Había humo en el pueblo y se escuchaban gritos y estallidos. Mariana llegó con más personas a la escuela. “Dónde está mi papá” preguntó Jazmín. Pero mamá no decía nada. Después se secó las lágrimas, respiró profundo, los agarró duro de las manos
Ya era un adulto cuando regresó a su tierra y aún miraba desconfiado los rincones donde se pudieran camuflar las culebras…
De la vieja casa solo quedaban escombros y un par de paredes con rastros de incendio. Formando la esquina del comedor, quedaba la ventana que daba vista hacia el riachuelo, donde diez años antes, Jazmín y Pablo jugaban con su tortuga de agua dulce. La habían pintado para que no se les perdiera y la pudieran reconocer entre las piedras redondas y azules del río. En el centro le pintaron un corazón rojo y alrededor cinco estrellitas, una en cada casco. La casa tenía un jardín de margaritas en la entrada y detrás había un árbol de naranjas, junto al riachuelo de la tortuga.
Bajando la suave colina, quedaban tres potreros donde pastoreaban dos vacas. Pablo ayudaba a su papá a ordeñarlas por la mañana, antes de ir a la escuela. Mariana hacía el desayuno, mientras Jazmín recogía los huevos de las gallinitas. Cuando estaban listas las arepas, con el queso derretido y el chocolate espumoso, la alegre niña salía corriendo a llamarlos: “¡lelito, papá, Pablo, ya está el desayuno!”
La escuela quedaba arriba del pueblo; a diez minutos caminando por una carretera que serpenteaba entre eucaliptos gigantes y guayacanes de flores rosadas. Un día por la mañana, cuando entró al gallinero, Jazmín se encontró con una serpiente gigantesca comiendo huevos. Pegó un chillido escalofriante. Era miércoles. La niña ya tenía puesto el uniforme.
-¡Gustavo!– Mariana llamó asustada a su esposo. – ¡Gustavo! ¡Una culebra, una culebra! – Pero cuando Gustavo llegó con el machete, la serpiente ya se había escondido entre el monte.
Esa tarde, cuando Jazmín y Pablo estaban almorzando en la escuela, los profesores sacaron corriendo a todos los niños. Había humo en el pueblo y se escuchaban gritos y estallidos. Mariana llegó con más personas a la escuela. “Dónde está mi papá” preguntó Jazmín. Pero mamá no decía nada. Después se secó las lágrimas, respiró profundo, los agarró duro de las manos y les dijo:
– Ya no vamos a poder volver a la casa.
– ¿Por qué?– Preguntó Jazmín.
– Porque está llena de culebras.
– ¿Y dónde está mi papá y mi abuelito?
– Los picó una culebra.– Contestó mamá.
Cuando huyeron por la montaña, vieron incendiados los techos de las casitas del pueblo y la gente gritando y luchando con las culebras. “Yo vi a mi papá peleando con una culebra gigante” dijo Jazmín.
Al llegar a la ciudad, Mariana se enfermó. Debían dormir en un toldo armado con plástico y cartones, en el suelo, en la calle. Algunas personas los miraban con fastidio, pero otros dejaban monedas, en un plato de plástico, que Mariana ponía en la entrada al cambuche. Después le añadieron latas oxidadas, amarradas con alambre de púas y un toldo que tenía impresa la publicidad de una famosa bebida gaseosa.
Así pasaron diez años, Jazmín ya había cumplido 15 y Pablo 18; juntos habían aprendido a cantar en los buses y hacer filas de hasta tres días. Las personas del pueblo que habían sobrevivido a la invasión de las culebras, habían armado sus toldos, conformando un barrio de casas hechas con materiales reciclados.
Cada mes acompañaban a su mamá, a hacer una fila en un edificio del centro de la ciudad, que tenía un letrero que decía “Atención a Desplazados”. Por una ventana les entregaban un papelito, con el que hacían otra fila al día siguiente, para reclamar una plata.
Un día, en esa misma oficina para desplazados, le entregaron una carta a Mariana. Ella la leyó en silencio y su mano se fue poniendo temblorosa; cuando terminó de leerla, abrazó duro a sus dos hijos y se puso a saltar. Los muchachos comenzaron a saltar y gritar sin saber por qué, ni qué pasaba, solo celebraban de ver tan contenta a su mamá. En la carta decía que podían regresar a la casa.
– ¿Pero y las culebras?– Preguntó Jazmín.
– Ya se acabaron.– Contestó mamá.
Cuando Mariana, Jazmín y Pablo, entraron al espacio de su casa derrumbada, recordaron al abuelito; cuando les contaba historias mientras cuidaba las matas del huerto. Jazmín los llamaba a desayunar después de recoger los huevitos y Pablo le ayudaba a ordeñar las vaquitas a papá. Y recordaron, cuando se fueron cantando a la escuela, la última vez que pasaron entre el jardín de las margaritas.
Pablo buscó el árbol de naranjas. Lo encontró perdido entre el monte. Entonces regresó a la casa por un machete. Mariana se secó las lágrimas y sonrió cuando lo vio llegar. Él recogió el machete y les dijo: “No estén tristes. Vamos a reconstruir la casa y a despejar el monte para que no haya culebras”. Pero ellas no estaban tristes por la casa, sino porque estaban recordando, a papá y abuelito.
Pablo comenzó a despejar el monte hasta que llegó al riachuelo. Eran las doce del día y hacía un calor intenso. Las chicharras chillaban entre los árboles y los matorrales resecos. El agua era fresca y cristalina. Se zambulló en la cascada y movió algunas piedras redondas y azules, para hacerse una pileta. De pronto, en una sumergida, pudo ver en el fondo, una enorme piedra con un corazón rojo pintado en el centro. El tiempo y el agua le habían borrado dos estrellitas. La abrazó y ella lo reconoció. Después la llevó a la casa. Mariana y Jazmín volvieron a sonreír cuando pintaron nuevamente a Esmeralda, la tortuga de agua dulce. El corazón se lo repintaron de rojo. Repintaron tres estrellitas. Y donde le hacían falta dos estrellas, le pintaron una casita y una paloma.
Por, Carlos Alfonso Rodas Posada
sador.solcar@gmail.com
Sobre el autor…
Ciudad de origen: Cali
Fecha de Nacimiento: 7 de octubre de 1973
Título: Una Esmeralda de Corazón
Correo: sador.solcar@gmail.com
Revisó: Iván René Leín (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)
“… Es interesante cómo el autor busca una forma distinta de imaginar las causas del desplazamiento… una mirada que quiere llamar la atención sobre el dolor de dejar su tierra por miedo, me parece un texto valioso y valido para ser publicado…” – Iván René León
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