Armándonos de valor y de la potente linterna de nuestro padre, subimos con más curiosidad que valentía
(Medellín, Antioquia, Colombia)
Por, Junnio Días
Pudo ser por la sugestión o una real coincidencia. Pero el caso es que esa noche mi hermano y yo habíamos acabado de ver una película de esas que llaman de suspenso. Casualmente, trataba de unos fantasmas que atormentaban una familia; recordando escenas y muy impresionados de lo que habíamos visto y oído, nos quedamos dormidos ese domingo frío de octubre.
De pronto, a eso de las dos de la mañana mi hermano me despierta muy asustado pues dice que ha oído algo en la terraza de la casa. Adormilado aún le digo que eso es sugestión por la película vista y que más bien vuelva a dormirse, ya que al día siguiente debemos ir al cole. Él me dice que no, que es real. Ya del todo despierto le pregunto sobre ¿Qué es lo que ha oído?
—Es como si alguien jugara con el triciclo —me dijo muy asustado.
El triciclo era nuestro juguete familiar, ya que había sido de todos, empezando por mi hermana y terminando en él, a pesar de que los años y el trajín habían hecho mella en él, seguía siendo un juguete muy querido y aún lo conservábamos, así ya no lo usáramos, como una suerte de homenaje a nuestra infancia recién ida.
—¡Pero si el triciclo está guardado en el cuarto de las herramientas del papá! —Le dije a mi hermano con todo el convencimiento que pude tener.
—Lo sé, pero lo que he oído es real. ¡Subamos a ver qué pasa! —Insistió de nuevo.
—¡No, más bien durmámonos y mañana miramos a ver si el triciclo está fuera de lugar!
Mi hermano se quedó dormido y cuando yo ya estaba conciliando el sueño, un ruido me puso en alerta. Eran las inconfundibles ruedas oxidadas de nuestro viejo triciclo desplazándose por toda la terraza y como alguien montaba de aquí para allá y de allá para acá. Así se la pasaron durante toda la noche jugando con nuestro triciclo. El miedo me paralizó y aunque sentía unas ganas enormes de despertar a mi hermano y decirle que sí, que le creía y que fuéramos juntos a ver qué pasaba, lo único que hice, fue permanecer despierto mirando al techo y preguntándome ¿qué era aquello tan extraño?

Dos horas más tarde más por cansancio me quedé dormido, pensando en que quizá fuese un ladrón, o el viento que movía las ruedas del juguete. Al día siguiente antes de irnos para el cole, mi hermano y yo subimos a la terraza y efectivamente, el triciclo se hallaba fuera del cuarto, en un rincón y como dos forenses, lo auscultamos minuciosamente y encontramos que en el asiento había tierra, como si la persona que lo hubiese montado estuviera sucia, pues trocitos de ramas se encontraban también en los pedales.
Atónitos, sin mucho tiempo para hablar, nos fuimos a estudiar, pero todo el día nos la pasamos pensando en lo sucedido la noche anterior y en nuestros hallazgos.
Pasó casi una semana donde nada sucedió, pero en la noche del viernes, la misma historia: mi hermano me despierta a las 12:40 de la noche, alertándome, pues ha vuelto a escuchar los ruidos arriba. Yo también los escucho. Armándonos de valor y de la potente linterna de nuestro padre, subimos con más curiosidad que valentía. Abrimos la puerta en el momento en el que oímos cómo el triciclo se desplazaba hacia el lado posterior de la terraza. La linterna iluminó todo el lugar, aparentemente en orden. Todo estaba ahora en silencio. Nuestras miradas iban y venían sin poder localizar el juguete. De pronto lo vi y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Apresuradamente le dije a mi hermano que no había nada, pero ya era tarde. Mientras las palabras surgieron de mi boca, mi hermano buscó mi mirada y entonces, él también la vio. Parecía ser una niña de unos 7 años. Estaba sentada, y ahora muy quieta, en nuestro juguete. La primera reacción de mi hermano fue la de bajarla, pero lo detuve a tiempo.
—Acerquémonos muy despacio y veamos de qué se trata —le dije, calmándolo un poco.
A una distancia prudente y siempre alertas de cualquier movimiento de la niña, nos acercamos; un potente haz de luz nos reveló un rostro semidescarnado de una niña muerta. El brazo izquierdo se hallaba en el mero hueso y diminutos animalitos corrían por su cuello, cara y manos. Pero lo que más aterrados nos dejó fue su cabeza: tenía solo un poco de cabello en su parte de atrás, el resto era un cuero pelado que en la parte de arriba tenía un hueco, como el que le hacen los pájaros a los frutos en los árboles. Nos acercamos un poco más, lo suficiente para soportar el nauseabundo olor que desprendía aquella niña. Olía como lo huelen las heridas supurantes. Ella seguía quieta, tan quieta como un cadáver.
—¡Mira! —Gritó mi hermano.
Del ojo izquierdo de la niña salió un enorme gusano blanco que empezaba a morder la poca carne que le quedaba en su rostro.
Muerto del asco, vomité allí mismo. Huimos de allí. En nuestras camas comenzamos a desarrollar un plan para contarles a nuestros padres y librarnos de aquella niña muerta. Al día siguiente, subimos y otra vez, como unos forenses, observamos el triciclo, ahora vacío.
Como era de suponerse, nuestros padres no nos creyeron, aunque muy entre líneas, noté que mi madre se interesó en el tema.
—¿Pero es que acaso ellos no han oído los ruidos en la noche? —me preguntó mi hermano.
—No lo sé, pero tarde o temprano los van a oír.
Y sí que tuve razón. En las noches sucesivas, se presentó de nuevo la niña jugando con nuestro viejo triciclo. En la cuarta noche, después de nuestra visita, sentimos de nuevo el ir y venir. Pero esta vez alguien más escuchó: mi padre, quien subió a ver de qué se trataba. Nosotros esperamos un poco a ver qué pasaba, pero decepcionados sentimos cómo mi papá cerraba la puerta y bajaba nuevamente a su habitación.
—¡Pero muchachos yo no vi nada! —Nos dijo luego en la mañana— ¡Pero creo que la solución será botar el viejo triciclo!
Con mucho pesar accedimos, explicándole a mi hermana porque era, como ya lo dije, un juguete amado por los tres.
Al fin de semana siguiente mi padre se llevó el triciclo a uno de los confines del barrio junto a la cañada donde jugábamos seguido. Allí solía acumularse la basura hasta que los recicladores y el carro del aseo se dignaban recogerla. Aparentemente, el problema con la niña se solucionó ahí, pues cesaron los ruidos nocturnos y todos volvimos a dormir tranquilos.
Pero lejos estaba por terminar aquel tema. Una noche me levanté al baño y cuando ya me dirigía de nuevo a mi habitación, un olor fuerte llamó mi atención. ¿Cómo olvidarlo? Era el olor de aquel cadáver que vimos en la terraza. ¿Pero si el triciclo ya no estaba? Como un perro me dirigí hacia donde provenía tal olor y ¡bingo!, la niña se encontraba de pie junto a la habitación de mis padres. A pesar del miedo que sentí no pude dejar de mirarla. Estaba quieta como siempre, pero ahora con su cuerpo más deteriorado por los gusanos. Sus manos ya eran solo huesos y le faltaban las orejas. Su camiseta ya era un trapo que colgaba de uno de sus hombros huesudos. En ese momento cuando más embelesado la miraba, sentí cómo mi padre abría la puerta de su habitación. Aunque se asustó al verla, trató de conservar la calma. Ella no se movió, pero se escuchó un susurro de una voz infantil que preguntó: —¿Dónde está el triciclo?
Mi padre me miró y respondí con un hilo de voz: —¡Está junto a la cañada oscura!
—¡Llévame! —Volvimos a escuchar.
Minutos después nos hallábamos mi padre y yo caminando hacia la cañada oscura con una niña muerta siguiéndonos de cerca.
—Ahí está —apuntó mi padre con su linterna al viejo triciclo ya abandonado y rodeado de chatarra.
La niña, con su único ojo, lo vio y fue a montarse en él. Mi padre y yo nos miramos incrédulos, pero la niña comenzó a mover aquel juguete como si tuviera vida.
Al día siguiente en el desayuno, solo se habló del tema y mis padres intercambiaban miradas, hasta que mi madre dijo:
—Vamos a contarles algo que sucedió —y agregó— ¿Cuantos años dices que tenía la niña?
—Más o menos 7 —contesté— aunque con el deterioro de su cuerpo, podría equivocarme.
—Siete años tendría Salomé, su hermana, si viviera.
—¡¿Qué?! —Exclamamos los tres al unísono.
—Hace poco más de siete años, creo que su hermana si lo recuerda, yo perdí un bebé que estaba a punto de nacer. Tuve una complicación y la niña murió.
Mi hermana asintió en silencio y todos recordamos cuando mi madre estuvo enferma hace unos años.
—¡Entonces ahora el triciclo le pertenece a ella como hermana menor! —Dijo mi hermano reflexionando.
—Sí —dijimos todos.
Pobre Salomé. Esa noche me dormí pensando en que hubiera sido interesante tener una niña como hermana menor.