Siete canciones, siete relatos; un álbum, una vida
Por, Olugna
Hasta hoy me había negado a visitar la tumba de mi padre. Imaginaba que venir a visitarlo sería caminar hacia una noche sin final y terminaría perdido en una oscuridad sin retorno. Muchas veces deseé estar aquí, a su lado, bajo tierra, cubierto por una losa de cemento. Pero en cambio estoy tratando de sostener el monólogo irracional en el cual los vivos pretendemos conversar con los muertos. Eso ha sido mi vida: un intenso monólogo con muertos. Quizás por eso me sentía desfallecer, porque era indiferente a los dramas que atraviesan a los seres humanos. La muerte no es el único drama, no es la única verdad.
El pasto está fresco por la humedad de la mañana. Los rayos del primer sol caen sobre mi rostro para desplegarse sobre la guitarra de cinco cuerdas que dejé sobre la tumba. Podría pasar todo el día holgazaneando entre los montículos de tierra, escuchándote, papá, pues tu voz sigue en mí. O eso comprendí anoche, en medio de ese sueño que hasta hace unos meses fuera pesadilla y ahora solo es un recuerdo; un esbozo de vagas ilusiones, de miedos ocultos. ¿Podría explicarte por qué estoy aquí? ¿Podría explicar que al fin tuve el coraje de perseguirte en el sueño, de levantarme en medio de la tormenta y abrazarte antes del final?
Empieza a llover. Impávido observo cómo el agua baja por la losa de mármol, mojando tu nombre y los recuerdos que pasan frente a mí, como bocanadas de existencia que se ahogan en los suspiros de vida que se marcharon contigo, cuando ese maldito estruendo rompió el silencio. Me detengo en las fechas que fueron grabadas debajo de tu nombre (1956 – 1996): una vida resumida en dos números que retozan en la fragilidad con la que fuimos dotados para enfrentarnos al amor y al odio, a la vida y la muerte, a la memoria y al olvido.
Cada gota de agua es una aguja que inyecta su veneno: instantes de existencia detenidos en retratos consumidos por el tiempo y desgastados por el olvido. En un recuerdo veo a mi lado ese niño que llevabas de la mano al colegio, con el que jugabas en el parque; el mismo al que le pegabas suavemente en el rostro, porque te sentías orgulloso de él. Ese niño, cuyos rasgos de su rostro fueron dibujados con tus mismos trazos; una viva imagen tuya, la prolongación de tus pasos, el portador de tu legado.
Soy el portador de tu legado y tu voz está en mí. Eso comprendí anoche, entre las nebulosas confusas de mi sueño, mientras intentábamos cruzar el parque, corriendo bajo la lluvia que se rompía contra de las piedras. Al otro lado del parque contemplamos un abismo y el suelo tembló y mis piernas empezaron a flaquear. Tu corrías y quería gritarte ¡Detente! pero no hubo necesidad, porque apretaste mi mano para no dejarme caer, mientras me decías que una fuerte sacudida no era el fin. Sonreí, sentí tu paz. Intenté darte las gracias, pero la voz que salió de mi boca no era mi voz, sino la tuya, diciéndome que te dejara ir. Sentí tu beso sobre mi frente y otra vez el estruendo que marcó tu adiós; pero no desperté en medio de la desesperación, de alguna forma te quedaste en mí. Tu voz y tu aliento siguen en mí, vivos, libres, presentes.
La noche cae sobre la ciudad, a lo lejos, la oscuridad desdibuja las formas y hace que el universo sea todo el mismo, un infinito ciclo de vacío. A medida que me alejo del cementerio mi sombra crece y decrece, ha cesado la lluvia, una golondrina canta sobre las esculturas de los arcángeles. El sepulturero me dice que hace frio, mal día para ser un solitario. Pero no estoy solo, ahora sé que mi viejo habita en mí.
Sonia llegó a visitarme con arroz chino para el almuerzo, entró por primera vez a mi casa, la encontró ordenada, sin botellas de whiskey en el piso ni colillas de cigarrillo, halagó mi guitarra nueva, las fotografías de los conciertos, la foto grupal con mis estudiantes dónde reímos a carcajadas. Esbozaba sonrisas de aprobación en cada foto, pasó sus ojos por mis discos de música y llegó hasta el altar que le construí al viejo. Dos velas encendidas cuidaban un retrato ajado y una inscripción en papel piedra: ¡tu voz sigue en mí!
FIN.
Estas notas fueron encontradas en una casa en proceso de demolición para la renovación urbana de la ciudad. Entre los escombros se encontró también el disco con las canciones de Braulio; se encontraron, también, los certificados de conciertos de sus conciertos, medallas y premiaciones con fechas posteriores a las cartas. Además, fotografías de Braulio con la barba cana y una fotografía que asumimos es la de su padre. Algunas cartas de felicitaciones de sus amigos y discípulos. Todo el material fue donado al Museo de Música Independiente.