«El cigarro resbala de mis dedos y se precipita con violencia al piso cubierto de polvo y escoria»
El día de la victoria
«No había duda, la medalla de esa clase hubiese sido para él»
Lágrimas de felicidad
«Un beso en la frente despertó a Felipe en esa casa antigua y desconocida, nada de lo vivido había sido un sueño»
Despertar
«Las calles eternas yaciendo como el cadáver colosal y agrietado de una gran serpiente»
Lo que el fuego no acabó
Con la calma de un psicópata, les roció gasolina y les prendió fuego.
25 Segundos
«Por fin pasará algo que romperá la rutina del día y me permitirá ocupar mis pensamientos en otra cosa que no sea ella»
(Bogotá D.C., Colombia)
Solo espero que algo extraordinario ocurra. A 60 kilómetros por hora, el paisaje de la ciudad, atravesado por un grande y presuroso gusano de color rojo enfado, se torna difuso.
En un semáforo, en la esquina de sentido contrario, veo a una pareja forcejear. Él, un hombre negro alto, toma por los brazos a la mujer y la sacude con fuerza.
—¿¡Qué le pasa, Toño!? ¡No sea hijueputa!— Grita ella enfurecida.
«Por fin pasará algo que romperá la rutina del día y me permitirá ocupar mis pensamientos en otra cosa que no sea ella», pienso.
Sigo con atención la vergonzosa escena. Él la empuja. Ella, joven y briosa, le sigue gritando, al tiempo que lanza puños buscando el rostro de su agresor.
Gancho de izquierda, Jab de derecha, gancho de izquierda. Jab de derecha directo a la barbilla. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, izquierda, izquierda. El hombre no cae.
Llega un árbitro. Bolillo en mano, vestido de verde y con la palabra Policía grabada en su chaqueta y gorra.
—¡Quietos! —Grita con autoridad.
Gancho de derecha directo al mentón del policía. Suena un golpe seco, ella cae.
El policía se agarra el pecho con su mano derecha, su rostro palidece y la sangre se riega con rapidez sobre su uniforme. Cae lentamente mientras intenta agarrarse de la camisa de Toño.
Es demasiado tarde, el hombre que discutía con la mujer, con tres puñaladas definitivas, vengó el golpe que ella recibió por parte del patrullero.
Él levanta a la mujer, le pasa un trapo por la frente, la besa y se pierde con ella entre una de las calles. Nadie hace nada. Los compañeros de Varela, el patrullero, no llegaron, mientras que él, en el piso, vomita sangre y deja de moverse. En el periódico dijeron al día siguiente que era su primer día como policía.
El semáforo cambió. Los 25 segundos que tarda en hacerlo, indicaron que la función finalizó a las 2:23 con 25. Ellos: Toño, su novia y el patrullero, sí que rompieron la rutina.
Yo, sigo pensado en ella.
Cumpleaños
No sé cuántos años más cumpliré; pero lo que sí sé, es que mi último cumpleaños nunca lo olvidaré y quedará grabado en mi mente toda la vida.
El dios mudo
Es el día cuarenta y tres desde que encontramos la entrada al sepulcro. Quedamos veinte. Estoy muy débil. La carne de rata es asquerosa y vivir bajo el miedo y la oscuridad nos ha minado por dentro.
Por, Jorge Montoya
1
—El silencio no es más que la máscara de los gritos—dijo el profesor. La luz amarilla de los lamparines iluminaba apenas la cámara mortuoria y el aire tenía un olor pesado y oscuro. Todos estaban arrodillados, mirando la inscripción de una puerta sellada—. Es una maldición—prosiguió el profesor—. ¿Ven ese cráneo pintado? Ponían eso como advertencia.
Hubo un silencio que primero fue consternación, luego asombro, después miedo. Después de todo lo que habían visto, ¿aún había algo más? Ninguno se atrevió a contestar. El profesor se levantó trabajosamente, miró a todos con ojos afiebrados y como alucinados.
—Descansemos por hoy— dijo —Abriremos la puerta mañana.
2
SOY EL PROFESOR OCTAVIO MICULICICH. Es el día cuarenta y tres desde que encontramos la entrada al sepulcro. Quedamos veinte. Estoy muy débil. La carne de rata es asquerosa y vivir bajo el miedo y la oscuridad nos ha minado por dentro. He perdido mi diario, no sé cuándo. No escribía en él desde hace varias semanas, así que aquí dejo un resumen de lo ocurrido.
Comenzamos el 20 de enero desde la cueva de Sogdiana, en el valle de Zeravshan, en Tayikistán. Un grupo de cuarenta y cuatro hombres. Mi ayudante, Javier M., la arqueóloga Carolina P., los camarógrafos de la National Geographic, Francis Wallace y George P. Depress, treinta y nueve hombres para la faena, y yo. Trece días después de bajar por la garganta de la cueva—descenso peligroso, estalactitas, mierda de murciélago—nos topamos con un laberinto tallado en la roca, con muros que el medidor láser calcula en cuatrocientos cincuenta metros de altura y pasadizos del ancho de una calle. Los lamparones de pila nuclear resultaron insuficientes, apenas si podíamos ver a un radio de quince metros. Aun así pudimos advertir que los muros estaban tallados con escenas que Carolina calificó de sucesión narrativa no lineal de los mitos yaghnobianos con especial preferencia por la génesis del mundo por Shugnani, el dios mudo[1]. Era sobrecogedor caminar flanqueado por esos altos relieves. Uno los veía y era imposible creer que todo eso había sido hecho por personas, porque todo dejaba un sabor a supra humanidad, de una magnitud tal que intimidaba. La pata de una de las criaturas talladas medía cincuenta metros de largo por veintinueve de alto y los muslos se perdían allá arriba, en la negrura. Nos sentíamos como un grupo de hormigas explorando una habitación, perdiéndonos por días en los pasadizos, caminando entre una oscuridad que nos amortajaba y un silencio vacío y muerto. El aire también estaba muerto, porque nos asfixiábamos y sentíamos ahogos. La comida comenzó a escasear y la racionamos. Comencé a palidecer
A la tercera semana de entrar encontramos un pasadizo que nos llevó a un abismo. Bajamos durante seis horas y al llegar al fondo encontramos que todo era un valle negro y lleno de huesos y armas. A lo lejos se veía el dintel de una puerta gigantesca. Identifiqué escudos con diseños helenísticos, quizá de cuando Alejandro Magno conquistó la zona. Había charcos pestilentes y escuchamos ciertas voces lastimeras que los camarógrafos de la National Geographic consideraron —con temor y poco convencidos—eran el producto de vientos internos en la caverna. Empezamos a enfermarnos. Vimos zancudos del tamaño de un perro que nos atacaron y tuvimos que defendernos con bengalas y humo. Al ver los insectos, Carolina propuso desertar de la misión, pero yo no iba a detenerme por un grupo de Aedes albopictus con esteroides, después de todo lo que había tenido que hacer para conseguir la licencia y los fondos para el proyecto. Perdimos a seis hombres que se alejaron demasiado del campamento y de la luz. Atravesamos el fondo del abismo en cinco días y encontramos la puerta gigantesca, pero era de piedra maciza. Inamovible. Era imposible que algo así frustrase mi proyecto. Había más detrás de esa roca, lo intuía, lo sentía. Llevábamos dos cargas de explosivos y propuse usarlas para abrirnos paso. Carolina y los camarógrafos se rehusaron. Amenazaron con denunciarme ante la sociedad arqueológica si destruía la puerta. No me dejé amedrentar. Yo atravesaría todo con tal de encontrar las ruinas, sacrificaría a mis hombres y a mi equipo, y hasta pactaría con el dios con tal de llegar. Dinamité la puerta. En la caverna el eco de la explosión resonó con tal fuerza que por unos momentos solo oímos un pitido seco y agudo. Algunos se rehusaron a continuar. Les dije que si querían podían desandar el camino, arriesgarse con los insectos y el laberinto y salir de la caverna. No tuvieron más opción que seguirme. Atravesamos el portal y llegamos a una explanada y a una necrópolis. Todo era de un barroquismo sombrío. Mausoleos en forma de fauces. Estatuas de reyes con cabeza de murciélago. La exploración de las tumbas demoró diez días. La comida se hizo más escasa y tuvimos que cazar las ratas que pululaban en el cementerio y que no podíamos ni imaginar cómo hacían para sobrevivir en un lugar así. Antes de llegar al final, uno de los camarógrafos enfermó súbitamente.
3
El calor me disuelve. He caído enfermo después de una pesadilla, luego he comenzado a delirar sin remedio. Vomito la comida y sudo como si me bañase en lava. Siempre es de noche, siempre estamos bajo la luz escasa de los lamparines. El silencio que rompen nuestras pisadas es antiguo. Wallace me cuida y él y Javier me llevan en una hamaca. Hemos explorado todo y llegamos a una tumba que el profesor asegura es la del dios. Era como un zigurat, solo que en vez de subir, se hundía en la tierra. Todo está compuesto por cámaras conectadas por pasadizos. La oscuridad es casi maligna y avanzar es difícil. A través de la fiebre, las pinturas murales de las cámaras se difuminan bajo el delirio. No veo sino detalles fugaces. Zarpas, fauces, gestos que simulan la sonrisa de un verdugo, la alegría de un monstruo. Sufro de pesadillas con el dios. Parece un ojo gigantesco que es al mismo tiempo una boca llena de colmillos. Lo veo frente a un festín en el que se comen manjares hechos con muñones y cabezas. En los momentos de mayor desconexión escucho el contrasentido de un silencio que llama hacia lo más recóndito y oscuro de estos pasadizos.
4
—Pasadizos, pasadizos…, silencio en los pasadizos
—Cálmese Depress— dice Javier — le acabo de inyectar un antibiótico y…
—No le escucha—dijo Carolina—. ¿No lo ve? Está delirando
—Es la fiebre…
—Es este sitio. El aire está viciado; la falta de luz nos afecta psicológicamente. Debimos habernos ido antes. ¿Qué hemos hecho metiéndonos hasta aquí, sin comida, sin auxilio? ¿No es una locura estar aquí? ¿No es insano dejar que nos siga guiando el profesor, cuando es tan evidente que también está afiebrado, que su ambición por estas ruinas nos está perdiendo?
—Su pasión por la arqueología…
—Su locura, porque eso es, locura, nos va a llevar hasta el mismísimo infierno si seguimos bajando por estas ruinas. ¿Has visto la cara que puso cuando encontró la puerta sellada? Unos ojos febriles, ambiciosos. No le basta haber encontrado todo esto. Quiere más.
Javier no respondió. Habían avanzado galería por galería a través de la tumba y descubierto cámaras llenas de ataúdes verticales donde yacían los sacerdotes del dios. Encontraron una sala llena de ofrendas depositadas sobre cráneos volteados, otra sala de torturas saturada de gritos y de sangre seca. Y habían avanzado a la fuerza, acarreados por la energía del profesor, que los hacia sobrellevar el asombro y el espanto de ver cosas así, catalogando huesos o haciendo bosquejos apurados de los relieves y las pinturas. Por último, hallaron la cámara mortuoria principal, con un catafalco gigantesco, y un altar lleno de escombros.
Los pocos hombres que quedaban limpiaron la cámara y encontraron una puerta sellada en una de las esquinas. “El silencio no es más que la muerte de los gritos”, había leído el profesor y ahora estaba entusiasmado, aún quedada más por ver. —Descansemos por hoy —había dicho—, la abriremos mañana—, y durante la noche sintieron cómo el silencio parecía empozarse y concentrarse dentro de cada uno de ellos
Al día siguiente el profesor mandó colocar los explosivos alrededor de la puerta. Todos estaban expectantes. Habían descubierto una magnitud monstruosa a lo largo del camino y ahora debían toparse con algo tan secreto que tenía una maldición como advertencia. Carolina intentó convencer al profesor de que ya era exigirles demasiado a todos el que continuasen con la investigación, pero el profesor no hizo caso y colocó el mismo el cable detonante.
—Señores, la maravilla de todo lo anterior no es nada respecto a lo que encontraremos detrás de esta puerta — sentenció, y detonó la carga de dinamita
El sonido de la explosión fue callado por un grito que reventó cuando el sello de la puerta se rompió, potente, monstruoso. Y nadie vio la tumba del dios ni vio su cadáver aún putrefacto, porque que el grito los sacó de sí mismos. Era como si la montaña gritase, como si con la intromisión del profesor el dios hubiere despertado y su furia era tal que los poseyó. Uno a uno todos cayeron al suelo, gimiendo, tirando de las orejas hasta extirpárselas en chorros rojos; la maldición los convirtió en una sola masa enfurecida que se agredía a sí misma. Los hombres se lanzaron unos contra otros, se arrebataban pedazos de piel y se mordían hasta que la sangre se les mezclaba con la saliva. Bajo el influjo del grito que los torturaba con su intensidad comenzaron a comerse sus propias lenguas, a arrancarse los músculos. Carolina se lanzó sobre uno de los hombres y comenzó a masticarle la nariz mientras este le desgarraba los senos. Uno de los camarógrafos se reía histéricamente en tanto se rompía la mano izquierda con una roca, a cada golpe sus dedos parecían retorcerse y el dolor le intensificaba el delirio. Uno de los hombres tuvo una visión tan espantosa que gritando se vació los ojos con las manos y los estrujó hasta que de su puño brotó un líquido espeso y blancuzco. Se mecieron los cabellos, se arrancaron los párpados, tiraron de sus labios tan fuerte que la piel de los carrillos se les desgarró y la boca se les convirtió en un jirón sangriento.
Antes de sucumbir en un sacrificio dantesco, antes de desaparecer entre la oscuridad y la tristeza de las ruinas, antes de que las luces se apagaran, lo último que vieron fue cómo el profesor gritaba y aullaba mientras estrellaba violentamente su cabeza contra las piedras del altar de ese dios mudo.
[1]¨En un principio, cuando todo era increado, solo había el silencio. El dios mudo originó el primer acorde de la creación a partir su esencia más infame. Shugnani había sido un demonio en otra dimensión y en castigo por revelarse ante su señor, se le condenó a un encierro en este universo. En venganza él creo el mundo y lo habitó de bestias que llamó humanos y eran físicamente idénticas a su señor, y los trató como si ahora él fuese el señor y ellos esclavos, y les enseñó el arte de la guerra y la especulación económica. Contaminado por la muerte, Shugnani falleció y fue enterrado en la necrópolis de Boar, en una zona comprendida dentro del valle de Zeravshan¨. Miculicich, Octavio, Interpretaciones de los mitos de los Yaghnobi, pág. 402
Un poco más de Jorge
Me llamo Jorge Montoya y oficialmente soy un homeless desde hace un día. (05/09/18). Estoy buscando trabajo. He dormido en un portal, junto a un venezolano, y leo una y otra vez el mismo libro de Oswaldo Reynoso. He sido tentado dos veces para recibir dinero a cambio de sexo. Mi mochila tiene una chompa, dos polos negros Killstar, un pantalón negro, dos mudas de ropa interior, una manta, una botella llena de agua de caño, un cuaderno, una pluma estilográfica, una bolsa con la mitad de mi almuerzo, pinceles, un estuche de acuarelas y 16 gramos de marihuana. El momento más feliz de este año fue el concierto de Luca Bocci. No diré el más triste. +51 941717362 para conversas ‘random’ por WhatsApp.
Revisó: Iván René León
Dos deseos y una siesta
Se podían ver dos cuerpos acurrucados en la cama: él abrazaba la espalda de ella, y el silencio hacía lo mismo con los alrededores.
Por, Sofía Betancourt
(Bogotá, Colombia)
Se podían ver dos cuerpos acurrucados en la cama: él abrazaba la espalda de ella, y el silencio hacía lo mismo con los alrededores. El cabello de ella se extendía verticalmente sobre la almohada, como si fuera una línea continua de su cuerpo. Él estaba tan cerca de su cuello, que cualquiera hubiese pensado que le estaba susurrando sus más hondos sentimientos provenientes de una recolección exhaustiva de devaneos pasados.
La alcoba respiraba con ellos: era la formación de un único conjunto de aire; un único pulmón llevando su propio ritmo. A pesar de que no había ninguna luz encendida, y la noche era espesa e impenetrable, la figura de ella era la de un dinosaurio bebé despertando de aquella larga siesta que llamamos gestación. Estirando su cuerpo se abría camino para salir del cascarón imaginario, y toda ella brillaba del color de la luna reflejada en la hoja de una navaja.
Su luz palpitaba de vez en cuando, y él la sostenía más fuerte con sus brazos. También podíamos ver cómo fruncía el ceño y se esforzaba por no despertarse de aquella otra siesta. El brillo de ella florecía con menos trabajo, pero más intenso. Él apretaba sus dientes y la contraía hacia su cuerpo; no era que le molestara la luz, sino porque sabía que ella despertaba.
Sentía el cariño que la envolvía: era el calor de un amor tan cargado, que ella perdía su fuerza física con cada abrazo que él reiniciaba. Él quería decirle que ella era su mundo, y aun cuando ella ya sabía esto, trataba de zafarse de la órbita. Y aunque intentó, el amor fue tan poderoso, que ella se desvaneció en una brisa de arena blanca que lo acompañó hasta el día de su muerte.
¿Qué nos dice Sofía sobre ella?
Nací en Bogotá, tengo 22 años, soy estudiante de economía y literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, y creo en mi obsesión por las matemáticas y el lenguaje. “Dejo pasar un millón de oportunidades para enseñarle a la vida que no es cuando ella quiera sino cuando a mí se me dé la gana” (TetricMachine), en mis ratos libres toco la guitarra, me disfrazo de la novia de Batman y me la paso decorando la Bati-cueva.
Revisó: Iván René León
La noche
Sangre, hedores, gritos, voces, lamentos, llantos, rostros dentro de la penumbra, ojos al acecho. El ladrido insistente de un perro; cerca, después lejos, todos al unísono.
Por, Gabriel Cedillo López
La noche era extraña, de aquellas donde cualquier ruido parece provenir de algo amenazante o de alguien que implora por auxilio. La oscuridad. Aquella donde de cualquier rincón sumergido en la negrura pareciera emerger un horror inenarrable, una danza de espectros, criaturas inimaginables, perturbadoras de sueños y realidades concebidas únicamente en las entrañas más perturbadas de la mente.
Sangre, hedores, gritos, voces, lamentos, llantos, rostros dentro de la penumbra, ojos al acecho. El ladrido insistente de un perro; cerca, después lejos, todos al unísono. Un ladrido gutural que se apaga de la nada. Silencio. No se oye nada más, ni a kilómetros. Todo se desvanece. Tranquilidad, sueño. Párpados que pesan, se cierran en la penumbra y entonces ya no existe nada. Pero la mente es traicionera, una vil embustera que ama los juegos. Todo adentro se nubla, se cubre de niebla espesa, el cerebro se desconecta.
Tú. Un lugar que reconoces en medio de todo lo desconocido. Alguien te sigue. O tú lo sigues a él. Espera, es ella. Se quita la capucha en cuanto hacen contacto visual. Te reconoce, de una vida pasada tal vez. No existe en tu presente, ni en tu realidad. Se acerca a ti y te sonríe, los ojos han desaparecido, no están en su sitio. De los agujeros brota un líquido escarlata. Tú estás de pie observando. Mientras tu cuerpo tiene espasmos (el perteneciente a la realidad), ella golpea tu pecho y caes al vacío. Tu cuerpo se sobresalta.
Ella, la criatura, te espera abajo de nuevo, recostada justo al lado de tu cuerpo. Tranquilidad. Escuchas su respiración pausada un par de segundos. Te giras y tomas su garganta entre tus manos. Fue un micro segundo pero lo escuchas, o al menos crees haberlo escuchado, un gemido de placer o de dolor, no lo sabes pero tampoco le das importancia. Continúas y aprietas con más fuerza y los ojos de ella se inyectan en sangre, no es tan difícil. La polla se te pone dura. El cuerpo se relaja y no vuelve a moverse. Muerte. Caes agotado encima del cuero inerte. Tu mente está relajada, despejada de la neblina y tu cuerpo de nuevo te pertenece. La realidad está distorsionada. ¿Estás aquí? Menos mal que fue todo un sueño. Pero ¿lo fue?
Tu cuerpo está, pero tu mente no. Y ella, ¿sigue allí? Sin embargo, no te atreves a mirar, por si está. Tu mente sigue afuera. Sueño. Realidad. Sueño. Realidad. Pero aun así, duermes.
Por, Gabriel Cedillo López
(México)
Reseña del Autor
Gabriel Cedillo López, (19 de Septiembre de 1996) Mexicano. Nacido en la ciudad de Papantla Veracruz. Estudiante de Derecho en la Universidad del Golfo de México…
Conoce más de Gabriel
Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)