Juzgamos con profundidad y drasticidad las actuaciones de nuestros semejantes, ante las propias, somos benévolos y comprensivos.
Somos arbitrarios en nuestros conceptos, evaluamos las decisiones ajenas desde nuestra propia escala de valores, aun cuando sabemos que está condicionada por nuestras circunstancias, que por lo tanto no es del todo confiable y, mucho menos, poseedora de toda verdad.
Hablamos de lo correcto y de lo inmoral con la misma propiedad falaz con la que lo hace un líder religioso.
Los ateos niegan la existencia de dios y maldicen los tratados de la biblia por considerarlos opresores y graves afrentas a la libertad. Sin embargo, sus sentencias son tan jodidamente arbitrarias que parecen tomadas de ese “sagrado” libro.
La incoherencia de los fanáticos religiosos deja al desnudo el odio que por dentro cargan. Son capaces de lamer –en increíble acto de obediencia y de “amor” a dios– los tobillos de alguien que ha sido, según ellos, ungidos por aquella deidad, mientras que al mismo tiempo, escupen en el plato del más necesitado.
El amor del que tanto hablan solo es posible entre aquellos que, como ellos, son borregos, jamás podrá ser para los herejes que rompimos filas o que por circunstancias de la vida y de la sociedad, ocupamos un escalón inferior en esa cadena alimenticia que ubica a unos como presas y a otros como depredadores.
Somos incoherentes y Juzgamos a conveniencia, creemos tener la verdad en nuestros labios y no titubeamos al momento de condenar a otros por actuaciones propias del ser humano.
No estoy hablando de delitos, me refiero simplemente a aquellas acciones que nos muestran qué tan frágiles podemos ser ante nuestras pasiones.
Creemos que para vivir es necesario consultar ese manual que nadie ha visto, pero que nos dicta paso a paso qué leer, qué escuchar, cómo vestir, cómo amar, para lograr ser –eso que alguien llamó– “personas de bien”.
Nos rasgamos nuestras ropas ante las agresiones sexuales sufridas por las mujeres, pero no perdemos chance para invadir el espacio privado de aquella mujer que nos habló con cierta confianza. Creemos que contamos con el derecho de invadirla, solo porque somos hombres y a ese instinto debemos corresponder de manera primitiva, porque el que es macho propone y ellas son las que disponen.
Nos indignamos ante la injusticia social, pero queremos gozar de los beneficios que nos otorgan nuestro oficio, profesión o rango en una empresa.
Lloramos a los muertos, en la medida que estos sean mediáticos, para que nuestra compasión pueda ser calificada como humana. A los anónimos no, a esos pa’ qué, a los pobres tampoco. El compadecerse por ellos, nos dejaría, ante esos que queremos impresionar, como unos mamertos comunistas.
Olvidamos fácilmente que somos humanos, que nos regimos por nuestras emociones. Si bien es cierto, hay prácticas detestables como el abuso sexual, el asesinato, el robo, entre otras, y que ante estas no podemos pasar como cómplices silenciosos y que es nuestro deber esforzarnos para que sean erradicadas, también lo es, que debemos cuestionar nuestro comportamiento, pues con él, quizás sin darnos cuenta, por acción u omisión, con nuestro voto o con nuestra indiferencia, podemos estar contribuyendo a estos flagelos que nos derrotan como sociedad.
No tenemos la verdad de nada, somos humanos. Simple. Hay cosas que se salen de nuestra comprensión, entre ellas nuestras creencias y el amor. Dentro el ejercicio de respeto, de tolerancia y aceptación que debemos tener como sociedad, la arbitrariedad con la que a veces juzgamos las vidas ajenas debe ser extinta.
La manera más sencilla y efectiva que tenemos para contribuir a la sociedad, es la de mirarnos primero hacia adentro. No se trata de ser complacientes, se trata de guardar el mínimo respeto hacia las decisiones de quienes nos rodean, pues en últimas, somos de la misma especie y no sabemos en qué momento nuestra escala moral nos traicione y seamos nosotros, entonces, quienes estemos bajo el juicio ajeno.