No son casos aislados, tampoco un asunto de algunos frutos podridos, sino de un árbol que ya está enfermo.
Del criminal siempre se espera lo peor, el propósito de su vida no es otro que el de vulnerar los derechos ajenos. No conoce de límites, tampoco de ética. Sobre sus hombros puede cargar sin ningún asombro las vidas arrebatadas por su propia mano, inocencias tomadas por la fuerza y dignidades pisoteadas por su ignominia. Eso es, un criminal, y a su papel corresponde sin escrúpulos.
Insisto, de un criminal se espera cualquier cosa, pero de un miembro de la fuerza de la pública, ¡No! La función, tanto de la Policía Nacional como la del Ejército Nacional, es defendernos, brindarnos seguridad y protegernos de los criminales.
Sin embargo, ambas instituciones están fallando a su misión desde hace mucho –o desde siempre–. No son casos aislados, tampoco un asunto de algunos frutos podridos, sino de un árbol que ya está enfermo.
El abuso sexual en contra de menores también está lejos de tratarse de una serie de hechos aislados. De acuerdo con cifras publicadas por Revista Semana, cuya fuente es Medicina Legal, “… entre enero y mayo de 2020 se han practicado 7.544 exámenes médicos legales por presunto delito sexual que representan el 43,49 por ciento de las lesiones no fatales en el país. De estos, 6.479 fueron realizados a menores de edad”, es decir, un 85% de las víctimas son niños. ¡No es una cifra menor!
El 18 de junio El Tiempo, entre otros grandes medios, definió como histórica la aprobación de la cadena perpetua en Colombia para violadores de niños, proyecto que gran parte de la sociedad estaba esperando con justa razón. Sin embargo, la misma no se hará efectiva hasta tanto no se haga una reforma constitucional que así lo permita. Mejor dicho una medida aplaudida, pero que en la actualidad no surte efecto alguno.
A unos días de su aprobación, se conoció la noticia de la violación a una niña de la comunidad embera por parte de siete soldados de la Octava Brigada del Ejército Nacional de Colombia, hasta ese entonces activos: Juan Camilo Morales Poveda, Yair Stiven González, José Luis Holguín Pérez, Juan David Guaidi Ruiz, Óscar Eduardo Gil Alzate, Deyson Andrés Isaza Zapata y Luis Fernando Mangareth Hernández. Sí, los nombres de estos y cualquier otro abusador, no deben ser olvidados.
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Un hecho escabroso en el que miembros de una de las instituciones más importantes del país, aprovechando una posición de autoridad y poder, abusaron de una menor, que por obvias circunstancias, es fácil suponer que se encontraba en condición de indefensión.
¿Qué se puede esperar entonces cuando los encargados de protegernos, abusan de ese pueblo que han jurado defender? Un panorama siniestro que nuevamente pone en tela de juicio la función del Ejército Nacional de Colombia.
Ayer, otro caso de violación a una menor nos sacudió nuevamente, esta vez, una adolescente de 15 años de edad, miembro de la comunidad nukak makú, quien, según su propia versión, fue abusada por dos militares el 13 de septiembre de año pasado.
¿Qué hacemos entonces con aquellos sucesos que para muchos son solo casos aislados? Un simple ejercicio de búsqueda de abusos –no solamente sexuales– por parte de la fuerza pública, comprobaría que los atropellos son constantes.
Si es grave la violencia ejercida en contra del pueblo por parte de un guerrillero, paramilitar o delincuente común, lo es mucho más cuando se trata de un policía o militar, pues estos últimos ostentan sobre sus uniformes una insignia que representa protección y esperanza. Nadie debería sentir miedo si cerca se encuentra alguno de ellos. ¿En verdad nos sentimos más seguros?
A la crueldad que se esconde detrás de cada relato, se suma el silencio o las justificaciones de una parte de la sociedad que se niega a comprender que un miembro de la fuerza pública no debe actuar como criminal.
Las justificaciones de abusos o agresiones sexuales resultan infames y ponen al descubierto la esencia del ciudadano que las pronuncia, son reflejo de una sociedad orientada por el machismo, que enseña que los hombres estamos por encima de las mujeres.
La presunción de inocencia al que todo ciudadano tiene derecho, se ha convertido en la normalización de la infamia y a la negación del relato de la víctima, a quien se ha obligado a cargar con el peso de su propia tragedia y, en muchos casos, con la responsabilidad de la misma. Debe soportar, además, el silencio de una sociedad indiferente que ha dejado de llorar a sus muertos.
Desde el momento mismo en el que ponemos a un victimario por encima de su víctima, cuando llenamos la tumba de este último de justificaciones, cuando lo hacemos responsable de su propia desgracia, solo demostramos una cosa: nuestro fracaso como sociedad.
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Ahora bien, ¿de verdad creemos que la cadena perpetua acabará con el abuso infantil? Podrían aprobar la decapitación del agresor –se lo merece–, pero si la aplicación de la misma dependerá si este porta corbata, uniforme, sotana o ruana, los abusos sexuales seguirán siendo parte de un siniestro paisaje.
Posdata: si alguna vez ha justificado el abuso sexual, piense bien si en verdad merece ser llamados ciudadano de bien.