Los fines de semana caminamos los centros comerciales con la seguridad que ofrece una tarjeta de crédito. Lo debemos todo, qué importa, vivimos «bien». En Creeps, en Beers, en Wok o en Andrés Carnes de Res nadie se siente pobre.
Según cifras del DANE de 2015 había en el país un 27.8% de personas en situación de pobreza, un 8.1% en pobreza extrema; es decir, un 35.9% de la población que subsistía para entonces con un ingreso inferior a 894.522 pesos era considerada pobre, quedando por fuera de esta circunstancia, según la medición oficial, los hogares cuyo ingreso superara esta cifra, aunque en la práctica sus ingresos no fueron suficientes para suplir las necesidades básicas en su totalidad ni con la calidad debida. Así mismo, un estudio realizado por la firma especializada en mediciones de consumo, RADDAR CKG, señala que el 79.2% de la población colombiana se encuentra ubicada entre los estratos 1, 2 y 3 ( un poco más de la tercera parte del país).
Frías estadísticas que reflejan una verdad incontrovertible: Los pobres somos más. El silencio que desde hace mucho tiempo nos ha acompañado, como también las nefastas decisiones que hemos tomado como sociedad, cuando por fin vencemos a la tentación de la pereza y salimos a votar, son los dos factores que nos tienen a los pobres –la inmensa mayoría del país– más pobres. El primero nos hace indiferentes ante la realidad que otros colombianos viven a diario en campos y ciudades, incluso hace que desviemos la mirada de nuestro propio entorno y callemos esa voz interna por diversas razones. Bien reza la sabiduría popular cuando afirma que el silencio otorga y en el caso colombiano, no sólo permite que nuestros derechos nos sean vulnerados, también nos hace pensar que no tenemos opción, que igual todo permanecerá estático y los ricos y poderosos cada vez lo serán más, mientras que los pobres no tenemos más alternativa que la de resignarnos a nuestra desgracia.
El segundo nos pasa factura después de cada elección, cual si fuéramos la novia masoquista que es golpeada todos los días por su pareja, seguimos dándoles una última –eterna– oportunidad a los rufianes que rigen el destino de la nación a su acomodo, mientras que nosotros, los pobres, recibimos los azotes de nuestro voto. La culpa es de nosotros, los pobres. A diario, en las mañanas, rumbo a nuestra labor, en muchos casos remunerada miserablemente, descargamos la furia interna que nos acompaña, con esos otros pobres que, como nosotros, salen a ganarse el pan para sus familias o a buscarse un mejor futuro en un aula universitaria. Los empujamos con tal de ganarles una deseada silla roja en un bus, los insultamos, los maltratamos. Somos la mayoría y aun así somos incapaces de solidarizarnos con ese otro que se parece tanto a nosotros y que vive y sufre circunstancias muy similares a las nuestras.
En las noches distraemos la desgracia de salir todos los días a producir montañas de dinero para otro, al frente de una pantalla plana de 48 pulgadas que pagamos, «sin sentirla», con el recibo de la luz y que nos da un sorbo de alivio al dibujarnos un imaginario en el que ya no somos pobres, sino pertenecientes a una clase media, que no sabemos bien dónde comienza ni de qué forma es clasificada. Los fines de semana caminamos los centros comerciales con la seguridad que ofrece una tarjeta de crédito. Lo debemos todo, qué importa, vivimos «bien». En Creeps, en Beers, en Wok o en Andrés Carnes de Res nadie se siente pobre.
Nosotros, los pobres, somos culpables. Somos honestos, es cierto. También competentes, creativos y luchadores, aun así, permitimos que una gran empresa nos pague limosnas, nos irrespete los tiempos de descanso y nos compre con prebendas ridículas. Somos culpables, también, porque si tenemos un negocio propio, somos desleales al momento de competir con nuestro vecino, regalamos nuestro trabajo con tal de ganar una venta, qué más da, si mañana estamos en quiebra por esa decisión.
… representan una reducida minoría que encontró una forma económica y política de controlarnos: El miedo a morir de hambre, el miedo a seguir hundidos en la pobreza. Somos culpables por vivir arrodillados y resignados a la obediencia.
Somos la inmensa mayoría, es cierto. Sin embargo aprendimos a callar y decidimos dejar nuestro destino en manos de ellos, los de siempre: los Lleras, los Santos, los Santo Domingo, los Ardila Lulle, los López y otros cuantos poderosos, que igual representan una reducida minoría que encontró una forma económica y política de controlarnos: El miedo a morir de hambre, el miedo a seguir hundidos en la pobreza. Somos culpables por vivir arrodillados y resignados a la obediencia. Somos la inmensa mayoría, acostumbrados desde chicos a que la lucha es la base de la esperanza, pero cuando debemos reaccionar masivamente no lo hacemos, preferimos el confort que ofrece un Smart tv que el desespero de una sociedad que sabe y que desea un cambio, pero que es incapaz de movilizarse por un sueño colectivo. Somos culpables cuando permitimos que a causa de nuestra ignorancia, aquellos que se hacen llamar doctores –sin serlo– nos deslumbren con espejos y promesas de ciudades futuristas, cuando estamos anclados en el subdesarrollo, cuando permitimos que ellos –los elegidos– diseñen, desde un escritorio, nuestro destino o saqueen el erario, para que ellos puedan seguir siendo, de esta manera, cada vez más ricos.
Cuando no hacemos una fila, cuando aprovechamos «la papaya» o cuando sacamos beneficio de un subsidio al que no tenemos derecho, somos iguales a esa minoría que por años ha sido ama y señora del país y, si se quiere también, de nuestras vidas. Cuando permitimos que nuestra fe sea usada para servir a otros fines diferentes a los espirituales, cuando le damos licencia a un pastor para que nos diga por quién votar, cuando además, con nuestro dinero, hacemos de ese «mensajero de Dios» otro rico, cuya fortuna construye con dedicación culto tras culto.
Para qué quejarnos, si nosotros mismos, los pobres, hemos sido los tejedores de nuestra derrota en un sistema que devora al más débil. Aún no despertamos y quizás nunca lo hagamos. Lástima, porque Colombia sería un mejor país, si fuera gobernado por nosotros, los pobres, si asumiéramos con seriedad esa mayoría a la que pertenecemos y nos comprometiéramos, de verdad, por un mejor país.
Por, Andrés Angulo Linares
@OlugnaElGato
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Columna de Opinión publicada originalmente en http://www.eldiabloviejo.com/content/posts/id/757