El resonar del teléfono

La tormenta cesó; a cántaros, el agua se deslizaba por las calles, cual riada desbocada. A través de la ventana, desdesu casa, Antonio observaba fijamente la calle principal. Un frío aterrador penetró sus huesos

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La tormenta cesó; a cántaros, el agua se deslizaba por las calles, cual riada desbocada. A través de la ventana, desdesu casa, Antonio observaba fijamente la calle principal. Un frío aterrador penetró sus huesos; aun así, su delgado cuerpo permaneció quieto. Por unos instantes, presenció aquel fúnebre cielo gris: «¡Mierda de clima!… ¿Cuándo será que todo esto acaba?», pensó, no sin algo de nostalgia. En su rostro, adornando aquellas cuencas profundas, donde yacían sus ojos melancólicos, un par de ojeras negras, destellaban opacas… De pie, a su lado, Hermes lo miraba con lástima, aunque para Antonio se sintió inquisidora e intrusiva; algo nervioso, comenzó a sudar frío, lo miró de reojo y percibió su desnudez saboreando el olor de su piel, amarga como sábila.

—¡Rin, rin, rin! — aquel sonido le heló hasta la médula. Miró hacia la mesa, en el centro de aquella habitación grande y sombría: alta, antigua, de tres patas, de color negro; encima, se apenas se lograba distinguir un viejo teléfono, que hacía eco en toda la estancia, con su sonido tan fuerte.

-¡RIN…RIN…RIN…RIN…RIN!

El teléfono resonó una y otra vez; Antonio tembló… tembló… tembló; con sus manos huesudasserecubrió las orejas, intentando acallar aquel sonido: lo asaltó el temor. Caminó lento, hasta la mesa, con manos temblorosas tomó el teléfono y, con la voz entrecortada y algunas gotas de agua que se deslizaron por su frente, balbuceó:

—¡ Aló, Aló…!

Silencio. Nadie arguyó nada. Únicamente escuchó una leve respiración del otro lado. Intentó hablar, pero no pudo, sintió las ideas desorganizadas, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para pronunciar palabra.

—¡Aló!… ¿Quién… llama? —Nadie, nadie, nadie al otro lado. Colgó.

Permaneció un instante de pie, junto aquella mesa; giró su cabeza lentamente, como si temiera encontrar algo o alguien frente a la ventana. Hermes seguía ahí con su esquelético, blanco y frío cuerpo desnudo; de pie, mirándolo, extendió sus largos brazos invitándolo a acercarse. Más calmado, obedeció; ahora tomó con sus manos el cuello de Hermes, aproximaron los labios, Antonio pudo sentir cómo aquel frío penetrante proveniente de Hermes le heló la saliva; sin embargo, eso no lo detuvo para besarlo… se acariciaron… Hermes acercó su frágil cuerpo, cada vez más al de Antonio, hasta lograr sentir su varonil y duro sexo. No obstante, se detuvo al percibir una lágrima que bajaba por aquella pálida mejilla.

—No hay porqué llorar, mi querido amor, siempre estaré aquí —le dijo.

—Siempre, Hermes, siempre. ¡Sabandija Mentirosa! Si ya te estás pudriendo, y yo aquí temblando de frío junto a tu cuerpo muerto.

—No… no me grites. ¿Acaso yo tengo la culpa de estar así? desde hace dos noches no he logrado ser el mismo, estoy congelado, inerte, seco. Me duele aquí, justo aquí, en el pecho. ¡Arde! como si me quemara completamente por dentro. ¡Ayúdame, por favor, Ayúdame! —Antonio no responde; ante aquellas palabras, lo soltó bruscamente.

2

Antonio se hallaba de pie, al lado de la puerta principal; era una casa de aspecto abandonado, heredada de sus abuelos paternos. Fumaba un cigarro, inhalando el humo cruelmente. Un hombre de aspecto misterioso llevaba puesto un sombrero que cubría parte de su cara y un gabán que le tapaba el cuerpo. En la mano izquierda,sostenía un puñal manchado de sangre yobservaba a Antonio, oculto en la oscuridad que daba la atmosfera grisácea que la tormenta había dejado. Antonio advirtió, instantes después, la presencia de aquel hombre, que parecía un espectro. Lanzó el cigarro con fuerza al otro lado del andén sin dejar de mirar aquella figura desdibujada, que, en vano, se esforzó por identificar. Llamó su atención cómo aquella mezcla de agua sucia con sangre, empezó a transformarse mientras bajaba por la calle; abrió sus ojos como si fueran a salirse de su órbita; en el centro de su pecho los latidos se hicieron más fuertes; desesperado, buscó de dónde provenía la sangre, hasta que sus ojos chocaron con la mano izquierda de aquel hombre, en la cual sostenía un cuchillo: de este objeto afilado y largo resbalaban gotas de sangre con tanta autoridad,como si brotaran del cuello de una cabra recién degollada.

RIN…RIN…RIN…RIN…RIN

El teléfono nuevamente; Antonio escucha la voz de Hermes desde el otro lado de la casa.

—¿No vas a contestar, Antonio?… ¡Maldito cobarde!

Antonio no responde; no pudo hablar. Con aquel sonido infernal, su cuerpo quedó inmóvil y sintió como sus cuerdas vocales perdieron su función. El tiempo se detuvo por un instante; cual huracán, una ventisca pasó arrasando con todo lo que halló en su camino y, deprisa, el hombre se movió hacia Antonio con tal velocidad, que lo único que sintió fue el puñal penetrando en sus costillas…

Su grito retumbó en toda la casa: despertó angustiado, con el cuerpo y rostro cubierto de sudor, la respiración agitada, el corazón latiendo rápidamente como si tuviese taquicardia. Toc, toc; escuchó que alguien llamó a la puerta. Levantó con dificultad de la cama su cuerpo, sin casi aliento alguno, caminó hacia la sala, como sonámbulo sin rumbo; miró a su alrededor, una luz tenue entraba por la ventana de la habitación. Transitó por un pasillo largo y estrecho, llegó hasta la puerta principal de la casa, y prendió la lámpara.

—¿Quién es? —Preguntó.

—Soy yo, querido… —Era Carmen, la hermana de Hermes; una mujer extremadamente flaca, desaliñada, igual de alta que su hermano

En un tono poco audible, pregunta:

—¿Estás listo?

Antonio hace un esfuerzo para escucharla. Por unos segundos, intentó discernir  el motivo de su presencia.

RIN… RIN… RIN… RIN… RIN

Miró el teléfono; la escena le era familiar, como viviendo un déjà vu. Nuevamente, sintió cómo temblaba su cuerpo; después de unos segundos, se decidió a contestar, y caminó despacio hacia una de las esquinas de la sala, hasta la mesa.

—Aló.

—¡Hola, Antonio! —Lo saludó una voz exhausta.

—¡Hola… Hermes!, ¿cómo estás?, ¿Por qué no has venido a casa? Te he esperado estos últimos días.

—¿Cómo?… Hace dos días te llamé, con el último aliento que me quedaba… ¿Te acuerdas?… ¿Te acuerdas que te dije que estaba muriendo? Me apuñalaron en el pecho varias veces, para robarme… Antonio… Antonio, ¿sigues allí? Ayúdame…—Antonio no respondió; un nudo en la garganta ahogaba su voz. Sujetó con ambas manos el teléfono y, con toda la fuerza que le quedaba, lo arrojó contra la pared.

Toc, toc, toc… De nuevo, Carmen llamó a la puerta; Antonio se encontraba tendido en el suelo, meciendo su cuerpo de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás, con la mirada perdida, sin reaccionar a su llamado. Una mano le tocó el hombro: «¡Amor, levántate!», le dijo Hermes, dando su mejor sonrisa. Antonio lo miró, secó con la manga de la camisa las lágrimas que bajaban por sus mejillas. Aferrándose al desnudo y congelado cuerpo de Hermes, se incorporó:«Ponte algo, no quiero verte más desnudo»… «Mi bata está por aquí, en algún lugar del cuarto», le dijo Antonio, apretando fuertemente sus manos. Hermes vuelve a mirarlo con aquella mirada de lástima: «Vamos, Carmen te espera… Se hace tarde para el entierro», le dijo, mientras lo sostenía con su cuerpo.

—¿Cuál entierro? —respondió Antonio, con los ojos abiertos; la sorpresa en su rostro era evidente. Carmen volvió a llamar a la puerta; Antonio abrió, la ve frente a él vestida de luto.

—¿Cómo estás? —preguntó ella, en tono compasivo.

—Bien, normal —sonrió.

—No parece, te ves igual o peor que yo…

Sin atenderla, Antonio tomó su chaqueta, para salir; permaneció un momento de pie mirando hacia la sala, mientras Carmen, algo preocupada, lo contempló calladamente. Vio a Hermes con su bata puesta, acostado en el sofá, sosteniendo una copa de vino —¡Amor, aquí te espero hasta que llegues! —Antonio cerró la puerta.

─ ¿Qué quieres hacer? ─Le dijo Antonio a Carmen, mientras la agarraba del brazo.

 

Reseña del Autor

 

Mi nombre es Débora Isabel Galindo, tengo 35 años de edad, nací en Buga Valle, y fui criada en Bogotá a partir de los 4 años. Soltera, independiente, y, amante de los gatos.

Soy Magistra en Psicología clínica con énfasis Psicoanalítico, de la Universidad Javeriana, actualmente docente de la Universidad Cooperativa de Colombia. Especialista en Creación Narrativa de la Universidad Central. Dirijo un proyecto en las cárceles Picota y Modelo titulado: “La Poesía como herramienta terapéutica” Me desempeñó como co-investigadora en la Línea de Investigación titulada: “Iniciativas Sociales de Paz en Colombia” en la Universidad Cooperativa. En el 2015, fueron publicados dos artículos científicos, el primero en la revista de Psicoanálisis titulado: “La Psicología y los grupos de trabajo, alternativa de organización de los sujetos para la paz” y en la revista de Los Libertadores, Tesis Psicológica: “Grupalidad: un camino al lado de los otros como potencial de sanación psíquica” Participé en el taller de poesía en el Fondo de Cultura Gabriel García Márquez, dirigido por el poeta Federico Diaz-Granados. Gané el tercer premio en el concurso de poesía: Nidia Erika Bautista, con el poema: “El Aroma de las Mujeres Desaparecidas” 2016.

 

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Revisó: Roger A. Sanguino (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

El banquete

La noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.  

La noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.

Era viudo desde hacía más de diez años y a raíz de aquella pérdida, su único hijo se había radicado en el exterior, no sin antes suplicarle que se marchara con él, a lo que el obstinado señor se había negado de forma contundente. El abatido joven no tuvo otra alternativa que dejarlo allí y depositar religiosamente el dinero para sus gastos mensuales.

Desde entonces, y como sucedáneo inconsciente de la felicidad perdida, el señor Strauss había comenzado a traer a su casa artículos que encontraba por la calle y que habían sido catalogados por sus antiguos dueños como inservibles.  Inicialmente, trajo un antiguo sillón con la convicción de que era posible repararlo. Luego fueron llegando otras sillas y sillones con la tapicería hecha trizas, porcelanas y jarrones rotos, muñecas descabezadas y toda suerte de juguetes inútiles, todo ello considerado por él como “recuperable”.

En seguida llegó el turno a los periódicos, revistas y cajas de cartón. Por esos días, las campañas en pro del reciclaje abundaban en los medios, así que el señor Strauss sintió que estaba contribuyendo a salvar el planeta peligrosamente amenazado. Obviamente no se le escaparon los recipientes y empaques plásticos.

Durante los primeros años de su aventura ecológica, el señor Strauss mantuvo de alguna manera el control de la situación, pero con el tiempo, la obsesión por almacenar más y más cosas se convirtió en un problema para los vecinos. Por fuera, su casa parecía una más, pero al no tener la precaución de limpiar ciertos recipientes, los roedores y moscas merodeaban a su antojo el vecindario. Esta situación le valió no pocos enfrentamientos que incluso lo llevaron ante las autoridades. No obstante, logró salir siempre bien librado, argumentando que dentro de los límites de su casa podía hacer lo que mejor le viniera.

Los años transcurrieron en ese estado de tensión. El señor Strauss iba una vez al mes a retirar su dinero y comprar víveres, sin darse cuenta que compraba mucho más de lo que consumía. A estas alturas la casa había sido ocupada por completo por una absurda profusión de artículos de toda índole, haciendo casi imposible el acceso a espacios vitales como el baño o la cocina.

Sin embargo, él parecía no caer en cuenta de la grave situación. Todo, absolutamente todo había sido literalmente invadido por montañas y montañas de basura o, como él prefería llamarlo, sus recuperaciones. Apenas si quedaban algunas pequeñas cavidades a manera de ventanas para deslizarse de una estancia a otra. El antiguo sillón, primer testigo de la debacle, servía a su vez de cama, sala y comedor y como la ducha había sido ocupada por columnas de diarios viejos, el señor Strauss había olvidado la costumbre del agua y el jabón.

Esa noche, cuando pudo regresar por fin a la somera comodidad del sillón, luego de haber sorteado toda clase de obstáculos para servirse un poco de leche y de haber ahuyentado las ratas que convivían con él a sus anchas, sintió como si la casa hubiese sido arrancada de sus cimientos por una fuerza inconcebible: una brecha de casi un metro de ancho por cinco de profundidad dividió lo que antes fueron las áreas comunes, de las habitaciones. Hipnotizado, entreveía a través de la polvareda el correr de las ratas desorientadas que chocaban entre sí. Un segundo estruendo lo sumió en una oscuridad compacta. Desde fuera llegaban voces plañideras mezcladas con llanto de infantes y aullidos caninos. Se sintió mareado. Se aferró fuertemente al sillón tratando de sobreponerse al aturdimiento. Entonces permaneció allí, estremecido de frío e impotencia.

Pero si la noche había sido trágica, la mañana que no esconde nada dejo ver el desastre en toda su magnitud. El señor Strauss lanzó un grito de angustia al ver que parte de su casa había desaparecido por entre la grieta que creció asombrosamente al amparo de la oscuridad. Se incorporó como pudo y se dirigió a la calle abarrotada de escombros.  Para qué describir un paisaje tan escabroso. Basta con decir que el terremoto había arrasado la población a la que el sueño había hecho aún más vulnerable, y que los pocos sobrevivientes volcaban ahora toda sus esperanzas en los rescatistas y sabuesos.

Pese a la desgracia, el señor Strauss ostentaba una felicidad insultante para quienes lo vieron escavar con uñas y dientes aquí y allá con tanta  insistencia y tenacidad. Lo vieron apartar, sin ningún asomo de vergüenza o respeto, extremidades humanas que se interponían entre él y algún objeto material de su agrado. Lo vieron llevar hasta su casa derruida, que irónicamente resultó menos afectada que las demás, muchas de las pertenencias de los difuntos. Lo oyeron decir, ya en el colmo del paroxismo, que aquello era un verdadero banquete.

*****************************************

Días después, el hijo del señor Strauss llegó al lugar casi desierto y se encontró con dos versiones sobre la muerte de su padre: una, que había fallecido sepultado por la basura acumulada en su casa y otra, que había salido ileso del terremoto, más no así del linchamiento.

 

Por, Marisella Zamora

Reseña del Autor

 

Marisella Zamora. Bogotá, 1977. Escritora en formación empírica y constante. Amante de la lluvia, los árboles, el verde y el gris. Atesoro la soledad que muchos rehúyen, aunque traiga consigo su espantoso silencio.

 

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Revisó: Roger A. (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

 

El texto muestra una escritora ahí detrás, ¡la calidad es innegable!

El texto cautiva, invita a leer más de la obra de la mujer, es un cuento construido con simplicidad y no hay nada más complicado que escribir así, denota un excelente manejo del lenguaje y de los recursos literarios.

La historia del señor Strauss además de ser escrita con elegancia tiene el tamaño adecuado para contarla (pero en lo personal hubiera querido leer más), sin duda no sólo intenta contar una historia, efectivamente lo hace.

Creo que este es el tipo de literatura que siempre deleita leer y claro que la invitaría a que siga enviando textos, en lo personal será un placer leerlos.

 

 

La alegría de verte

Luego, al menor descuido contempló sus pies, los que serían su fijación y delirio esos y los futuros días y todos los que él podría compartir con ella y que ella, mostrara y con inocencia involuntaria, ocultaría al azar.

Introducción

Era un día normal, soleado, en un país minúsculo, atorado en polarización, ataviado de esperanza, y esclavo del consumo. Eduardo recibió el correo electrónico que le hacía referencia a una capacitación, esas de las empresas que sólo son un retraso en el día a día y la excusa para que un espléndido consultor sobreviva.

Lo abrió, leyó, validó las fechas, revisó el contenido de la capacitación… era sobre Liderazgo, calculó el tiempo y pensó: Una pérdida más de tiempo. Él había participado en tantos entrenamientos similares, pero éste hacía referencia a que valdría la pena, sin embargo, su incredulidad prevalecía.

Siempre creía que las empresas pierden el dinero en capacitaciones sin sentido… sin embargo, el correo planteaba que era obligatorio y que sería un programa de 4 módulos. Marcó la fecha en su calendario y continuó con sus tareas que, obviamente, valían mucho más la pena que la invitación recibida. Él, como un obediente plebeyo asintió con su cabeza en señal de obediencia.

Pasó el tiempo y se acercaba la fecha del famoso entrenamiento, mientras que en su compañía reinaba la incertidumbre, la desinformación y la zozobra por los muchos cambios organizativos que se estaban dando. Él pensaba: Cómo pueden llamarse líderes estos incircuncisos si ni siquiera pueden ser transparentes con sus colaboradores. Pero eso es el sistema. Pensaba él.  Las empresas pregonan que la gente es el capital más valioso, pero no puede haber cosa más falsa como que la luna es de queso, se decía a sí mismo.

En medio de esta falta de consistencia Eduardo se dirigía al fatal día de su entrenamiento.

El Primer día

Eduardo se despertó como todos los días, se dirigió a la habitación de su hijo y le despertó, le ayudó a organizarse mientras su esposa se preparaba en medio de su mundo de rituales.

Él les vio irse a la escuela, quedó solo y se preguntaba por qué debía haber este tipo de entrenamientos, ¿predispuesto? Sí, él lo estaba y con justa razón, sería una pérdida de tiempo, pensaba

Se preparó, fiel a su rutina y con sus impulsos obsesivos compulsivos, logró con hidalguía vestirse y bajó a tomar el desayuno.

Condujo y llegó a su trabajo de manera mecánica y por inercia, pasó de largo su oficina y se dirigió a su cita con el hastío.

Llegó, se ubicó en la periferia fiel a su inclinación marginal y sus hábitos de vida. Pasaron los minutos y como un evento épico en su historia, entró ella.  Y el mundo de Eduardo se transformó. La vio, la contempló. La alegría era el sentimiento que mejor describía su sensación, no importaba nada.  Sin embargo, Eduardo jamás imaginó que ella caminaría hacia él para sentarse a su lado

Eduardo quiso suspender el tiempo esos días, no importaba el desperdicio de tiempo en ese entrenamiento, el disfrutaría de la compañía de ella y quería que no fueran dos días sino semanas enteras

Él le saludó, y disimuló su éxtasis. Vio sus manos con sus dedos largos y delgados, exquisitos y moldeados, sin pintura sus uñas, sin estar adulteradas de químicos. Tal cual, ver su naturaleza era una victoria, era un plus a su presencia

Luego, al menor descuido contempló sus pies, los que serían su fijación y delirio esos y los futuros días y todos los que él podría compartir con ella y que ella, mostrara y con inocencia involuntaria, ocultaría al azar.

Eduardo recuerda los pies de ella, con su talón libre, y sus dedos delgados, ella los cubría de color verde, y él pensaba cualquier color estaría bien para ella. Sólo deseaba que en su vida los zapatos cerrados no existieran para esa mujer.

Otro día

Eduardo llegó ese día, con latidos de un niño por su regalo. Él pensaba ya vendrá, hace mucho tiempo que no la veo. Él se había saltado la fecha de un entrenamiento por un viaje de vacaciones. Luego apareció ella.

Era ese abanico que refresca el rostro en pleno verano, ella se acercó a él y le saludo. Él no podía ocultar su sentimiento y una fuerza subversiva le obligaba a hacer una declaración, él le confesó: Me gusta verte.

Tres palabras que denotaban mil abecedarios en él, esas tres palabras que se multiplicaban para decir: eres una luz que enciende mi día, eres esa sal que sazona mi alimento diario, eres esa vela que disipa la noche, guardaré en mis ojos tu última mirada, y finalmente fuiste un cuento breve que leeré mil veces

 

Uno de los últimos días

Eduardo estará en esa cita a las 4:00 p.m., él iría donde le dijeran, así fuera el otro lado del mundo, pero era en la cafetería.

Puntual y fiel a su rutina, llegó antes. Ansioso, la esperó, la divisó a lo lejos y se dijo: Ahí viene, no hay duda que ella es mi alegría.

Su vestido azul largo, sus pies elevados por sus zapatos, sus uñas en color naranja, sus manos blancas, sus dedos largos, sus uñas grises, toda ella era una verdad estallando en su rostro. Un crisol de colores alegres…

Se despidieron y se dijo a sí mismo: la mejor forma de acariciarte es escribirte.

Por, Alex Bonilla

FIN

 

Reseña del Autor

 

Alex Bonilla, es realmente Mario Fernández, amante de la literatura e imperfecto escritor de poesía.

 

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Revisó: Andrés Angulo Linares (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

Que te vaya bonito hijo, que te vaya bonito

No se quería ir. Su cuerpo permanecía inmóvil ante la idea de no volver a abrazar a su hijo, se aferraba a cualquier objeto que la ayudara a mantenerse en el piso, su vestido estaba envuelto en arena.

No se quería ir. Su cuerpo permanecía inmóvil ante la idea de no volver a abrazar a su hijo, se aferraba a cualquier objeto que la ayudara a mantenerse en el piso, su vestido estaba envuelto en arena, lágrimas y sudor por el calor inclemente que se levantaba en la sabana. Había olvidado cuántas horas llevaba en esa posición y cada vez sentía más apagada la voz de su esposo. Su alma se mostraba guerrera. Ana no quería dejar sola la tumba de su único amor.

En su mente retumbaban los primeros llantos de Juan José, las primeras travesuras que la llenaban de alegría al oír sus risas y sus piernitas saltando de un lado a otro por los pasillos y escaleras de su lujosa casa, recordaba la primera camisa rota que le llevó  después de un partido de fútbol con sus amiguitos del barrio, los sonidos de sus caricias, de sus besos en la frente y su frase favorita: -Mamá, por ti lo doy todo-.

Que te vaya bonito hijo mío, que te vaya bonito, así le decía siempre que se despedían y hoy quería dejarle esa frase plasmada para siempre. Pero se  quedó ahogada en un grito  de desconsuelo.

Deseaba devolver el tiempo; no entendía por qué aquel 29 de abril Juan José no llegó a almorzar el arroz con coco y bocachico frito que tanto le gustaba y que le había mandado a preparar especialmente para celebrar su cumpleaños número 26, ese día en vez de Juan José, la puerta fue atravesada por una extraña mujer que entre sollozos y con voz temblorosa irrumpió la lectura del medio día que Ana acostumbraba hacer sentada en su kiosco de palma diciendo: – Está muerto, está muerto- Ana le lanzó una mirada de extrañeza, al tiempo que la taza de café se resbalaba de sus manos y el libro se cerraba por inercia, no entendía quién era esa mujer y no entendía a quién se refería, aunque su corazón le estaba diciendo desde hacía más de dos horas que Juan José ya no estaba en este mundo.

No se movió por más de 20 minutos de su mecedora, no le importaba el llanto desconsolado de la desconocida, sus ojos no se humedecieron, el habla había desaparecido y sus manos estaban tan frías como si las hubiese metido en hielo un día entero. El plato de comida de Juan José estaba igual de frío, las bombas comenzaban a explotar y el vaso de guarapo dejaba caer por sus paredes pequeñas gotas sobre el mantel.

Como pudo recobró fuerzas y con furia estremeció a la mujer- Explícame qué locura es la que dices, ¿a quién te refieres?,  ¿quién te crees para entrar a mi casa y hacerme este escándalo? ¿estás loca acaso?- Ana hacía mil preguntas con la esperanza de que alguna tuviera respuesta y no fuera la que su alma le dictaba.

-Señora, soy la mujer que acaba de ver el cuerpo sin vida de su hijo Juan José, yo lo amaba de verdad y siento mucho lo que pasó,  ahora está en la morgue y vine hasta aquí porque a mí no me lo entregan, a duras penas pude ver su desfigurado rostro, no quiero ir a casa de la esposa de Juan José porque desde hace años no soy bienvenida ahí-. Ana no lograba asimilar que quien tenía al frente era la causa de tantos desengaños de su querida nuera, no entendía nada, lo único que hizo fue salir corriendo hasta el hospital del pueblo para que la dejaran corroborar que esa historia era falsa, salió aún con las sandalias de baño y el pelo desordenado, nunca antes se había visto de esa forma  a Ana Castaño, siempre fue respetada y admirada por los habitantes de ese pequeño lugar sabanero.

Todos lo sabían, y al verla pasar con dirección al hospital los hombres se quitaban los sombreros y las mujeres cuchicheaban entre ellas, mientras que otras le decían  -lo siento mucho-. Juan José era uno de los jóvenes más apuestos y queridos del pueblo, la consternación era grande porque la calma que imperaba en ese lugar hacía más de 20 años  no la irrumpía una muerte violenta.

Los encargados de la morgue la vieron llegar y abrieron paso como haciendo una calle de honor hasta donde estaba el cadáver, Ana apresuró el paso para ver que el cuerpo era el mismo  de quien hacía 26 años había tenido entre sus brazos, sus ojos aún no se llenaban de lágrimas, parecía fuerte, imponente como siempre, ordenó que arreglaran todo lo que se necesitaba para dar sepultura a su hijo.

Asombrados corrieron a cumplir su petición, y en menos de 2 horas Ana salía de la morgue en un carro de funeraria, rumbo a su casa para cumplir con el protocolo necesario y típico de la sabana, la casa de Ana estaba a reventar de la multitud, había gente de pueblos vecinos que alcanzaron a conocer al difunto y le querían dar un  último adiós, nadie entendía qué había pasado,  y Ana tenía una dolorosa obligación; llamar a su esposo para que viniera de la capital hasta el pueblo a ver partir al único hijo que Dios les permitió tener.

Al otro lado del teléfono estaba Ernesto Arizona, un paisa enamorado de la sabana pero que amaba por sobre todas las cosas a su familia, trabajaba en la capital en una prestante entidad que había construido su padre y siempre iba cada tres días al pueblo para compartir con su esposa y con su tesoro, como le decía a Juan José. Esta vez el camino se le hizo más largo a Ernesto, necesitaba llegar pronto porque sentía que su hijo lo esperaba con los brazos abiertos como siempre lo hacía y que su esposa estaba organizando su cabello para lucirlo como a él le agradaba, su chofer no entendía por qué la prisa de don Ernesto aumentó después de colgar el teléfono, sus ojos se llenaron de lágrimas y solo le decía: – apúrese por favor David, apúrese-.

Cuando llegó a su casa apenas podía pasar entre los que acompañaban el velorio, todos querían extender la mano para consolarlo, pues todos estos años había sido una persona buena con el pueblo, había movido influencias para ayudar a generar trabajo a los campesinos, había construido una escuelita a los niños que llevaba el nombre de su hijo, eran muchas las cosas por las que admiraban y respetaban a la familia ahora envuelta en una tragedia eterna.

Ana lo alcanzó a ver entre muchos y se desplomó por primera vez, dejó que sus lágrimas bajaran por sus mejillas, un abrazo que parecía infinito y un grito de los dos retumbó en toda la región, estaban deshechos al lado de quien representaba la máxima expresión del amor que Ana y Ernesto habían vivido por años, estaba ahí, pálido, inmóvil guardado en una caja de madera y rodeado de velas que alumbraban su rostro desfigurado. Alguien con mucho odio había acabado la dicha de los Arizona para siempre.

Irma, la esposa de Juan José también estaba destrozada y estupefacta, pues aunque los últimos dos años no habían sido los mejores para su relación, Juan José era el hombre que desde hacía más de 5 años la acompañaba con historias hasta dormirse a su lado y la despertaba siempre con un: -buenos días mi consentida-, jamás pensó que Juan José no llegaría a casa después de almorzar donde se su madre como lo había acordado. La sorpresa que le tenía quedó deshecha igual que las ganas de volverlo a abrazar y cantarle el cumpleaños, ese vallenato que tanto lo entusiasmaba.

Ana trataba de comprender quién había tenido tan mal corazón, quién había acabado con sevicia los últimos suspiros agonizantes de Juan José, el entierro se dio al día siguiente y desde entonces Ana siente que si se para del lado de la tumba, Juan José quedará solo sin nadie que lo acompañe a su viaje a la eternidad.

Ernesto ha tratado de convencerla para que se levante, la multitud se ha retirado para respetar el dolor de unos padres que han perdido la razón de sus días, en el cementerio reinaba el silencio, porque Ana ya no gritaba, y Ernesto a su lado le suplicaba que mantuviera la fuerza que lo enamoró, trataba de explicarle con palabras débiles que Juan José estaba viéndolos desde algún lugar y su alma siempre estaría atada a la de ellos, Ernesto también quería creer las palabras que estaba diciendo pero le resultaba difícil sabiendo que su hijo descansaba 3 metros debajo de ellos.

Comenzó  a caer la noche cuando una sombra se acercaba entre los arboles hasta la tumba de Juan José, era aquella extraña mujer que no se ha percatado que los padres del difunto  siguen ahí, ella sentía que en la soledad podía dar el último adiós a quien siempre amó en silencio y logró tener en sus brazos después de las parrandas, a escondidas y en la oscuridad, así era siempre pero ella se conformaba con eso, con las migajas que le podía ofrecer ese amor prohibido, hasta que no pudo soportar más y decidió acabar con aquella pasión desenfrenada para siempre.

Ernesto  alzó la mirada y vio cómo esa mujer huía, Ana le dijo: – Ella, ella fue la que llegó a mi casa a darme la mala noticia, alcánzala y averigua quién es, la mujer al ver que Ernesto se levantó del suelo empezó a correr pero fue inútil, la policía ya estaba frente a ella para llevarla a prisión y condenarla  por el asesinato de Juan José Arizona Castaño.

 

Por, Taty Ricardo

Tatiana.ricardo@outlook.es

Sobre el autor…

Soy una Planetaricense enamorada de Colombia,  de sus historias y de su gente, amo los momentos de inspiración que llegan para convertirse en historias, la comunicación es magia.

 

Revisó: Iván René Leín (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

 

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Imagen tomada de internet: El Nuevo Herald

Una esmeralda de corazón

Había humo en el pueblo y se escuchaban gritos y estallidos. Mariana llegó con más personas a la escuela. “Dónde está mi papá” preguntó Jazmín. Pero mamá no decía nada. Después se secó las lágrimas, respiró profundo, los agarró duro de las manos

Ya era un adulto cuando regresó a su tierra y aún miraba desconfiado los rincones donde se pudieran camuflar las culebras…

De la vieja casa solo quedaban escombros y un par de paredes con rastros de incendio. Formando la esquina del comedor, quedaba la ventana que daba vista hacia el riachuelo, donde diez años antes, Jazmín y Pablo jugaban con su tortuga de agua dulce. La habían pintado para que no se les perdiera y la pudieran reconocer entre las piedras redondas y azules del río. En el centro le pintaron un corazón rojo y alrededor cinco estrellitas, una en cada casco. La casa tenía un jardín de margaritas en la entrada y detrás había un árbol de naranjas, junto al riachuelo de la tortuga.

Bajando la suave colina, quedaban tres potreros donde pastoreaban dos vacas. Pablo ayudaba a su papá a ordeñarlas por la mañana, antes de ir a la escuela. Mariana hacía el desayuno, mientras Jazmín recogía los huevos de las gallinitas. Cuando estaban listas las arepas, con el queso derretido y el chocolate espumoso, la alegre niña salía corriendo a llamarlos: “¡lelito, papá, Pablo, ya está el desayuno!”

La escuela quedaba arriba del pueblo; a diez minutos caminando por una carretera que serpenteaba entre eucaliptos gigantes y guayacanes de flores rosadas. Un día por la mañana, cuando entró al gallinero, Jazmín se encontró con una serpiente gigantesca comiendo huevos. Pegó un chillido escalofriante. Era miércoles. La niña ya tenía puesto el uniforme.

-¡Gustavo!– Mariana llamó asustada a su esposo. – ¡Gustavo! ¡Una culebra, una culebra! – Pero cuando Gustavo llegó con el machete, la serpiente ya se había escondido entre el monte.

Esa tarde, cuando Jazmín y Pablo estaban almorzando en la escuela, los profesores sacaron corriendo a todos los niños. Había humo en el pueblo y se escuchaban gritos y estallidos. Mariana llegó con más personas a la escuela. “Dónde está mi papá” preguntó Jazmín. Pero mamá no decía nada. Después se secó las lágrimas, respiró profundo, los agarró duro de las manos y les dijo:

–          Ya no vamos a poder volver a la casa.

–          ¿Por qué?– Preguntó Jazmín.

–          Porque está llena de culebras.

–          ¿Y dónde está mi papá y mi abuelito?

–          Los picó una culebra.– Contestó mamá.

Cuando huyeron por la montaña, vieron incendiados los techos de las casitas del pueblo y la gente gritando y luchando con las culebras. “Yo vi a mi papá peleando con una culebra gigante” dijo Jazmín.

Al llegar a la ciudad, Mariana se enfermó. Debían dormir en un toldo armado con plástico y cartones, en el suelo, en la calle. Algunas personas los miraban con fastidio, pero otros dejaban monedas, en un plato de plástico, que Mariana ponía en la entrada al cambuche.  Después le añadieron latas oxidadas, amarradas con alambre de púas y un toldo que tenía impresa la publicidad de una famosa bebida gaseosa.

Así pasaron diez años, Jazmín ya había cumplido 15 y Pablo 18; juntos habían aprendido a cantar en los buses y hacer filas de hasta tres días. Las personas del pueblo que habían sobrevivido a la invasión de las culebras, habían armado sus toldos, conformando un barrio de casas hechas con materiales reciclados.

Cada mes acompañaban a su mamá, a hacer una fila en un edificio del centro de la ciudad, que tenía un letrero que decía “Atención a Desplazados”. Por una ventana les entregaban un papelito, con el que hacían otra fila al día siguiente, para reclamar una plata.

Un día, en esa misma oficina para desplazados, le entregaron una carta a Mariana. Ella la leyó en silencio y su mano se fue poniendo temblorosa; cuando terminó de leerla, abrazó duro a sus dos hijos y se puso a saltar. Los muchachos comenzaron a saltar y gritar sin saber por qué, ni qué pasaba, solo celebraban de ver tan contenta a su mamá. En la carta decía que podían regresar a la casa.

–          ¿Pero y las culebras?– Preguntó Jazmín.

–          Ya se acabaron.– Contestó mamá.

Cuando Mariana, Jazmín y Pablo, entraron al espacio de su casa derrumbada, recordaron al abuelito; cuando les contaba historias mientras cuidaba las matas del huerto. Jazmín los llamaba a desayunar después de recoger los huevitos y Pablo le ayudaba a ordeñar las vaquitas a papá. Y recordaron, cuando se fueron cantando a la escuela, la última vez que pasaron entre el jardín de las margaritas.

Pablo buscó el árbol de naranjas. Lo encontró perdido entre el monte. Entonces regresó a la casa por un machete. Mariana se secó las lágrimas y sonrió cuando lo vio llegar. Él recogió el machete y les dijo: “No estén tristes. Vamos a reconstruir la casa y a despejar el monte para que no haya culebras”. Pero ellas no estaban tristes por la casa, sino porque estaban recordando, a papá y abuelito.

Pablo comenzó a despejar el monte hasta que llegó al riachuelo. Eran las doce del día y hacía un calor intenso. Las chicharras chillaban entre los árboles y los matorrales resecos. El agua era fresca y cristalina. Se zambulló en la cascada y movió algunas piedras redondas y azules, para hacerse una pileta. De pronto, en una sumergida, pudo ver en el fondo, una enorme piedra con un corazón rojo pintado en el centro. El tiempo y el agua le habían borrado dos estrellitas. La abrazó y ella lo reconoció. Después la llevó a la casa. Mariana y Jazmín volvieron a sonreír cuando pintaron nuevamente a Esmeralda, la tortuga de agua dulce. El corazón se lo repintaron de rojo. Repintaron tres estrellitas. Y donde le hacían falta dos estrellas, le pintaron una casita y una paloma.

Por, Carlos Alfonso Rodas Posada
sador.solcar@gmail.com

 

Sobre el autor…

 

Ciudad de origen: Cali

Fecha de Nacimiento: 7 de octubre de 1973

Título: Una Esmeralda de Corazón

Correo: sador.solcar@gmail.com

 

Revisó: Iván René Leín (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

 

“… Es interesante cómo el autor busca una forma distinta de imaginar las causas del desplazamiento… una mirada que quiere llamar la atención sobre el dolor de dejar su tierra por miedo, me parece un texto valioso y valido para ser publicado…”Iván René León

 

Imagen libre de derechos descargada del sitio: https://pixabay.com/es/ruinas-nubes-viejo-deshabitado-122932/

 

Eros y otros dos cuentos de Darleck

Su imaginación la dotaba de senos grandes y firmes, con pezones de fresa, también le figuraba unas nalgas redondas e hipnotizantes y hasta un cabello largo, lacio y negro que le chorreaba su rostro gesticulante.

Tiempo libre

 

– ¿Cuándo nos volveremos a ver? – me preguntó.

– Cuando tenga TIEMPO LIBRE – le respondí… Nos volvimos a ver, por supuesto, pero mucho tiempo después, muchísimo, en el cementerio, uno de olores nauseabundos, donde el moho mancillaba el blanco de las paredes y las moscas verdes pisaban las flores marchitas, le quería dar la bienvenida y cumplir con mi vieja promesa aplazada porque en vida siempre fui un esclavo del tiempo.

2016

 

Abuelo

 

– Mamá, no me gusta la foto del abuelo, siempre me está mirando.

– Solo no la veas cariño.

– ¿y qué hago las veces en que me habla?

2016

Eros

                                                                                 

Su imaginación la dotaba de senos grandes y firmes, con pezones de fresa, también le figuraba unas nalgas redondas e hipnotizantes y hasta un cabello largo, lacio y negro que le chorreaba su rostro gesticulante y sudoroso, pero carecía de alas su imaginación pervertida pues jamás le regaló un clítoris que excitar, y así fue hasta que cansada de tanto abuso su mano insatisfecha le estranguló el pene.

 

2016

 

Por, ‘Darleck’ (Ricardo Andrés Alarcón Acosta)

 

Sobre el autor…

 

Nací vivo el cinco de mayo de 1994, en el hospital regional del Líbano Tolima, mi infancia pasó veloz y la adolescencia me embriagó, ahora tengo 22 años y aún sigo ebrio pero con mi calamita, o al menos eso parece, estudio en la Universidad de Antioquia y trabajo en una parrilla asando carnes seis noches de la semana.

Respecto a la literatura, me enfoco más por los autores regionales, también las ciencias sociales mueven mis fibras. Tres obras que recomendaría serian Gog de Papini, El Fin De La Eternidad de Asimov y Papillon de Charriere.

 

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Revisó: Iván René León (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)
Imagen tomada de Internet: https://arjonadelia.blogspot.com.co

 

Vocalidad

Me haces semilla en tu boca, enrollada en tu lengua, sujeta del paladar Me empujas afuera,  adentro, adentro, afuera… Lengua salival. Triturar de dientes mecida en tu mar tu aliento poético alienándome la razón.
 
A  Gladiador Poeta

 

Me haces semilla en tu boca,

Enrollada en tu lengua

Sujeta del paladar

Me empujas afuera,  adentro, adentro, afuera…

 

Lengua salival

Triturar de dientes

Mecida en tu mar

Tu aliento poético  alienándome la razón.

 

Orgasmo en tu boca

Burbuja de tu espumarajo bucal

             Infinita petit morte.        

 

El mástil de tu lengua se contrae sobre sí misma

Se enrosca dentro mío.

 

Es mi espíritu un mamífero salvaje

Al que convocas con tus balbuceos

Le espantas la lógica,

Me bebes

Me haces tu vocalidad

 

Por, Lilit Lobos

Antología Delirios orgásmicos

Gruta de la Loba

 

 

Sobre el autor

Se acusa de ser escritora, antropóloga, feminista y otras detracciones por el estilo; pero ante todo se reconoce como una enamorada de su Comuna 3 – Medellín- En su blog Gruta de La Loba encontrarás diversidad de escritos que transitan entre nuestra realidad social, su mundo emocional y conjunciones entre éstas. 

 

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Revisó: Andrés Angulo (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)
Imagen libre de derechos

 

Tristeza

Un llamado a la puerta, allí ella está, temblando y con sus ojos nublados y esquivos. Empapada de pies a cabeza y con bastantes kilos de menos. Le invité a seguir, no sé por qué lo hice, tal vez fue más por un acto de compasión que por gusto, pues ya había prometido no verle más.

Un llamado a la puerta, allí ella está, temblando y con sus ojos nublados y esquivos. Empapada de pies a cabeza y con bastantes kilos de menos. Le invité a seguir, no sé por qué lo hice, tal vez fue más por un acto de compasión que por gusto, pues ya había prometido no verle más. 

Ella, sin aliento, entró a la habitación pero no caminando, sino como arrastrándose con extrema dificultad, tomándose de las paredes y se retumbaba de aquí para allá. Superado el odiseico recorrido de dos metros, se sentó sobre la cama. Erguida, con sus manos entrelazadas y la mirada al suelo. Con voz trémula preguntó:

 -“¿Por qué?”-

Ella sabe muy bien el por qué.

-¡¿POR QUÉ?! Le grité.

-SÍ, ¿POR QUÉ?

Me invadió un sentimiento de odio y contesté:

– Por todas las noches en vela con la mirada perdida, mirando las estrellas o qué se yo. Con la hierba en una mano y la cocaína en la otra, esperando… a la nada. Por todo el tiempo que traté de seguirte el paso y verme en un roto de vida donde  yo a nadie le importaba un carajo. Me cerré al mundo y me dediqué a ti. ¡Dejé a mis amigos y a mi familia y te demostré la más absurda de las devociones y lo perdí todo! Y cuando intenté alejarme, cosa que hice en repetidas veces y  por  tiempos muy cortos, volvías con más promesas y encantos y como idiota sucumbí a tus telarañas y fuer peor que la primera vez. Las agresiones fueron más severas, el odio, la violencia, recorrer las calles, el frio y la sangre. ¡Estar contigo es como estar  atado a una bomba de tiempo! El miedo se volvió oración de cada día y la paranoia su consejera-.

Sus ojos no cambiaban, seguía erguida, allí… inmutable. Y seguí:

-Y ¿qué me dices de todo el estrago que me dejaste? ¿La rehabilitación, los ataques de pánico, las incontables horas de terapias y las miles de pepas de Prozac que debía tomar diariamente? ¿Qué tal las cicatrices que me dejaste y que trato a toda costa de cubrir? ¿Qué opinas de la soledad tan infinita… los constantes abandonos de quienes decían me amaban, pues como iban a amar a este vejamen? ¿Acaso todo eso no explica el por qué?-

Terminé en sollozos, no podía respirar bien, y aquí venía  ¡Oh sí! La presión en el pecho, la exudación fría, el temblor de las manos. ¡Oh sí! Otra vez un ataque de ansiedad. Habían pasado meses desde la última vez. ¡Maldita perra! Pensé ¡Maldita!

A pesar de lo dicho y acontecido ella seguía intacta, ella era la de siempre: fría e inmóvil. Me sobrepuse al ataque y el agotamiento me hizo tumbarme sobre sus piernas. Le abracé con fuerza y como un crio me eché a llorar. Sentí sus mortecinas  manos sobre mi rostro, los cayos y su piel seca acariciaban mis mejillas y jugaban con mis cabellos. Dijo susurrando a mi oído:

-“¡Nunca te dejaré!” – sonrió.

Volví a verle el rostro que tanto odié. Sus ojos verdes oliva, las pequeñas cicatrices en su rostro, aún recuerdo como las conseguí cada una de ellas. Sus cabellos negros y alborotados. Su aliento a tabaco y café. En un instante, ya no le podía ver. Tomé un paño y limpié el espejo empañado. Ahí estaba- “¡No se irá!”- susurré. Terminé de maquillarme, agarré las llaves y salí. 

 

Por, María del Pilar Núñez
www.facebook.com/BarbieNekrodoll

 

Sobre el autor

 

Acerca de mí, María del Pilar Núñez, nacida en Bogotá en 1983, desde muy temprana edad se interesa por los idiomas y la literatura. Razón por la cual ingresa a la Universidad Distrital Francisco José de Caldas y se recibe como Licenciada en inglés como segunda lengua en el año 2006. Dentro de sus autores favoritos están Emile Michel Cioran, Milán Kundera, León de Greiff,  entre muchos otros. Aunque se ha dedicado principalmente a la enseñanza de un segundo idioma y se ha dedicado de manera empírica a la escritura de poesía y aforismo en inglés, esta educadora empieza a ahondar en su lengua materna con poesía y cuentos  que han sido publicados en su página personal de Facebook. (www.facebook.com/BarbieNekrodoll)

 

«¡Sorprende!, un excelente manejo del artículo indeterminado. Ocultó muy bien al personaje hasta el final.»Iván René León (Editor Narraciones Transeúntes)

 

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Ya está viejo el viejo

Hombre viejo caminante, errante. Caminaba lento y su paso era viejo y rasgado por su andar errante. No había alma que lo retuviera y los gatos a su paso descendían en la tierra esfumándose del pavimento.

Hombre viejo caminante, errante. Caminaba lento y su paso era viejo y rasgado por su andar errante. No había alma que lo retuviera y los gatos a su paso descendían en la tierra esfumándose del pavimento. Solos él y ellos, sus amigos errantes del purgatorio. A su espalda caminaban –sin rozarse– los recuerdos de la juventud; almas saltarines e inquietas, en sus rostros la vivacidad del poder y las ansias de peligro se veían. Eran recuerdos que hacían más viejo al viejo: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”. La vejez no avizoraba en esos tiempos del recuerdo, jamás había sido una preocupación y ahora representaba la mayor y única de entre todas. Dormir con el pijama con el que sale a la calle en las tardes, rociado de humo y aires contaminados; la cáscara de la nuez o la roca de pan que se habían escurrido al desayuno. Un olor a viejo de tabaco y a tabaco viejo, pues solo consume dos o a lo sumo tres en el día, porque su sobrina anda siempre vigilante por si lo hace una vez más.

 

Los tres cigarrillos diarios habían sido una ardua campaña de guerra que se había prolongado con los años; años que servían al viejo para volverse más torpe, pero a la niña para crecer más vivaz y atenta. Por los años en que las guerras civiles se transformaron en guerras de guerrillas el viejo tuvo que dejar de fumar, se lo estaba llevando la enfermedad y la paranoia, no podía competir con las dos y tuvo que dejar uno. A hoy, tres cigarrillos diarios no serían ni la cuarta parte de lo que fumaba en dos horas, más o menos. Conquistó esos tres después de haber perdido gran parte de sus territorios. Lo hizo a punta de tratados y acuerdos; largos procesos que incluían ceder territorios –el viejo tuvo que proveer a la niña de una ración de dulces semanal durante varios meses–, así como contar la historia de grandes personajes –héroes y heroínas, incluso alguno que otro mártir– y algunos dientes que brillaban por su ausencia.

 

El viejo caminando recordaba cómo había empezado a recordar y a olvidar lo que había que hacer. Caminaba más lento aun tratando de recordar, pero solo conseguía recordar lo que había hecho olvidar aquello que tenía que recordar. Su caminar lento lo hacía parecer aún más viejo, casi al punto de estar en la siguiente etapa, donde su espalda se encorva y la fatiga es evidente. La ruina física antes de ser polvo. No quería ni pensar en lo que podría ser el recuerdo en esa etapa; seguramente recordaría lo que tendría que recordar hoy y ya lo habría olvidado de nuevo, pero seguramente sus otros recuerdos no. No esos que esa vez, aquella vez, hicieron que recordara algo, sino que al contrario habían hecho que olvidara algo. Esos no. Seguramente recordaría de nuevo cuando era joven, el rostro joven de sus amigos que ahora eran solo almas errantes como él. De esos amigos algunos estarían vivos, pero serían un recuerdo más; serían errantes en la misma etapa en la que está el viejo.

 

La fuerza de la vejez en su espalda le hace a veces agachar la cabeza, haciendo inevitable fijarse en la viveza y sequedad del pasto que pisa. Ese mismo pasto que pisaría hace muchos años cuando fue obligado a hacer parte de la milicia; ese pasto ahora le recordaba esas épocas. El pasto siempre había sido su fiel espectador, y al mismo tiempo el espectáculo, cuando tenía que caminar largas distancias y el cansancio –pero no la vejez– le hacían agachar la cabeza también. Los pasos que mira ahora no van a la misma velocidad, ni siquiera su calzado es igual, es claro. Lo que otrora había sido su dotación más preciada, sus botas, ahora no eran más que un par de alpargatas tejidas a máquina; casi nada de lo que recuerda es como es ahora, todo ha cambiado y hasta sus pasos lo notan. Todo con lo que creció ya no existe.

 

A medida que camina vienen llegando más recuerdos y más lejos de su memoria se encuentra lo que tiene que hacer, a lo que lo han enviado. Su método es rústico, griego, y susceptible a la duda constantemente: consiste en seguir caminando. Sabe el viejo que en algún momento recordará lo que es debido hacer y que por un momento sus recuerdos desacelerarán el paso, también están cansados y llevan mucho tiempo persiguiendo al viejo a todo lugar en todo momento. Sus recuerdos, finalmente se ha dado cuenta, son sus más fieles compañeros; allí está todo. Todo lo que pueda ser ahora lo ha sido en sus recuerdos. No se arrepiente de nada sino solo de no poder recordar todo; no le da miedo, incluso, pensar en que puedan ser más. Tiene miedo, más bien, de no recordar nunca más. Pero ¿qué era lo que tenía que hacer?

 

Al parecer ha seguido caminando más de lo que puede recordar, sin embargo, como es justo, sus recuerdos no acaban. Aunque haga el mismo ejercicio todos los días, los recuerdos varían o se repiten, siempre son una experiencia nueva basada en el pasado. Recordar para el viejo no es una necesidad o un simple proceso mental; es recorrer, con la memoria, todo un mundo paralelo. Recordar es la práctica para el viejo; la praxis. El viejo lo entiende perfectamente, porque lo recuerda. Recuerda tener que pasar noches enteras dando vueltas en la cama, así como noches enteras dando tumbos por la calle. Esta vez el recuerdo de su juventud regresa de manera fugaz, imponente y oscura. No es que el recuerdo sea borroso, como suele serlo para todos los mortales, es el recuerdo mismo que es así. Así lo recuerda el viejo. Esas noches en las que pasaban las horas sin asco, sin miedo, sin nada que las detenga; ni siquiera el propio tiempo pudo retener esas horas en las que el viejo era joven pero se percataba de la vejez que habría de venir, esta sí, con miedo. Es decir, el tiempo en el que el viejo se volvía viejo. La vejez, como todo, no llegaba toda en una, pero era más angustiante ver cómo iba llegando y a la vez, cómo se iba perpetuando. Larga, suave y sistemáticamente constante. Cuando ya todo dejaba de ser y volvía a ser, en una ondulación mermada por la desolación y el entusiasmo por vivir.

 

A la mierda con todo, al viejo le gustaba la vida, le gusta. Es un poco fofo y perezoso, la misma naturaleza lo volvió así. ¿Cómo se le ocurre a la vida, hacer abuso del uso de su hermandad con la naturaleza? ¿Por qué no dejarlo entero? Los simples recuerdos pueden matarlo, acabarlo; pueden incluso hacerlo ver más viejo de lo que es ahora. Pero no, la vida tenía que aliarse con la naturaleza; al viejo le gustaba la vida enormemente porque tenía su cuerpo de su lado. Ahora le falla, lo traiciona. La vida y la naturaleza prefirieron que la mente del hombre fuera más fuerte que todo su cuerpo; el viejo tuvo la ‘mala’ fortuna de sobrecargar su mente y cultivar su cuerpo, es mala fortuna porque lo que ocurrió fue precisamente lo contrario, sobrecargar su cuerpo y cultivar su mente. Las dos hermanas que afectan al viejo son ahora sus más cercanas amigas, solo que pesan un poco más que el resto de sus amigos. No solamente hacen parte de su memoria, sino que también hacen parte de ellas mismas. Es decir, el viejo no puede andar dos pasos más sin que, primero, se vuelva más viejo y, segundo, recuerde más o sume más cosas a su recuerdo. La naturaleza está en la primera, camina con él, se vuelven viejos los dos: el viejo y la naturaleza. En la segunda, la vida, indiscutiblemente. El viejo ve su vida –incluso la presente– a través de la memoria, aunque ahora la falle también con la única intención de no dejarlo tranquilo. Porque está claro que jamás lo volverá a dejar.

 

Jesenská

 

Por, Andrés Eduardo Zárate Orjuela

 

Sobre el autor…

Sociólogo. Escritor de medio tiempo y de medio pelo. Gran parte de lo que escribo son cosas que pasan en realidad, es decir, en la realidad que creo cada vez que escribo.

 

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Revisó: Iván René León

 

 

Imagen tomada de internet: lalobarker.blogspot.com

 

El Puñeta

Esta ha sido una noche fría de invierno un tanto inusual, sentía que se me congelaba la médula de los huesos a pesar de la cantidad de ropa que llevaba encima. Cansado de caminar todo el día, paré un momento para buscar un sitio donde acampar, hacer una fogata y comer unos frijoles enlatados.

Esta ha sido una noche fría de invierno un tanto inusual, sentía que se me congelaba la médula de los huesos a pesar de la cantidad de ropa que llevaba encima. Cansado de caminar todo el día, paré un momento para buscar un sitio donde acampar, hacer una fogata y comer unos frijoles enlatados. Desde aquel lugar alcancé a ver una luz a la distancia, parecía ser una pequeña casa, una oportunidad para reabastecerme de comida, así que con paso firme me dirigí hacia allá.

Cada paso me llevaba más cerca, pudiendo apreciar que no era una simple casa sino una gran hacienda. Era una construcción un poco anticuada, sin dejar de ser imponente, con una muralla exterior de piedra y una gran puerta de madera con un cartel en el que se leía: “sin salida”. Curiosamente la puerta estaba abierta y pude ver desde afuera la hermosa fuente que se encontraba en el patio.

Caminé hasta la puerta de la casa, toqué la puerta y grité, tratando de llamar a sus habitantes, pero no obtuve respuesta. Moví el perno de la puerta, para mi sorpresa, estaba abierta. Adentro era muy acogedor, un poco cálida y muy iluminada. Llegué donde creo sería el comedor, había un pequeño banquete servido en la mesa: sopa caliente, frutas, pan y carne asada. Al parecer alguien estaba por cenar, volví a buscar indicios de alguien sin ningún resultado. Los últimos días únicamente había comido cosas enlatadas, así que no lo pensé dos veces y comí algo de la cena.

Recorrí la casa, en el segundo piso encontré una habitación abierta, con la chimenea encendida, una cama hecha, una copa y una botella de vino. A cada paso que daba me resultaba extraño, era como si alguien hubiera preparado todo para darme una bienvenida, conociendo muy bien mis gustos. Un aire frío recorrió mi espalda y sentí un pequeño escalofrió, una parte de mí quería irse pero yo no desaprovecharía la oportunidad de descansar en una cama caliente. Me quité la ropa, dejé mi machete cerca a la cama, apagué la luz y me decidí a dormir.

Creo que habían pasado unas cuantas horas hasta que desperté, la chimenea se había apagado y un poco de frio se colaba por la ventana. Fue entonces cuando empecé a sentir unos pequeños golpes en el techo y  una voz ronca que preguntó:

–          ¿Caeré?

–          ¡Cae!

Justo en ese momento, del techo se desprendió algo, me levanté de la cama y con un poco de incredulidad miré una pierna negra en el suelo. Volví a sentir aquel frío que penetraba hasta la médula de mis huesos y como cada vello de mi cuerpo se erizaba, una vez más aquella voz ronca preguntaba:

–          ¿Caeré?

–          ¡Cae!

Esta vez era un brazo, nervudo y negro. Traté de salir pero la puerta se encontraba cerrada y atrancada desde afuera, por lo que  mis intentos de abrirla resultaron ser inútiles.

–          ¿Caeré?

–          ¡Cae!

Otra pierna, mientras mi respiración se agitaba, no pensaba en nada más que en salir de esa habitación, corrí a la ventana para darme cuenta que sería imposible pasar a través de ella.

–          ¿Caeré?

–          ¡Cae!

Aparece otro brazo, y con ello, sentía en cada musculo la adrenalina y mi corazón latir a mil.

–          ¿Caeré?

–          ¡Cae!

Cayó un torso negro, al ver que la figura de un hombre, o al menos de algo que se le pareciese, el pánico se apoderó de mí, sin pensarlo dos veces cogí mi machete y, me preparé a combatir.

–          ¿Caeré?

–          ¡Cae puñeta, con todos los diablos!

Justo en ese momento aparece la pieza faltante, una cabeza, el cuerpo empieza a unirse, tomando forma de lo que fuese alguna vez un hombre, una mirada gélida y con toda la intención de llevarme a donde quiera que eso venga, se me acerca y blando el machete. Cada golpe que acierto hace que cambie su color de piel, se vuelve blanco. No sé cuánto tiempo estuve esquivando sus embestidas, cuantas veces lo golpee con el machete, pero en totalidad se estaba volviendo blanco, en ese preciso momento me empieza a hablar.

–          Bendito seas, hombre valiente, porque a pesar de tu miedo tuviste la osadía de enfrentar lo desconocido. Me has librado de mi pena y, tu recompensa serán mis cosas terrenales. Ahora podré descansar en paz.

Después de aquellas palabras el cuerpo se desvaneció, la puerta se abrió sola justo cuando empezaban a aparecer los primeros rayos de luz del amanecer. Tomé de la casa lo que consideré necesario y continúe mi viaje.

 “Aunque perezca que no haya salida, enfrentarse a las adversidades y en especial a uno mismo, siempre traerá alguna recompensa”.

En memoria de Sofonías Revelo, quien alimentó mi imaginación.

 

Por, Gabriel Villareal

 

 

Sobre el autor…

 

Yo soy Gabriel Villarreal, Ing. electrónico residente en Ipiales (Nariño). Una de mis mayores aficiones es la lectura, épica y fantástica, por ese motivo me decidí a escribir un pequeño cuento de terror, como los que contaba mi abuelito. Entre mis sueños está escribir, a pesar de los fracasos que me pueda llevar, creo que lo más importante es empezar, dar el primer paso para recorrer mil millas más.

 

 

 

Cuento evaluado por Andrés Angulo Linares

                                       @OlugnaElGato

 

 

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Imagen tomada de internet: search.prodigy.msn.com