Reflejos Pena Agonía

Reflejos desde el vacío; lucidez, pena y agonía

Era un cuadro tétrico, curioso, difícil de observar, difícil de digerir

(Tauramena, Casanare, Colombia)

Por, Edward Alejandro Vargas Perilla

Tenía los ojos como un abismo, profundos, negros y vacíos… proyectados por un hombre, si a tal cosa se le podía llamar así, inefable; con un cuerpo nada extraordinario, más bien delgado y pequeño; pero algo me decía que lo que habitaba ese cascarón, distaba mucho de ser humano.

Lo sabía, era extraño… esos ojos de abismo, bordeados por arrugas que apenas se empezaban a formar, hacían que mi cuerpo temblara de miedo y repugnancia. Mirando con más detalle el resto de su cara; notaba claramente sus pómulos marcados y su mentón afilado; marcas distintivas de aquellos que han soportado periodos prolongados de inanición o enfermedad.

El cuello no era otra cosa que un manojo de tendones, piel y nervios sosteniendo un cráneo forrado en piel cetrina, casi translúcida. Las clavículas asomaban peligrosamente bajo el cuello, amenazando con rasgar la piel, mientras  las costillas, hacían efigie de cordilleras montañosas en un terreno olvidado por la mano de cualquier dios que haya tenido la infame gallardía de habitar este mundo tan hostil, carente de sentido y destinado a ser olvidado; como olvidados han sido ya infinidad de mundos antes que éste e infinidad de humanidades y civilizaciones, que no son hoy más que polvo y tal vez, sólo tal vez, un pequeño eco mudo tras las estrellas… en la noche de los tiempos.

Los brazos no semejaban otra cosa que dos ramas resecas, como las de un árbol víctima del mal tiempo, terminando al fin en manos como garras, con las uñas muy largas y astilladas, amarillentas y opacas. De la cintura hacia abajo era imposible ver algo más, pues estaba todo cubierto con harapos, con algo que en su momento pudo haber sido un pantalón, pero ahora hacía la ridícula imitación de un faldón raído, atado con un cinturón de cuero  que había sido apretado más allá de los límites de lo absurdo.

Era un cuadro tétrico, curioso, difícil de observar, difícil de digerir. Era una obra maestra labrada a golpes de soledad y desespero, era un trabajo prodigioso logrado con el pasar de muchas lunas e inviernos sobre una cabeza desamparada y llena de ideales, llena de sueños y deseos. Era la culminación de un proyecto que pudo desarrollarse únicamente horadando día tras día la paciencia y temple de quien en su momento había encaminado sus pasos y sus esfuerzos a ser un sabio.

Subiendo lentamente en toda la extensión del cuadro que se me ponía en frente, volví a posar mis ojos tímidos y nerviosos en algo que había pasado por alto al principio. Posé mis ojos justamente en su boca… esa mueca fija en forma de sonrisa, siempre estática, como tallada por la mano de algún malvado artesano de tiempos pretéritos y oscuros. Era una sonrisa malévola, fría, carente de todo sentimiento o significado; era, simplemente la mueca del morbo, puesta allí para acompañar a esos horribles ojos que por siempre rondarían en mis pesadillas más profundas y secretas.

Luego de estar un rato bastante largo allí, solo, de pie frente a ese cascarón sin alma; empecé a recobrar el sentido de las cosas, empecé, si se puede decir… a despertar con el bailoteo juguetón de las velas. Volví y a la vez no lo hice, algo de mí se había quedado dentro de aquel abismo… pero también, algo del abismo había regresado conmigo y ahora era imposible ignorarlo o deshacerme de él. En un golpe de razón, de lucidez y de profundo terror, logré comprenderlo todo.

No había explicaciones fantásticas, pero tampoco las necesitaba; lo entendía a la perfección, el rostro de pesadilla, que me devolvía la mirada fija con esos ojos de abismo y esa sonrisa vacua, no era otro más que yo. Reflejado en ese espejo astillado en los bordes, sostenido en un marco de madera podrida con los muy desvanecidos rastros de lo que en su tiempo fueran ricos arabescos hechos en filigrana de oro y plata… colgando precariamente con una vieja cuerda en un clavo oxidado, en la pared húmeda, iluminado vagamente con la luz danzarina de un puñado de velas que se consumían lentamente y a quienes a su vez no sabría si agradecer o maldecir por haberme sacado del trance y dado respuestas a preguntas que jamás hice.

Lo supe de inmediato; no había dudas, aunque hubiese deseado tenerlas, con la esperanza de ser yo quien, en mi desespero y desvarío, me estuviera equivocando. Quien me devolvía la mirada, era yo, pero en otro lugar, en otra época… en otra situación. Quien devolvía la mirada, como un abismo hambriento… era yo y no lo era, se trataba de un reflejo distorsionado, de una sombra proyectada; se trataba de un anhelo muerto en busca de paz.

Se trataba de la llama de la vida, de mi propia vida, que llegado a este punto de la existencia… he comprendido, que no es más que una sombra fugaz en un vacío infinito y frío; una llama que no es otra cosa sino un reflejo desesperado y agonizante de sangre y anhelos rotos.

En mi afán por conseguirlo todo, lo destruí todo. Me destruí a mí mismo y ahora, no soy más que un cascarón sin alma, que aguarda todos los días un último atardecer, esperando quizá… que ése sea el último, deseando… mientras espero el alivio de la muerte, si es que tal cosa existe, jamás haberme visto al espejo, sólo para recordar mi propia culpa y autoría en la desgracia que siempre acaece, en aquellos que la construyen y la merecen.

Ahora, cansado y abrumado, pongo mi huesuda espalda contra la pared fría, acurrucado en la penumbra; abrazo mis rodillas y me quedo en silencio, con la mirada fija en mi única compañía… la mirada voraz y vacía de aquel abismo, que, con una sonrisa fija y eterna, habrá de hacerme guardia hasta que haya exhalado mi último aliento.

Y, aun así, no creo que esa imagen de pesadilla y ojos profundos vaya a marcharse jamás del espejo; así como creo que mi alma no abandonará jamás las paredes de esta vieja casa quinta semi derruida, donde reposarán mis huesos y mis memorias.

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