Puto inicio de verano. Desde esta ventana veo todos los edificios derretirse bajo el sol. No es que odie el calor. No odio nada. A lo sumo una sensación amarilla invadiéndome el pecho. Espera, creo que sí odio el verano. Estoy menos conforme conmigo mismo cuando el aire tiene veintisiete grados Celsius. Odio despertar bañado en sudor después de haber dormido con la ventana abierta. Odio ese resplandor que le da el sol a las cosas. Por sobre todo odio ese condicionamiento emocional que la mayoría percibe con el verano. Qué más da. No importa cuánto deteste el calor, seguirá ahí, jodiendo vivir diurnamente, demostración de que no interesa cuánto queramos cambiar una situación, esta quedará igual hasta que cierre su ciclo natural. Lo mismo pasa con el amor. Lo mismo con el dolor por los muertos. Condenados a sentir cosas que no queremos. Suspiro. Nada de pensamientos, por favor. Odio también pensar en cosas que no sirven para nada.
Por, Jorge Montoya*
Hoy es mi último día de trabajo. Me despidieron ayer. Me da igual. Sé que Camila se enojará. Estábamos ahorrando para la operación de Fernanda. Seguramente se le hinchará el cuello, se pondrá roja y me gritará tratándome de inmaduro de mierda. Enumerará todas las veces que me han botado del trabajo, me dirá parásito y me señalará el retrato de Óscar. Óscar estaría avergonzado de saber que estás así, desperdiciando todas las oportunidades que te dan. Papá está muerto, Camila, acéptalo, no se puede avergonzar de nada. Ella no me preocupa. Fernanda sí. Sé que en algún momento me preguntará ¿Qué pasa? Y la odiaré porque sabe perfectamente que pasa. Y me mirará dulcemente y la odiaré más porque ella me ama por sobre todas las cosas, sobre su cáncer y mi descuido y me dirá que no importa, que puede esperar un poco más y me volverá a mirar así y entonces tendré miedo de la emoción que sus ojos me vayan a provocar.
Por lo demás todo me da igual. El cáncer de Fernanda es intratable. Ella lo sabe, yo lo sé, los doctores lo saben. La única que se aferra a la negación es Camila. Creo que en el fondo lo sabe también, pero su amor la obliga a la esperanza. Su función de madre, su rol familiar. Suspiro. Supongo que es así porque cree que es lo que esperaríamos de ella. No sé si Fernanda espera eso de ella. Yo no. No espero nada de nadie y quiero que nadie espere algo de mí.
Hola Tadeo. Tadeo voltea. Mina está apoyada en el marco de la puerta de la oficina. Pensé que ya no vendrías hoy. Tadeo solo hace una mueca y alza los hombros. Te vamos a extrañar, dice Mina. Ella miente. Yo nunca intimé con nadie. No hice amigos aquí. Nadie puede extrañarme. Sí bueno, dice Tadeo, da igual. ¿Qué harás ahora? No sé, podré levantarme tarde y tirarme en el centro de mi cuarto, mirando las manchas del techo. No es broma, pero Mina se ríe. Toda la oficina está llena de sol. Creo que le gusto a Mina, siempre ha estado atenta a mí. Me mira como esperando algo, como queriendo algo. Mina es linda, pero linda hasta el fastidio. Tiene toda su oficina llena de muñequitos de porcelana y cuando habla pronuncia las palabras como si fuese una profesora de inicial enseñándoles buenos modales a los niños. Además solo se viste de rosa. Te vamos a extrañar, vuelve a decir. ¿Por qué me extrañarás? Y Mina se confunde y se sonroja. Sí, le gusto.
La puerta de la oficina del jefe tiene un cartel con letras doradas. Julio Gagó Pérez, Congresista de la República. Toco tres veces. Adelante. Abro la puerta y paso. Toda la habitación también está llena de sol, pero aquí hace frío, está fresco. Es la única oficina donde hay aire acondicionado. Ah, es usted señor Guerra. Vamos siéntese. Dios mío, es increíble que este hombre sea el jefe. Su escritorio tiene un amontonamiento caótico de papeles. Odio el desorden, quizá sea mi única virtud. Sobre una torre de archivos tiene un cenicero que parece no ha limpiado nunca y sobre el módem está el mismo plato con restos de un pastel de acelga que he visto desde inicios de semana. Supongo que desea su carta de despido ¿No es así? Mierda, Gagó, qué poder de deducción tan sorprendente. Sí señor, me limito a decir. Créame que no me ha sido grato tener que despedirlo. No me gusta dejar sin trabajo a nadie. Entonces no me despida, señor. Se ríe, sabe que estoy ahorrando para la inútil operación de mi hermana y se ríe. ¿Por qué cree que lo despido, señor Guerra? No lo sé señor. ¿No lo sabe? A ver, comencemos. Primero está su descomunal falta de puntualidad. Lleva trabajando aquí tres meses y solo ha llegado doce veces a la hora indicada. ¿Por qué no puede ser puntual? Verás Gagó, sufro de insomnio. Me quedo despierto hasta las cuatro de la madrugada. No sé qué hacer. No quiero tomar pastillas para dormir, odio todo lo sintéticamente farmacéutico. Me quedo frente al ordenador hasta que el cielo se pone azul intenso, Escuchando música en Soundcloud. Entrando a chats de trasnochados. Publicando entradas en mi blog. Estoy así todos los días. Y lo sé, pero no puedo cambiarlo, sigo del computador al baño, del ordenador al refrigerador para sacar un vaso de jugo de zanahoria. De ahí a la cama solo después de sentir que dormir es una acción ineludiblemente pesada. Y sé que debería estar aquí a las nueve. Pero a las diez y cuarto yo recién tomo conciencia del día. Y despertar y levantarse son dos cosas distintas, Gagó. Me paso veinte minutos contando del uno al diez, en reversa, con la convicción de que cuando termine de contar me levantaré, me bañaré y me haré el nudo de la corbata. Pero el truco es que solo me levantaré si en mi cuenta regresiva no hay ningún ruido que altere el sopor de la mañana, sino tendré que volver a contar. Y siempre hay ruidos en mi casa.
Y sé que es una irresponsabilidad monstruosa, pero que quieres que haga. Por más fuerza que le pongo a las ganas de salir de mi cama, que en esta época, a las diez y cuarto de la mañana ya hastía, no puedo sino hasta que Camila me dice que es increíble que aún esté en casa y tengo que levantarme de un salto sin pensar porque si lo pienso volveré a contar del uno al diez y bañarme y peinarme y abotonarme la camisa tiene un sabor igual a la rutina que hacia Sísifo. Pero tú no sabes quién es Sísifo ¿Verdad, Gago? Pero no le digo nada de esto, estoy a punto de sincerarme con él y decirle todo lo que pienso, pero solo respondo ¨Lo siento señor, el sueño me gana¨ Y él se ríe y repite mi respuesta, como saboreándola. El sueño me gana. Usted no ha trabajado nunca duro, ¿Verdad señor Guerra? Nunca ha tenido que darle la espalda al placer y hacer lo que la sociedad espera que uno haga y empieza a hablarme sobre el trabajo y el deber, este hombre que desde que ganó su curul en el Congreso nos manda hacer todos sus trabajos. Este hombre que se copia los proyectos de ley de gobiernos extranjeros. Este hombre que propuso la reducción de las horas de trabajo para los parlamentarios. Y yo sé el caso delicado de su hermana. Créame que lo sé, pero eso debió de haber sido un acicate para laborar con más tesón y prontitud. Trabajo, vocación de servicio, señor. Cualidades que usted no posee. Y no quiero sonar paternalistamente reprensivo, pero usted es la antípoda del esfuerzo. Mírese, sin expresión alguna en la cara a pesar de que está a punto de quedarse sin trabajo. Pero no es un problema suyo, señor Guerra, es algo generacional. Todos ustedes son abúlicos, lánguidos. No hacen sino suspirar por lo desafortunadas que son sus vidas. No pueden calarse la cabeza en los hombros y continuar activamente, sino que solo dejan que las cosas les sucedan. Así nada tiene sentido. Así nada vale la pena. Ustedes no viven, sino que solo soportan vivir. Ese es su problema. Un esplín. Un esplín digital, cibernético. Porque algo les hace la tecnología, se ve. En algo los está cambiado. Quizá ustedes no lo vean, pero yo sí, yo que soy de antes, de una era pre-módem. No sé si se están dejando moldear pasivamente por la tecnología, o es más bien una simbiosis. Pero problema es que…, en fin, no necesito decírselo, usted lo descubrirá con los años. Ahora, su carta de despido la tiene la señorita Mina.
Salimos de su oficina y llegamos a recepción. Señorita, la carta de despido de Guerra. Señor, usted no la ha firmado aún. Gagó bufa. ¿Sabe qué? Mejor vuelva en una semana, se la daré el otro jueves. ¿No la puede firmar ahora? Ahora no, tengo asuntos pendientes, yo sí trabajo y cruza la puerta y sale al pasillo. Nos vemos la otra semana. Antes de que termine de hablar, tipos con cámaras filmadoras y micrófonos se acercan. Son periodistas. No se presentan ni nada, sino que enfocan a Gagó y le estiran micrófonos a la cara ¿Pero qué significa esto?, pregunta. Le toman fotografías con un flash capaz de dejar doblemente ciego a alguien. Tenemos acá al congresista Gagó, listo a dar sus descargos a las acusaciones que se le hace. Gago no entiende nada. Hemos descubierto que usted, a pesar de estar prohibido por Ley, ha tenido negocios con el Estado abusando de su cargo como congresista, facturando ganancias con un valor superior al de los cinco millones de soles. Gagó abre los ojos de una forma tal que parece una caricatura. Usted es dueño de Khamsa, una importadora de fotocopiadoras. Usted sabía que no podía ganar licitaciones para su empresa, así que ha usado a la empresa CopyGepot y a su gerente, Fernando Espino, como testaferros para ganarlas ilegalmente. Además usted es acusado de despidos arbitrarios y de no pagar compensación por tiempo de servicios. ¿Sabe que puede ser suspendido en el congreso? ¿Sabe que puede ser desaforado? Gagó no puede siquiera reaccionar. Debo decir que la irrupción de los reporteros ha sido imprevista, incluso para mí. El periodista levanta un micrófono y se lo extiende a Gagó, pero este no responde nada, no hace nada por unos minutos, hasta que por fin reacciona, se enrojece y simula –simula mal- estar ofendido y pregunta que quiénes son ellos y qué hacen irrumpiendo en una oficina congresal de esa manera ¿Y qué pruebas tienen de sus acusaciones, a ver dígame, qué pruebas? Y creo que luego se debió arrepentir de preguntar, pues el periodista le muestra unos papeles donde parece estar todo. Fotocopias de los contratos, facturas. Todo, todito, todo. Hasta le muestran supuestos audios. Y en vivo para el canal dos las reacciones del congresista Gagó respecto a las acusaciones en su contra y lo enfocan con las cámaras y Gagó vuelve a quedarse mudo y yo trato de que mi rostro no muestre reacción alguna. Y por último el congresista grita, sin pensar en que su pregunta admitía su culpabilidad ¿Y cómo rayos saben todo eso? Y mientras los camarógrafos del canal dos lo enfocan, yo respondo, lo más discretamente posible. Fui yo. Y no se preocupe por mi carta de despido, la recogeré otro día.
Perú, 1990
*Click para conocer más sobre el autor: Jorge Montoya
Sitio web Jorge Montoya: http://gatoazuldeojosnegros.tumblr.com/http://blubuc.blogspot.com/
El epilogo de esta historia está en:
http://elcomercio.pe/politica/actualidad/claves-saber-lo-que-paso-caso-gago-noticia-1765825
Categoría: Cuento
Evaluado por Iván René León
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