín, la realidad es que no es así, y su origen en lugar de ser motivo de celebración, debería ser motivo de vergüenza y tendría que ser erradicado por completo y de raíz, como muchas de las cosas que hacemos en Colombia casi por inercia, sin tener en cuenta de dónde vienen, cuándo nacieron o quiénes fueron sus creadores. La Alborada no nos identifica, lo hace con aquellos que quisieron sembrar en nosotros la sombra del mal, y que tristemente, lo lograron.
En 2003 Diego Fernando Murillo Bejarano, alias ‘Don Berna’ llenó a Medellín de pólvora para celebrar la desmovilización del bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de Colombia ―AUC. Las explosiones fueron largas y ruidosas y tristemente se han repetido año tras año hasta la actualidad. Somos un país sin memoria, no sabemos o no queremos saber, y a pesar de todas las razones de peso que existen para dejar de lado esta penosa herencia que nos dejó el paramilitarismo, seguimos disfrazándola de fiesta, de tradición, casi de patrimonio. La hipocresía nos consume, mientras nos indignamos porque en el exterior no nos bajan de “traquetos” y nos tratan con toda clase de improperios y todos los días nos quejamos, de la delincuencia, de la violencia, de la corrupción, de todo, hacemos apología al delito en cuanta ocasión encontramos.
En esta práctica de bienvenida al mes de diciembre, no hay distinción entre jóvenes, adultos, e incluso niños, las emergencias no se hacen esperar y los quemados van a parar a urgencias amargando la navidad de ellos y de sus familias. Las excusas son muchas, la más escuchada: “diciembre sin pólvora no es diciembre”. Las redes sociales son inundadas de imágenes y videos de luces y explosiones por toda la ciudad, se presumen con orgullo, como si fuera un logro, una medalla, un reconocimiento, algo digno de mostrar.
Los quemados no son las únicas víctimas, los animales y el medio ambiente son los más afectados. Las mascotas se estresan, se desesperan y hasta pueden llegar a sufrir paros cardiacos, pues su capacidad auditiva es mayor a la del ser humano, las aves se desorientan, huyen de sus nidos y en muchos casos no regresan, y el aire de Medellín, ya bastante deteriorado, se cubre de tóxicos, mismos que van a parar a los pulmones de todos los ciudadanos, incluso de aquellos que odiamos la bendita alborada.
La quema de pólvora además de ser dañina y peligrosa, es ilegal, y esto todos lo sabemos, pero aquí todos somos “muy vivos” y no falta el vecino, el amigo y hasta el “tombo” que la consigue, eso es lo de menos. El placer y la adrenalina que genera lo prohibido nos consumen, y las explosiones más que para celebrar, retumban con fuerza para demostrar a las autoridades que al final, siempre hacemos lo que nos plazca.
Esto no es Medellín, al menos no es lo que siempre fue, no debe ser lo que aprendan las nuevas generaciones, ni lo último que recuerden los viejos antes de morir. Medellín es belleza, calidez, amabilidad, solidaridad, un lugar en donde todos se sienten como en casa, es el chocolate de la abuela, y sus interminables historias, es campo y ciudad, debe ser civismo y educación, y aunque ya hemos logrado mucho después de años de estar sumidos en un terrible lodazal, terminar con prácticas como La Alborada sería un paso más hacia la libertad que tanto añoramos, una real, sin restos de la anticultura que nos dejó el paramilitarismo.
Por, Erika Molina Gallego
@Erikamolina122
Flores hechas tradición
El amanecer está cerca, faltan sólo dos horas para que empiece a salir el sol y el frío se hace más fuerte. En fila empiezan a llegar las camionetas que llevarán a su destino el alma de la tradición silletera. El cansancio de varios días de trabajo no borra las sonrisas de estos hombres y mujeres que, teniendo listas sus silletas, se disponen a engalanar la ciudad con sus hermosas obras de arte.
Cada año, en agosto, Medellín se viste de flores. Durante diez días los paisas muestran al mundo lo mejor de su cultura, de sus tradiciones, de una raza trabajadora y humilde, dejando claro que son mucho más que Pablo Escobar, narcotráfico y Álvaro Uribe Vélez.
El silletero nace, no se hace, es una tradición que corre por las venas y que se ve reflejada en los ojos de cada hombre, mujer y niño que, el siete de agosto viste con una sonrisa en el rostro, su traje típico.
Las calles se llenan de turistas de todas partes del país y del mundo, ansiosos por disfrutar al máximo cada acontecimiento. La programación es variada, para todos los gustos y en diferentes zonas de la ciudad. Tablados populares, fondas, mulas y arrieros, festival de la trova y eventos culturales están a la orden del día para todo aquel que quiera “ponerse de ruana” la feria, mejor dicho de poncho, sombrero y carriel. Pero hay algo que todo turista sabe, si no fuiste a Santa Elena, no fuiste a la feria, y es que este corregimiento ubicado al oriente de la ciudad, es el epicentro, el alma, el origen mismo de la feria de las flores.
El 1 de Mayo 1957 se llevó a cabo el primer desfile de silleteros, con solo 40 de ellos, como homenaje a todos aquellos campesinos que durante años utilizaron esta estructura de madera para transportar en su espalda las flores y demás productos que cultivaban, desde su lugar de origen, hasta Medellín. En 1958 el desfile se realizó en agosto, mes en el que se celebra la independencia antioqueña y a partir de allí se convirtió en una tradición que sería una de las más grandes representaciones de la cultura paisa. Declarado en 2015 patrimonio inmaterial de la nación, el desfile de silleteros es el evento más importante de la feria, y alrededor del cual giran todas las actividades de la misma.
Caminar por las veredas de Santa Elena la semana previa al desfile es toda una odisea, buses, camiones escalera, personas bailando aquí y allá, tomándose fotos, queriendo participar, aunque sea un poco en la elaboración de las silletas. Las hay de todos los tamaños y formas, son cinco categorías: tradicional, monumental, emblemática, comercial y para este año se incluyó una nueva, la artística, que en realidad ya existía, pero no estaba clasificada.
Los silleteros sonríen, atienden a la gente y, sobre todo, trabajan. La fabricación de una silleta puede tardar desde una noche, en el caso de la tradicional, hasta un mes, en el caso de las emblemáticas y las artísticas, aunque en todas ellas hay un trabajo previo, en el que participa toda la familia.
Y es que si algo es importante para estas personas trabajadoras, es precisamente la familia. Aquí nadie trabaja solo, lo que para muchos es un evento de rumba y diversión, para ellos es más una escuela, una manera de transmitir su conocimiento y amor por su labor a la siguiente generación. Desde los abuelos hasta los niños, desde los padres que cultivan las flores con sus manos, hasta los hijos que se decidieron por la universidad. En feria todos son campesinos, todos son silleteros, todos son tradición.
Elaborar una silleta va mucho más allá de lo manual, aquí se involucra todo un plan de diseño, carpintería, dibujo y decoración. La creatividad juega un papel importante en una competencia reñida, donde los ganadores serán pocos, pero basta ver la cara de satisfacción y alegría de cada integrante de la familia para darse cuenta de que, independientemente del ganador, del premio o del reconocimiento, este esfuerzo se hace más por orgullo, por amor a la tradición, a la herencia, a sus raíces.
Entrar a una finca silletera, es sentirse en casa, aquí a nadie se trata como un foráneo, las casas se llenan de gente, los turistas observan con admiración el trabajo que paso a paso va creando un resultado único y disfrutan de un agua de panela caliente, mientras conversan con la familia, como cualquier primo que llegó de lejos.
La luz del sol despunta en el oriente y ya todos los silleteros se han ido, en las veredas de Santa Elena el silencio hace eco después de los días de fiesta. Las familias, cansadas del trabajo de tantos días, se disponen a dormir
La sala de la casa de un silletero no es como cualquier otra; está llena de emblemas que lo llenan de orgullo, cintas que representan su historia, reconocimientos por su labor, recortes de periódicos, recuerdos de sus viajes y fotos de sus más preciados tesoros, las silletas, que año a año le han permitido desfilar por las calles de Medellín exhibiendo allí todo el legado de sus antepasados.
El silletero nace, no se hace, es una tradición que corre por las venas y que se ve reflejada en los ojos de cada hombre, mujer y niño que, el siete de agosto viste con una sonrisa en el rostro, su traje típico.
La luz del sol despunta en el oriente y ya todos los silleteros se han ido, en las veredas de Santa Elena el silencio hace eco después de los días de fiesta. Las familias, cansadas del trabajo de tantos días, se disponen a dormir, antes de que empiece la transmisión del desfile. En Medellín la fiesta continúa en su máximo esplendor, las calles abarrotadas de gente esperan ver a más de 500 silleteros desfilar orgullosos llevando en sus espaldas hasta 95 kilos de historia, de cultura, de tradición.
El día termina con un primer puesto por cada categoría y un ganador absoluto; el mejor entre los mejores. La gente se dispersa, las silletas son llevadas a diferentes puntos de la ciudad y los silleteros regresan a su hogar. La fiesta ha terminado y los campesinos vuelven a su rutina diaria, satisfechos por la labor cumplida. Santa Elena vuelve a ser la misma, tranquila y callada y los habitantes de la ciudad siguen su vida inconscientes de que en su aula de clase, en la empresa donde trabajan o en una silla del metro a su lado hay un artista, un campesino, un silletero que durante poco más de una semana se convierte casi en una celebridad.
Por, Erika Molina Gallego
erikamolina@rugidosdisidentes.co
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