(Patio Bonito, Bogotá D.C., Colombia)
Por, Karen Dayanna Niño Galeano
—¿Qué hacía usted en la calle a esas horas de la noche?
—Me estaba tomando una aromática mamá, ya le dije.
—¿Usted me cree a mí boba, María Camila? ¿Seráqueustedunviernesalasoncedelanochesevairatomarunaromáticaconsusamiguitas?
De la cantaleta que mi mamá gritaba en una sola frase sin respiro, María Camila entendía, a duras penas, la mitad. La otra mitad la iba ignorando mientras blanqueaba los ojos en una mueca que doña Claudia no iba a ver mientras subía las escaleras ¿y yo? sin poder ignorar los gritos, porque en esta casa se escucha hasta lo que hace el vecino dos cuadras más allá, trataba de mitigar el ruido jugando con la primera guitarra que había logrado que me compraran hacía pocos meses.
—Ay mamá, si quiere no me crea, déjeme estudiar que para mañana tengo hartas tareas.
—Dígame con quién estaba ¿se fue a ver con Harold otra vez?
El círculo armónico de siempre, do mayor, sol, la menor. Y mi mamá, la misma ingenua de siempre, creyendo que María Camila le va a decir la verdad.
—No mamá, estaba con Valentina y me fui a tomar una aromática.
Cantaremos cuentos por las calles, de esos que siempre terminan mal, y hazle trampas al sol y que no salga hoy a joder nuestro mundo.
—¡Yo estaba con Valentina anoche y Camila no fue con nosotros!—grito desde mi cuarto.
—¿Por qué no se calla y deja de ser tan sapo?—me grita devuelta.
—Vea, María Camila, no me busque que me encuentra, y no me haga buscarla a mí que usted sabe cómo son las cosas donde yo la vuelva a ver en la calle con ese muchacho.
La señora Claudia, como le decimos por molestarla cada vez que se pone furiosa, le lanza el último grito desde la cocina:
—¡Ese cuentico de las aromáticas no se lo cree ni usted!
La verdad yo también me preguntaba qué hacía María Camila un viernes en la noche en una esquina de Patio Bonito, como si no supiera que a esa hora y a ese parque solo van barristas, borrachos y ñeros, como dice mi mamá en tono de tragedia. La señora Claudia sube a mi cuarto y empieza a recitar otra cantaleta, que aunque no tiene que ver conmigo, necesita sacar de su corazón de mamá emberracada:
—A mí sí me da mucho miedo eso, usted sabe que después de las ocho de la noche no se ven sino muchachos con gorras y esos pantalones todos anchos, fumando y caminando para el parque, dígame la verdad, Andrés, ¿usted cree que su hermana está con esa gente?, ¿será que empezó a fumar? Es que véalos, usted sabe, con camisetas de Nacional y Millonarios, y uno todos los fines de semana escucha que una puñalada, que robaron al señor de la esquina, que una pelea callejera de esos borrachos que no respetan nada, ¿quién se va a poner a salir a esas horas? esqueyoconsuhermanayanoséquémáshacer.
María Camila me pide que la acompañe el viernes siguiente, que no nos vamos a demorar porque mi mamá no la va a dejar salir si no es conmigo. Invitamos a Valentina a la supuesta salida a cine que vamos a hacer al centro comercial.
—Hágale, vamos, para que le perdone la sapeada del viernes pasado, si no no le vuelvo a hablar.
—¿Y puedo llevar mi guitarra?
—Andrés, usted sí es bobo, si vamos para cine ¿mi mamá qué va a pensar? qué se va a poner a sacar esa guitarra por allá, se la roban y me echa la culpa.
Acepto a las malas y llegamos a la dichosa esquina del encuentro romántico entre Harold y mi hermanita
—¡Tres de hierbas!—. Es lo primero que le escucho gritar a un tipo barbado, mientras doña Johana atiende el negocio como si tuviera ocho manos.
María Camila se sienta en una de las sillas verdes de plástico esperando a que Harold y sus amigas lleguen y pidan algo por nosotros. Yo todavía no entiendo por qué tenemos que venir a aguantar frío a esta esquina llena de barro, porque además llovió toda la tarde, pudiendo hacer lo mismo en alguna casa, además que si nos ven aquí todos sabemos el regaño de kilo que nos espera.
—¡Tres de hierbas, dos de achiras con queso y un tinto!—. Le gritaba esta vez doña Johana a David, un muchacho que les colabora en el negocio, porque de un tiempo acá parece que está más lleno que de costumbre. En bolsitas separadas tienen las achiras, el queso, la papayuela y algunos los trozos de manzana paras las aromáticas de frutas, una cajita para las más de diez marcas de cigarrillos, los dulces y los chicles, todo bien ordenado para el despelote que se arma de las siete de la noche en adelante. 16 sillas, 6 termos, 4 bicicletas parqueadas, 4 mesas, 2 juegos de parqués, 1 de ajedrez.
Cuando María Camila está con Harold hacen lo de siempre, besarse sin pena durante horas, y mientras tanto, quienes no queremos ser espectadores de su comedia romántica empezamos a jugar parqués.
Trato de concentrarme en cualquier otra cosa. Las dos amigas de Harold están buenísimas y quiero empezar a hablarles, pero no sé cómo.
—¿Y ustedes cómo conocieron este sitio o qué?
Daniela empieza a hablar con Paula, pero no parece responderme a mí:
—¿Marica, te acuerdas de la primera vez que vinimos hace como un año? Estaba don Wilson, literal, con un termo, unas papas rellenas y un telescopio, ah y los de las pizzas que llevan aquí como diez años—me mira como si estuviera respondiendo al fin la pregunta—. Vinimos porque había un eclipse de luna y él es super fan de la astronomía y el ajedrez.
—Sí, yo no sé por qué sacaba ese telescopio aquí tan tarde, muy valiente ese señor—le responde Paula.
—Ay Pau, tranqui que tú sabes que esto no es Patio Bonito, esto es el Tintal, aquí es otra cosa.
Después entiendo que Paula vive en Castilla, uno de los barrios más bonitos de Kennedy, y que viene aquí solo a tomar aromática los viernes, con la mentira que todos decimos para no aceptar que vivimos al lado de un caño llenito de estigmas e historias: «Esto no es Patio Bonito ¿cómo se te ocurre?»
—Bueno —sigue contándome Daniela— el caso es que yo no había visto más de cinco personas aquí, pero ese día llegamos como quince a ver el tal eclipse. Al mes a don Wilson se le ocurrió traer una mesa de ping pong, y un futbolito, y nos enseñaron a jugar póker apostando aromáticas y cigarrillos, y obvio jugábamos UNO y parqués.
—Ah sí, y después don Wilson salía con la esposa y otros muchachos que le ayudaban porque ya éramos muchos, ahora venimos como cada ocho días— dijo Paula cerrando la conversación y hubo un silencio incómodo después de la historia.
—¿Ponemos algo mientras tanto?—preguntó Harold.
Sabíamos que quería poner música para mantenernos entretenidos mientras se seguía besando con mi hermana.
— Yo tengo algo, pero no sé si les guste—les digo.
Vivo más de noche que de día, sueño más despierto que dormido, bebo más de lo que debería.
—¿Eso es de La Fuga? —Me preguntó Harold—. ¡Qué chimba, parce. Hace resto no escuchaba esos manes!
—Estoy sacando Trampas al Sol ¿la pongo?
—Sí, sí. Ponga todo eso ¿A usted le gusta Extremoduro?
Que no pasen las horas, que nos pille la lluvia cantando a las farolas.
—Sí, sí, marica, todo eso—le contesto.
Que yo duerma contigo, que tú no duermas sola.
—Deberíamos montar un cover bien áspero aquí en el parque ¿se imagina? un toque una chimba con una aromática. Espéreme termino este semestre y montamos algo.
María Camila apenas estaba en noveno, Harold y sus amigas empezaban sociología en la Nacho. ¿Y yo?, un pobre huevón que apenas se iba a graduar del colegio y había aprendido a tocar guitarra por YouTube.
La única frase que se me quedó en la cabeza fue esa: «Ahora venimos cada ocho días», tanto, que le dije a María Camila que volviéramos, que yo la acompañaba a verse con Harold si quería todos los fines de semana, pero que invitara a todo el mundo. El resto fue sencillo, aprendimos a salirnos de la casa después de las 10 de la noche. La técnica era muy fácil: mis papás se acostaban a ver la novela del momento mientras nosotros, se supone, dormíamos. Primero bajaba yo con los zapatos en la mano, escalón por escalón, casi sin respirar, abría la puerta despacio, solo con la llave de la chapa de abajo, unos 30 centímetros apenas para salir de lado, enviarle un mensaje a Cami para que bajara y esperarla al lado del contador del gas. Volvíamos a dejar la puerta entrecerrada para no levantar sospechas. Mi mamá juraba que dormíamos mucho por la edad y que María Camila no había vuelto a ver a Harold ni en pintura. Todos felices.
Felices, pero la verdad es que no teníamos un peso, aunque no era difícil recoger una que otra moneda durante la semana para pagar los 1.000 que costaba la de hierbas, y los 1.500 que costaba la de achiras, queso y papayuela, la especialidad de la casa; cuando estábamos celebrando algo especial, y contando con mucha suerte, reuníamos para una bolsita de chorizos con arepa, una pizza, unas salchipapas o una hamburguesa de calle. Todo, en los tiempos más difíciles, compartido entre todos, y era justo lo que necesitábamos para pasar la noche: dos o tres rondas de aromáticas, y si el frío apremiaba, un chocolate o un tinto para cambiar la rutina. 32 sillas, 18 termos, 25 motos parqueadas, 8 mesas, 3 juegos de parqués, 2 de ajedrez, uno de UNO. Nuestro propio club sin esperar aceptación ni pagar membresías y queriendo fumarnos la ciudad sin saber coger ni un Transmilenio.
Yo ya estaba en la universidad cuando salíamos con ese frío tan tenaz a jugar, y a tocar guitarra, a escuchar conversaciones de filosofía que nadie entendía, teorías conspirativas de los reptilianos, los illuminati y las sociedades antiguas, y a hacernos preguntas acerca de la vida que a pocas cuadras sabíamos que se esfumaba. Para nadie es un secreto que ver la vida esfumarse es algo a lo que estamos acostumbrados en este lugar que decidimos llamar Primavera del Tintal para distinguirnos, dos cuadras más al norte del famoso y mal llamado Patio Bonito, donde una mañana encontramos un muerto en el caño, que «era ladrón» dijeron los vecinos, porque decirle ladrón a cualquiera que termine muerto o malherido en estas cuatro cuadras a la redonda es lo normal.
Y con el paso de los años entendía cada vez menos cómo podíamos estar tan juntos y podía sentirme tan vivo, sabiendo que este pueblo iba de mal en peor. Había días que solo estábamos para caminar de esquinas de aromáticas a una cicloruta rodeada de árboles y mierda de vaca, porque sí, es verdad que esto parece un pueblo; y de ahí a un potrero con una hilera de árboles que llamábamos el bosque, ¿a qué?, a compartir la ansiedad y las ganas de correr, o caminar hasta la orilla del río Bogotá, y sobre todo, a buscar lo que no se nos había perdido. Comer polvo por las obras que parece que siempre se van a quedar a la mitad, y encontrarse a cualquiera por la calle para decirle socio, veci, pana, compa, parce. Nos hacíamos los malos escuchando un rock de España que no le gustaba a nadie, un par de roncos que hablaban de ir por las calles y no esperar nada de la vida que es tan frágil. Solo escuchábamos de esa música que se podía tocar con las guitarras que ya teníamos rotas de tanto tocar en andenes, y así queríamos ir con nuestras voces desafinadas cantando por las noches y solo por las noches. Parecía increíble que en el día ni nos saludáramos por la calle, como si fuéramos otros.
Ahí entendí por qué la gente quería venir tanto a Patio Bonito de noche, era como si se despertaran una infinidad de posibilidades que ni siquiera yo, estando ahí, alcanzaba a entender. La policía aquí era y sigue siendo un chiste, los únicos que controlan el barrio, en serio, son los barristas y los dueños de los bicitaxis y los carritos que transportan a la gente de la Avenida Ciudad de Cali hacia sus casas, porque es en serio, esto parece un pueblo a las afueras de una ciudad caótica y hostil. Vimos pasar por estas calles persecuciones tipo Rápidos y Furiosos entre bicitaxis y carros, peleas a cuchillo por un puesto de comercio por el rebusque, porque así son nuestros socios, vecis, panas, compas y parceros. Vimos pasar, en esa esquina, dos inundaciones en las que la gente tenía que salir en lanchas desde el segundo piso de sus casas. Vimos peleas entre las gallinas azules y los verdes del sur. Una vez hasta taparon el pueblo en carteles porque había un asesino en serie. Y así, seguíamos haciendo fogatas al lado de un caño cada día más seco y más lleno de basura, viendo nuestros prados convertirse en grandes torres de apartamentos con zonas comunes exclusivas –¿exclusivas para qué?, todavía no lo entiendo– y en grandes parqueaderos de camiones. Tuvimos esa promesa de prosperidad, de nuevas avenidas, de rutas de transporte que quedaban año tras año en el olvido. Éramos una especie de embudo, que se iba llenando cada vez más de gente con una única salida. Y ahí seguíamos, tratando hablar de progreso con la misma aromática durante años en la mano, y aunque nos emborracháramos de vez en cuando con cajas de ese aguardiente de 7.000 pesos que sabía a alcohol etílico, no faltamos a nuestra cita con las aromáticas nunca.
De pronto, cuando estaba acabando ya la universidad, llegó un momento en que de lo único que hablábamos era de irnos bien lejos. Si podíamos morir apuñalados aquí, ¿por qué no morirnos en la mitad de una aventura en Australia?, ¿qué podía salir mal si ya habíamos vivido en esas calles tan temidas de Patio Bonito todas las noches que nos dio la gana? No teníamos ni la menor idea de lo que decíamos y pensábamos, y la verdad no importaba.
Hacia el 2018 todos empezamos a migrar, María Camila se fue de mochilera a hacer malabares y a cantar en los semáforos con Harold, y terminaron viajando por Ecuador y Perú; Daniela se fue para México; Valentina y Paula estuvieron en Argentina; ¿y yo?, viajé por Europa. Todos llevando la misma frase en la frente: De Patio Bonito para el mundo, y la misma frase de un ronco español a la espalda: En un mundo descomunal, siento mi fragilidad. Nos cansamos de todo y volvimos este año, no recuerdo si había eclipse, luna verde o roja, solo me importaba llegar y decirle a la señora Johana:
—¡Tres de hierbas!—. Como si fuera algo tan natural.
Seis años después se me hace increíble que salgamos un viernes a las once de la noche a jugar parqués, que don Wilson haya visto crecer su negocio, tanto que ya no necesita los termos llenos de agua caliente, porque tiene un puesto con una olla gigante para sacarla recién hervida. Salgo y no alcanzo a contar la gente sentada, ni los juegos o las motos parqueadas.
Hace una semana que estamos confinados por una pandemia que ha dejado solo incertidumbre, no hay bicitaxis, no hay carritos, no hay mercados, no se oye el constante ruido del transporte, ni los anuncios de helado a tan solo dos mil pesitos, solo hay una sensación más allá del miedo y antes del pánico de que el hambre se apodere de este pueblo, que no ha dejado de ser pueblo ni dejará de serlo jamás. A las siete de la noche pasa una patrulla de policía cerrando todos los negocios y quisiera salir a ver si queda algo de las aromáticas, pero sé que la esquina está totalmente desolada. Grito, desde mi ventana:
—¡Tres de hierbas!—. Nadie responde.
«Un fragmento de cotidianidad en uno de los barrios más populares del suroccidente de Bogotá, Patio Bonito. Una historia cargada de vivencias, de música y melancolía»
Equipo de Narraciones Transeúntes
Karen Dayanna Niño Galeano
Nacida en la ciudad de Bogotá, Colombia. Lingüista de la Universidad Nacional de Colombia, estudiante de la Maestría en Comunicación, Educación y Cultura Urbana de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, docente de italiano y cronista urbana.
Fotografía principal
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