(Mosquera, Cundinamarca, Colombia)
Por, Wilmar Montoya
Un jueves cada quince días es el día más lúgubre de la oficina. Es la reunión por departamentos que siempre termina con la figura alargada y encorvada de Eduardo Saldarriaga pasando a toda prisa al baño luego de salir de la sala de juntas. Siempre es el último en quedarse, siempre se escuchan los gritos. La sala de juntas es una oficina encerrada y sin ventanas, con acceso directo a la oficina de Milena, con una mesa rectangular grande en el centro y sobre ella una lámpara central que proyecta la sombra de todos, acompañado todo de ocho sillas del mejor cuero posible. Las sillas son tan resistentes que soportan el peso de Milena, una morena portentosa de caderas anchas, que se mueve todo el tiempo de la silla cada que recibe una buena o mala noticia. Si es buena se impulsa hacia atrás y sale disparada de un salto, si es mala da un brinco instantáneo. Las sillas jamás emiten ningún sonido.
A las 8:30 de la mañana empieza la reunión y acuden siempre las mismas ocho personas. Eduardo siempre está sentado a la mano izquierda de la directora operativa: Milena, que encabeza la mesa, a la izquierda de Eduardo se sienta Irma de recursos Humanos, que de una manera muy inteligente nunca dice nada en las reuniones, vea lo que vea, garantizando así los derechos económicos de su familia. Y al final de la fila izquierda está Samuel, la persona más antigua en la empresa y que rara vez participa. Las reuniones empiezan cada uno bebiendo un café oscuro y dulce, servido en los vasos más lindos de la oficina; se los regaló Milena, cada uno tiene las caras de sus hijos, un gesto muy lindo de la jefa, un recordatorio de por qué se aguantan todos los días ese comedero de mierda. Al lado derecho de Milena se sienta el líder de cada departamento y cada uno dice lo que todos ya saben, se justifican con los argumentos que son bien sabidos por todos y siempre terminan su sustentación con una mirada de compasión por Eduardo. Cada mes se ajusta una tuerca diferente: «¡Falta compromiso, sabemos que te puedes equivocar, pero no nos decepciones, te tomaste un permiso al que tienes derecho, pero que odio darte, tienes que estar muy preocupados porque la empresa ya no se va a ganar un 1438% de lo que ustedes ganan, se va a ganar solo un 1435,6% ¿eso les parece justo?!» terminaba gritando Milena.
Eduardo en todas las reuniones recibe castigos por todos los equipos, al ser la mano derecha de Milena es el encargado de que todo funcione. Cuando ella escucha una mala noticia, que ya sabía que la iba a recibir, da el salto y golpea con la mano izquierda la mesa. Los primeros golpes son palmadas a la mesa, siempre empieza el primer líder que tuvo menos errores. Acaba su punto, recibe una ligera motivación y un regaño pertinente y sale de la sala. El segundo líder, que, aunque cometió una falta leve de esas que ocurren cada cierto tiempo, recibe un recordatorio de la importancia de que los errores no existen en las empresas, de la necesidad de perfección continua. Ahí Milena da un par de palmadas suaves a la mesa y juega constantemente con su anillo de matrimonio sin pasarlo jamás de la falange, empieza el nerviosismo. Con el tercer líder el tono sube y Milena ya golpea con fuerza la mesa. La onda que genera hace que se mueva todo su brazo, y esa energía termina bajando por el escote y hace saltar de manera fulgurante sus inconmensurables tetas, todos los presentes admiran el bamboleo de carnes; Eduardo que las tiene al frente, jamás levanta la mirada de su cuaderno.
Esos primeros gritos ya se empiezan a escuchar afuera e Irma inteligentemente se interna en la seguridad de su celular. «¡Ineptos, incompetentes y brutos!», se le escucha gritar a Milena. Para el turno del cuarto líder ya solo queda Eduardo, el resto del equipo ha salido a toda prisa y con la cabeza gacha. Para ese punto Milena está encolerizada. La vena de la garganta ya está brotada y una ligera sudoración pone brillo a su frente y pecho. Afuera nadie trabaja. Nadie habla, todos se cruzan miradas y chats. «Eduardo, cuántas veces tengo que decirle que esto no me sirve. Me tiene harta de su incompetencia, dígame: cuántas veces tengo que decirle esto. Sabe que Alexis, váyase ya, yo me quedo arreglando con este inútil. Cierre con llave y no estoy para nadie».
Alexis se sentó en su puesto y leyó los 58 mensajes que tenía mientras oía con total concentración los improperios que recibía Eduardo: «Mire esto, ¿le parece justo?» Había frases que solo las escuchaba Florecita de recepción, la más cercana a la puerta, y las ponía en el grupo de WhatsApp que habían creado para poder comentar el castigo injusto que sufría el pobre Eduardo. «Me tiene hasta acá su falta de compromiso». Llegaban unos silencios prolongados, interrumpidos casi siempre por un reclamo airado «No más con esto, no puedo», Milena gritaba con rabia y el desprecio era tan visceral, que lo más normal después de ese grito sería un escupitajo. «Para esto es que lo tengo acá, necesito que me responda, necesito que esta mierda funcione, usted no sirve para nada». En ese punto todos sentían compasión por Eduardo, ese larguirucho de pocas palabras. A pesar de lo que pasaba en cada reunión, nunca nadie escuchó decir nada malo de Milena. Tampoco hizo un comentario lujurioso cuando todos los hombres la veían pasar con sus profundos escotes. Jamás se le escuchaba una grosería, era un cristiano ejemplar en todo el sentido de la palabra y era él quien iniciaba las oraciones a dios en agradecimiento por el trabajo. Siempre era el primero en llegar y casi siempre el último en irse y quedarse solo con los insultos y ultrajes de Milena. Jamás dejó de dar dinero para la colecta que hacían para el cumpleaños de Milena, aunque para ninguno de ellos jamás la hicieran.
El silencio llegaba intempestivamente y a Eduardo le tomaba cerca de 5 a 10 minutos en salir. En ese lapso el silencio era abrumador. Nadie se movía, solo los mismos. «Qué cagada con ese man» y «él no se merece eso», iban y venían por los diferentes chats. Cuando Eduardo salía había una falsa activación en la oficina que solo hacía más incómodo el ambiente. Eduardo más encorvado que nunca no los miraba, su mirada en el piso lo guiaba hasta su escritorio en donde dejaba la agenda y el esfero justo al lado de la foto de sus pequeños hijos y su mujer, e inmediatamente tomaba camino al baño. Nadie lo molestaba, todos sentían compasión, lástima y hasta desprecio por ese vilipendiado hombre, esos jueves entre todos siempre le gastaban en almuerzo buscando una forma de expiar sus culpas.
Cuando Eduardo llegaba al baño tenía que enviarle un video a Milena, nunca paraba de presionarlo, era una orden. Ella exigía verlo masturbarse en el baño de la oficina después de haberlo sometido. Así era como Eduardo le comprobaba que estaba a la altura y que era digno de seguir disfrutando de esa espléndida dominatriz.
Sobre Wilmar
Soy Wilmar Montoya y transito la edad media creyendo siempre superarla. Considero demasiado pretensioso escribir algo nuevo en el mundo en el que ya todo está escrito y por las mejores plumas. Un completo sinsentido, como esta sociedad.
Por eso, por medio de las letras, intento encontrar un espacio que habitar, un lugar para no ser en un tiempo que no llegará. La transición continua me impide describirme. En este mundo de vértigo donde todo cambia para quedar igual, hay una sensación de completo desconcierto.
Que las letras que escribo sirvan entender cómo veo el mundo y así, de pronto, encontrarme en él. Ya no soy lo que era ayer, hoy no me reconozco y para mañana falta mucho tiempo.