Por, Andrés Angulo Linares
Un mensaje en X, cargado de poesía ―mal escrita, por cierto―, plagado de lugares comunes, atrapado en el romanticismo de una revolución desgastada, saturado de sentimentalismo y victimización, despertó en sus devotos seguidores una sensación que definieron como dignidad, sin detenerse a reflexionar en cada una de esas líneas ególatras e irresponsables. No fueron los únicos que reaccionaron. Por un lado, estábamos aquellos que creímos en su proyecto político, pero que no vimos con buenos ojos la ofensiva que proponía un Gustavo Petro energúmeno, narcisista y nostálgico. Por otro lado, una oposición oportunista y revanchista se frotaba las manos: el presidente se había puesto en bandeja de plata.
La excusa estaba servida: el trato indignante a los migrantes colombianos que serían deportados por Trump en circunstancias deplorables; un insumo ideal para un Gustavo Petro que, al igual que su acérrimo enemigo Álvaro Uribe, sabe explotar los sentimientos de sus seguidores, quienes ven en ellos el retrato del caudillo prometido. La dignidad, según el mandatario, no era negociable: obviedad que despierta aplausos, pero que, usada como bastión en una red social, queda reducida a un estallido impulsivo, irresponsable y peligroso.
Sus seguidores aún aplauden la valentía que expuso Petro. Su voz, como el eco de un comandante que no se rinde, penetró sus oídos y llenó sus espíritus de dignidad. Eso dijeron algunos. Una vez más, la emocionalidad se impuso sobre la razón. Entre aplausos e insultos, la disputa entre dos presidentes exhibicionistas y beligerantes amenazaba con convertirse en el primer día de una larga tensión que traería fuertes consecuencias. No fue así. Al final del domingo, el impasse entre ambos países se había superado. Para unos, el mandatario colombiano ganó; para otros, terminó de rodillas ante su similar estadounidense.
No obstante, más allá de la complejidad que se desarrolla en medio de las relaciones internacionales y que será analizada por expertos ―y charlatanes también― de todas las corrientes hasta el cansancio, una palabra se alzó entre mayúsculas y en color rojo: dignidad.
Tienen razón: la dignidad tiene que recuperar su lugar y permanecer en él como un estandarte sagrado que nadie puede violentar. Por supuesto, de eso se trata, de defenderla hasta con la vida misma si es preciso. El poder de esta palabra excede la definición simplista de la Real Academia Española; es una promesa de vida, un grito simbólico que nos llena de fuerza y nos hace sentir orgullosos de lo que somos, de nuestro origen.
Sin embargo, aunque parezca que se ha extraviado entre la precariedad de nuestra sociedad, a lo largo de nuestra historia, la dignidad ha sido el motor silencioso que nos ha mantenido de pie. Dignidad tuvieron nuestros abuelos, que levantaron familias en la escasez. Dignidad mostramos como pueblo cuando enfrentamos la violencia, la corrupción y el abandono estatal. Dignidad tenemos cuando estudiamos y trabajamos al mismo tiempo para intentar arañar un futuro diferente. Dignidad sentimos cuando decidimos entregarlo todo por un sueño, aunque sepamos que las probabilidades de no lograrlo son mucho más altas que las expectativas de hacerlo realidad.
Claro, en esta premisa no entran aquellos que han ostentado el poder político y económico desde siempre; mismos que han intentado acabar con la dignidad del pueblo que tanto han jurado defender. No pueden estar incluidos por una sencilla ―y enferma― razón: renunciaron a toda dignidad, porque eligieron el dinero por encima del factor humano; la dejaron morir, porque es más efectivo autoproclamarse salvadores; prefirieron enterrarla, porque un pueblo con dignidad no es fácil de dominar.
La dignidad no se reduce a la euforia de un momento de éxtasis. Va más allá de un discurso eficaz entre seguidores, pero esquivo a encontrar en la planificación un camino adecuado. La dignidad requiere hechos, no palabras grandilocuentes. Requiere una conexión genuina con el pueblo, algo que nuestros líderes, Petro incluido, parecen ignorar.
La sociedad colombiana sigue atrapada en la emocionalidad del instante. «Por fin tenemos un presidente que no se arrodilla», celebran algunos. «Se les advirtió, pero no hicieron caso», señalan los opositores. «No han pasado de Soacha y están llorando por la visa», defienden sus fervientes seguidores. «Hasta que la dignidad se vuelva costumbre», sentencian otros tantos. Entre aplausos y críticas, después de tanto ruido, la dignidad sigue pareciendo un concepto esquivo, relegado a segundo plano frente a la devoción abnegada por el político que apoyamos.
Renunciar al criterio propio por defender a un político ―el que sea― es un acto de indignidad. Si algo nos ha enseñado nuestra historia y nuestras luchas, es que la dignidad no puede sucumbir a liderazgos volubles.