La violencia no es la solución. Complicado sería definirla así cuando en más de 50 solo ha dejado a su paso muerte, desplazamiento, orfandad y una peligrosa huella en nuestra cultura. Somos violentos, frente a este tema hay poco por discutir.
Sin embargo, aunque esté lejos de ser la solución, ha terminado por convertirse en respuesta.
Respuesta, por ejemplo, a los acontecimientos de la semana anterior, los cuales comenzaron con el asesinato de Javier Ordóñez y que a hoy ha cobrado la vida de una docena más de ciudadanos.
Una cruda respuesta ante el abuso de autoridad por parte de la Policía Nacional de los Colombianos y de la impunidad que ha hecho de esta institución un monumento intocable.
Impunidad, vale la pena precisar, que ha sido alimentada no solamente por el exceso de poder que le otorgó a la institución el Código de Policía, sino por la defensa que de esta hacen políticos afines al gobierno y por las justificaciones de una buena parte de la sociedad que ve en cada uniformado un héroe.
Las redes sociales parecen por estos días un vecindario, desde el cual vociferamos detrás de cada ventana nuestra –anhelada, según nosotros mismos– humilde opinión.
Uno de los pregones más escandalosos por parte de quienes defiende a la institución es, palabras más, palabras menos: “la próxima vez que lo roben, llame a su madre”, una protesta que nace desde la herida que produce que se insulte –según ellos–, la dignidad de la institución. Dicha expresión carece en sí misma de argumento, también, de vergüenza.
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La respuesta a estos ciudadanos solidarios e indignados es simple: ¡No! En caso de presentarse un hecho que ponga en riesgo la seguridad de un ciudadano, este no debe llamar a su madre, ni a la progenitora de nadie más. Debe llamar a la policía, pues es quien debe protegerlo, y dicha protección no está sujeta al descontento que pueda tener el afectado hacía la institución. En términos un poco más burdos, pero más cercanos al léxico uribista: ¡para eso les pagamos!
Duélale a quien le duela –siguiendo con el léxico uribista–, el deber de un policía, gústele o no, es el de garantizar los derechos de los demás ciudadanos.
Es de arrodillados y lambiscones, creer que hay una sumisión implícita por parte de los ciudadanos hacia un uniformado. No, no somos subordinados a la institución, por tanto, no debemos permitir que sus miembros hagan, literalmente, lo que se les dé la gana con nosotros.
¿Muy indignados porque los daños a los CAI se pagarán con dineros públicos? Vaya, cómo hacer para explicarles que el sueldo de los policías, la gasolina de los vehículos oficiales, las armas que usan, el abogado que ha de defenderlos cuando cometen atropellos y las indemnizaciones que debe pagar la institución cuando así lo determina la justicia, son pagados también con el erario.
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Si usted –ciudadano de bien, preocupado e indignado–, le preocupa más el concreto que la vida humana, le vendría de manera oportuna una autoevaluación que examine sus creencias, valores y ética. Claramente, algo está fallando cuando trata de equiparar un trozo de concreto con la vida de una persona.
Esa indignación permisiva y esas justificaciones enfermas, con las cuales se pretende restar importancia a los comportamientos delincuenciales de la policía, lo único que logra es que los uniformados –héroes, según el criterio de muchos–, se empoderen y se tomen la licencia de hacer con el resto de ciudadanos lo que se les dé la gana.
El respeto no se gana por el hecho de portar un uniforme, sino del uso que haga del mismo la persona que lo porta. El respeto hacia la autoridad es directamente proporcional al ejercicio de sus labores.
Si como ciudadanos percibimos que cada policía es una institución incorruptible, ética y comprometida con su deber, empezaremos, seguramente, a cambiar la imagen que tenemos de la institución, a moderar nuestro comportamiento y a respetar como autoridad a quienes forman parte de ella.
Pero sí, por el contrario, la imagen que tenemos de los miembros de la policía es la de golpeadores de venderos ambulantes, la de cómplices o líderes de bandas criminales, la de bailarines en horas de servicio en los burdeles del sector o que realizan “procedimientos” que pueden llevar a la muerte a una persona, no puede esperar la institución, entonces, que honremos su nombre.
Cualquier hecho delincuencial es lamentable, más aún, cuando los mismos comprometen la integridad física a cobra la vida de la víctima; pero, más lamentable resulta, que un policía atente en contra de la ciudadanía.
No, no somos subordinados a ellos, no debemos arrodillarnos para pedirles perdón por la respuesta más que obvia de una ciudadanía cansada de sus constantes atropellos, no debemos limpiarles las paredes de los CAI.
No, no tenemos porqué agachar la cabeza; ante ellos, no hemos de poner la otra mejilla.
Fotografía tomada de Flickr: Beligerando Con Arte https://www.flickr.com/photos/beligerarte/26084468030