Que te vaya bonito hijo, que te vaya bonito

No se quería ir. Su cuerpo permanecía inmóvil ante la idea de no volver a abrazar a su hijo, se aferraba a cualquier objeto que la ayudara a mantenerse en el piso, su vestido estaba envuelto en arena.

No se quería ir. Su cuerpo permanecía inmóvil ante la idea de no volver a abrazar a su hijo, se aferraba a cualquier objeto que la ayudara a mantenerse en el piso, su vestido estaba envuelto en arena, lágrimas y sudor por el calor inclemente que se levantaba en la sabana. Había olvidado cuántas horas llevaba en esa posición y cada vez sentía más apagada la voz de su esposo. Su alma se mostraba guerrera. Ana no quería dejar sola la tumba de su único amor.

En su mente retumbaban los primeros llantos de Juan José, las primeras travesuras que la llenaban de alegría al oír sus risas y sus piernitas saltando de un lado a otro por los pasillos y escaleras de su lujosa casa, recordaba la primera camisa rota que le llevó  después de un partido de fútbol con sus amiguitos del barrio, los sonidos de sus caricias, de sus besos en la frente y su frase favorita: -Mamá, por ti lo doy todo-.

Que te vaya bonito hijo mío, que te vaya bonito, así le decía siempre que se despedían y hoy quería dejarle esa frase plasmada para siempre. Pero se  quedó ahogada en un grito  de desconsuelo.

Deseaba devolver el tiempo; no entendía por qué aquel 29 de abril Juan José no llegó a almorzar el arroz con coco y bocachico frito que tanto le gustaba y que le había mandado a preparar especialmente para celebrar su cumpleaños número 26, ese día en vez de Juan José, la puerta fue atravesada por una extraña mujer que entre sollozos y con voz temblorosa irrumpió la lectura del medio día que Ana acostumbraba hacer sentada en su kiosco de palma diciendo: – Está muerto, está muerto- Ana le lanzó una mirada de extrañeza, al tiempo que la taza de café se resbalaba de sus manos y el libro se cerraba por inercia, no entendía quién era esa mujer y no entendía a quién se refería, aunque su corazón le estaba diciendo desde hacía más de dos horas que Juan José ya no estaba en este mundo.

No se movió por más de 20 minutos de su mecedora, no le importaba el llanto desconsolado de la desconocida, sus ojos no se humedecieron, el habla había desaparecido y sus manos estaban tan frías como si las hubiese metido en hielo un día entero. El plato de comida de Juan José estaba igual de frío, las bombas comenzaban a explotar y el vaso de guarapo dejaba caer por sus paredes pequeñas gotas sobre el mantel.

Como pudo recobró fuerzas y con furia estremeció a la mujer- Explícame qué locura es la que dices, ¿a quién te refieres?,  ¿quién te crees para entrar a mi casa y hacerme este escándalo? ¿estás loca acaso?- Ana hacía mil preguntas con la esperanza de que alguna tuviera respuesta y no fuera la que su alma le dictaba.

-Señora, soy la mujer que acaba de ver el cuerpo sin vida de su hijo Juan José, yo lo amaba de verdad y siento mucho lo que pasó,  ahora está en la morgue y vine hasta aquí porque a mí no me lo entregan, a duras penas pude ver su desfigurado rostro, no quiero ir a casa de la esposa de Juan José porque desde hace años no soy bienvenida ahí-. Ana no lograba asimilar que quien tenía al frente era la causa de tantos desengaños de su querida nuera, no entendía nada, lo único que hizo fue salir corriendo hasta el hospital del pueblo para que la dejaran corroborar que esa historia era falsa, salió aún con las sandalias de baño y el pelo desordenado, nunca antes se había visto de esa forma  a Ana Castaño, siempre fue respetada y admirada por los habitantes de ese pequeño lugar sabanero.

Todos lo sabían, y al verla pasar con dirección al hospital los hombres se quitaban los sombreros y las mujeres cuchicheaban entre ellas, mientras que otras le decían  -lo siento mucho-. Juan José era uno de los jóvenes más apuestos y queridos del pueblo, la consternación era grande porque la calma que imperaba en ese lugar hacía más de 20 años  no la irrumpía una muerte violenta.

Los encargados de la morgue la vieron llegar y abrieron paso como haciendo una calle de honor hasta donde estaba el cadáver, Ana apresuró el paso para ver que el cuerpo era el mismo  de quien hacía 26 años había tenido entre sus brazos, sus ojos aún no se llenaban de lágrimas, parecía fuerte, imponente como siempre, ordenó que arreglaran todo lo que se necesitaba para dar sepultura a su hijo.

Asombrados corrieron a cumplir su petición, y en menos de 2 horas Ana salía de la morgue en un carro de funeraria, rumbo a su casa para cumplir con el protocolo necesario y típico de la sabana, la casa de Ana estaba a reventar de la multitud, había gente de pueblos vecinos que alcanzaron a conocer al difunto y le querían dar un  último adiós, nadie entendía qué había pasado,  y Ana tenía una dolorosa obligación; llamar a su esposo para que viniera de la capital hasta el pueblo a ver partir al único hijo que Dios les permitió tener.

Al otro lado del teléfono estaba Ernesto Arizona, un paisa enamorado de la sabana pero que amaba por sobre todas las cosas a su familia, trabajaba en la capital en una prestante entidad que había construido su padre y siempre iba cada tres días al pueblo para compartir con su esposa y con su tesoro, como le decía a Juan José. Esta vez el camino se le hizo más largo a Ernesto, necesitaba llegar pronto porque sentía que su hijo lo esperaba con los brazos abiertos como siempre lo hacía y que su esposa estaba organizando su cabello para lucirlo como a él le agradaba, su chofer no entendía por qué la prisa de don Ernesto aumentó después de colgar el teléfono, sus ojos se llenaron de lágrimas y solo le decía: – apúrese por favor David, apúrese-.

Cuando llegó a su casa apenas podía pasar entre los que acompañaban el velorio, todos querían extender la mano para consolarlo, pues todos estos años había sido una persona buena con el pueblo, había movido influencias para ayudar a generar trabajo a los campesinos, había construido una escuelita a los niños que llevaba el nombre de su hijo, eran muchas las cosas por las que admiraban y respetaban a la familia ahora envuelta en una tragedia eterna.

Ana lo alcanzó a ver entre muchos y se desplomó por primera vez, dejó que sus lágrimas bajaran por sus mejillas, un abrazo que parecía infinito y un grito de los dos retumbó en toda la región, estaban deshechos al lado de quien representaba la máxima expresión del amor que Ana y Ernesto habían vivido por años, estaba ahí, pálido, inmóvil guardado en una caja de madera y rodeado de velas que alumbraban su rostro desfigurado. Alguien con mucho odio había acabado la dicha de los Arizona para siempre.

Irma, la esposa de Juan José también estaba destrozada y estupefacta, pues aunque los últimos dos años no habían sido los mejores para su relación, Juan José era el hombre que desde hacía más de 5 años la acompañaba con historias hasta dormirse a su lado y la despertaba siempre con un: -buenos días mi consentida-, jamás pensó que Juan José no llegaría a casa después de almorzar donde se su madre como lo había acordado. La sorpresa que le tenía quedó deshecha igual que las ganas de volverlo a abrazar y cantarle el cumpleaños, ese vallenato que tanto lo entusiasmaba.

Ana trataba de comprender quién había tenido tan mal corazón, quién había acabado con sevicia los últimos suspiros agonizantes de Juan José, el entierro se dio al día siguiente y desde entonces Ana siente que si se para del lado de la tumba, Juan José quedará solo sin nadie que lo acompañe a su viaje a la eternidad.

Ernesto ha tratado de convencerla para que se levante, la multitud se ha retirado para respetar el dolor de unos padres que han perdido la razón de sus días, en el cementerio reinaba el silencio, porque Ana ya no gritaba, y Ernesto a su lado le suplicaba que mantuviera la fuerza que lo enamoró, trataba de explicarle con palabras débiles que Juan José estaba viéndolos desde algún lugar y su alma siempre estaría atada a la de ellos, Ernesto también quería creer las palabras que estaba diciendo pero le resultaba difícil sabiendo que su hijo descansaba 3 metros debajo de ellos.

Comenzó  a caer la noche cuando una sombra se acercaba entre los arboles hasta la tumba de Juan José, era aquella extraña mujer que no se ha percatado que los padres del difunto  siguen ahí, ella sentía que en la soledad podía dar el último adiós a quien siempre amó en silencio y logró tener en sus brazos después de las parrandas, a escondidas y en la oscuridad, así era siempre pero ella se conformaba con eso, con las migajas que le podía ofrecer ese amor prohibido, hasta que no pudo soportar más y decidió acabar con aquella pasión desenfrenada para siempre.

Ernesto  alzó la mirada y vio cómo esa mujer huía, Ana le dijo: – Ella, ella fue la que llegó a mi casa a darme la mala noticia, alcánzala y averigua quién es, la mujer al ver que Ernesto se levantó del suelo empezó a correr pero fue inútil, la policía ya estaba frente a ella para llevarla a prisión y condenarla  por el asesinato de Juan José Arizona Castaño.

 

Por, Taty Ricardo

Tatiana.ricardo@outlook.es

Sobre el autor…

Soy una Planetaricense enamorada de Colombia,  de sus historias y de su gente, amo los momentos de inspiración que llegan para convertirse en historias, la comunicación es magia.

 

Revisó: Iván René Leín (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)

 

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Imagen tomada de internet: El Nuevo Herald

Solitaria y Callada

Quizás pretendía que imaginara esa misma noche sin ella, y, entonces, no la dejara escapar.

Por, Andrés Angulo Linares

Allí estaba ella, sobre mi cama, sentada en forma de flor de loto, con sus medias de peluche azules pastel, descansando sobre sus piernas: El Perfume de Patrick Süskind. Allí estaba ella, sobre mi lecho, con sus gafas, con su pelo suelto, y esa seriedad intelectual que simplemente me enloquecía.

Un fantasma, ella y yo

El humo del cigarrillo teñía la alcoba de color gris y dejaba un leve olor a Canterville, el bar donde la noche anterior nos tomábamos unas copas, mientras la poesía, la música, la melancolía, la depresión, el tabaco y la cerveza nos envolvían y nos tragaban lentamente en esa ciudad de duendes, en esa ciudad de alienígenas.

Le conté de mis historias en ‘Canter’, de las veces que sus mesas me vieron escribir y me vieron llorar; de los fugaces episodios que me hicieron reír; de las muchas conversaciones que sostenía con Gustavo sobre música, Joaquín Sabina, mujeres, poesía y de… Joaquín Sabina.

Acaricié su rostro muchas veces, dejaba resbalar mis dedos por sus mejillas rosadas y terminaba en sus labios rojos. La besé una y otra vez. Eran sus besos el preludio y el ocaso  de cada una de las historias que con furor y melancolía le narraba con la certeza implícita que al final de ellas iba a encontrar nuevamente su boca. Esa noche, en ese bar, jugamos a ser desconocidos, jugamos a ser amantes, jugamos a ser bohemios y perdidos.

Canterville era quizás el lugar más detenido en el tiempo que Jamás había conocido, las viejas y deterioradas mesas con olor a cenicero invitaban a un cigarrillo y a un trago. Las sillas, no menos maltratadas, incitaban a sentarse y a esperar con calma a que simplemente nada ocurriera. Músicos ebrios, poetas suicidas, juglares urbanos con sus ropas harapientas que hacían homenaje a una época que no conocieron.

Una máquina de coser Singer de los años 80, un refrigerador rojo tal vez de los 50, una grabadora negra conectada a tres pequeños altavoces, una barra de madera rayada y que al parecer era el objeto perfecto para apagar los cigarrillos, una improvisada tarima, unas cuantas pinturas abstractas, muchos objetos de cobre, un retrato de Gustavo con Joaquín Sabina, y escrito  en la pared, un trozo de amargura:

“Me sentaba mirando al cielo, me tomaba el café de mi odio y me volvía viejo mascando el pan de no tener a nadie viéndome, viéndome morir”.

Desde que decidió colgar su cuerpo en el baño del bar jamás había sentido tan vivo a Gustavo. Esa noche su fantasma vigilaba taciturno desde la barra cada una de las mesas, casi que lo podía ver sonriendo mientras conversaba animadamente con Laura, Joseph y Julián; con Martin, Juliana y Andrés; conmigo, con ella y Pedro. No importaba, igual eran tres sillas, tres cervezas, tres cigarrillos, tres tristes solitarios.

La noche empezó a decaer rápidamente y después de la media noche, ‘Canter’ya parecía un anfiteatro de almas rebeldes, delirantes y anónimas. Definitivamente era un lugar para tristezas, para crímenes de amor; para escribir con sangre y licor monólogos inmolados, poemas de odio y muerte; definitivamente, para recordar a una mujer.

La noche afuera, aunque fría, se veía mucho más agradable, y sin terminar las bebidas nos tomamos de la mano y decidimos huir de ese panteón donde deambulaba un espectro, cuyo recuerdo sumergía a sus asistentes en una arena de odio y depresión, y en el que se rendía culto a un fantasma, al Fantasma de Canterville. 

La luna, ella y yo

Caminamos por el parque central, se sentó en una silla de madera y me invitó a recostarme sobre sus piernas, tal vez esperaba que simplemente contemplara la magia de esa fría noche o quizás pretendía que imaginara esa misma noche sin ella, y, entonces, no la dejara escapar. Mientras observaba su rostro a contraluz sentí –por alguna razón– que mi espíritu vagabundo me pedía a gritos quietud, que no vagara más, que el nómada por fin había encontrado su territorio. Perdido en la comodidad de su regazo, sentí la tranquilidad y la paz que hasta ese día habían sido desterradas por el caos y la confusión.

La grande luna, inmóvil, aguardaba callada y nos ofrecía complicidad y silencio. Mis dedos se entretenían con la belleza juvenil de su rostro mientras me observaba, recorrieron sus cejas pobladas, bajaron lentamente por sus mejillas rosadas, buscaron sus labios rojos y finalmente descifraron el mensaje escondido de su boca. 

Sus senos, ella y yo

Allí estaba ella, sobre mi cama, sentada en forma de flor de loto. Allí estaba ella, sobre mi lecho, con sus gafas, con su pelo suelto y su desnudez.

Allí estaba yo, en frente de ella. Absorto me limité a observarla. Vi en sus ojos sus luchas, sus dudas, sus demonios. Vi el deseo, vi el pecado, vi a la mujer.

Sus senos pequeños, redondos y rosados, excitados pedían a gritos caricias, besos y sexo. Yo que llevaba largo tiempo sumergido en la soledad y en viciosos monólogos amorosos, desfogué en ella toda mi necesidad, toda mi fuerza, todo mi deseo.

Ella logró en ese instante hacerse dueña de mis pensamientos, de mis sentidos, de mi pasado, de mi cuerpo. Como dos locos hicimos de la cama un concierto saturado de abrazos, de sudor, de respiraciones agitadas, de ansiedad, de gemidos y de orgasmos.

Jamás había sentido tanta furia y miedo a la vez, la acaricié tantas veces que mis manos todavía preservan su aroma y pretenden tocarla. La besé tantas veces que todavía mis labios sienten la humedad de los suyos y sueñan con besarla. La admiré tantas veces que todavía me parece verla allí, sentada sobre mi cama. La esperé tantos años, que cuando llegó, ya estaba muy cansado para retenerla. 

Yo…

Solo en estas cuatro paredes, detrás de una botella y refugiado en un cigarrillo, la recuerdo con su pelo suelto, con sus gafas y con esa seriedad intelectual que solo ella tenía.

Allí solía estar ella, sobre mi cama, sentada en forma de flor de loto, solitaria y callada, con sus medias de peluche azules pastel.

Dafne

Dafne

 

De la mano brota el movimiento, y tras él el sonido. Sale inmóvil y blasfemo, como un recién nacido, y los muros del silencio, que también es un sonido, se derrumban sin permiso, después del primer acorde.

Abrazado, sujetando al cello sin movimiento. Apretando la madera, contrariándola, que se ciñen las huellas sobre la tabla desierta. El ajuste de las cuerdas que amarradas se resisten, no se dejan, son rebeldes a entregar el sonido, y la mano del artífice que las golpea con fuerza, las penetra frenéticamente con el arco, mas las cuerdas como la carne se abren frente al cuchillo, lanzando gritos de dolor que son el eco de la pieza, el trasfondo del sonido.

Instrumento y músico se unen al calor del movimiento, y los contornos de mujer que se delinean por el árbol, por el tronco despojado para construir el Cello. Esa sombra de mujer que vivió como planta, que retiene esencias místicas del bosque ultrajado. El grosor de las cuerdas del llanto, el sonido de las almas, el tacto de la tristeza.

Carne, uña, cuero, tendón, piel y hueso balanceándose sobre materia inerte. Nace un pensamiento, se fusiona con sangre, incita seducción y termina con un Fa #. Huye luego hacia un Re Mayor y termina su periplo en un Si, y tiene que ser menor porque la noche aún es oscura, porque no hay amor en el brazo que alienta el movimiento.

Aún esperando que del cello salgan brazos, que cruja la madera y se destapen los contornos, se abran las heridas. Que la sangre del roble por fin pueda descansar en la tierra, y las lágrimas del intérprete cesen de rodar por el arco hacia las cuerdas. Que las barreras se rompan, las cuerdas dejen de aullar y revelen la verdadera voz oculta. Quebrada la madera, sangrantes las heridas, cubierta de sabia y aserrín salga al fin la criatura del sonido aquel, la de la voz grave y el llanto agudo.

Surge tras el cascarón del deteriorado instrumento el motivo del control del envoltorio, obra del Lutier. Una mujer inhala, con escarcha en los contornos, los ojos cerrados y la cabeza agachada. Con su senos y cadera envueltos en dorada escarcha. La criatura respira por vez primera desde que se hallaba atrapada en su árbol,  flores amargas, pero de olor fuerte, salen sin permiso ni ayuda alguna de sus cabellos.

El músico aún sostiene a lo que era su Cello. Siente por primera vez la piel, la palpa. La babaza de la sabia permea todo su cuerpo, y el olor de la vida lo deja inerte. La mujer se mantiene aún estoica, aprovecha la quietud de su maestro para tomar el arco entre sus manos, no se detiene a observarlo, solo actúa con natural instinto.

El músico sin darse cuenta ya se halla cubierto de la espesa sabia, del líquido sanguíneo, de la antigua esencia. La criatura, de rodillas aún por la pesada postura del Cello, se levanta y se da vuelta, enviando su mirada ciega hacia el maestro. El observa los parpados cerrados, siente la respiración calmada, el arco que se inclina hacia su estómago, y la ninfa ahora busca con el tanteo de su mano el ombligo de su amante, usa el tacto del filo del arco para centrar su punto, y el maestro confundido no refleja más que una ofusca mirada.

Solo un pequeño soplido, un insignificante respiro que se oyó en todos los rincones, fue la respuesta a  la intromisión del arco en la piel acuosa del músico. No hubo sangre ni vísceras tras la cruel puñalada, tan solo un líquido sin forma, una luz lechosa, un caudal dorado de increíble beldad, que bajó despacio desde el ombligo del músico, haciendo contacto con la tierra y brotando de ella flores, lirios y cigarras.

La homicida sonreía, despojada de toda culpa, y su cuerpo brillaba con total armonía, bajo los cantos de las cigarras que brotaron de la tierra, que con su canto, oído como cítara, daban luz a una nueva pieza. –Oh Dafne, mi querida Dafne, más de un milenio para encontrarte, más de mil notas para dejarte libre, y ¿te atreves a herirme con la llave de tu encierro?  -Son tiempos distintos mi desgraciado Apolo, y del hastió que nace ahora que vuelvo a verte, prefiero mil años más de encierro como instrumento. Ser la mensajera de las ondas  de Euterpe, ser el instrumento de su noble causa.

-Pobre de mí que no pudo contenerte, ni en la simplicidad de la carne, ni en la exaltación de la música, he de partir ahora con la herida aún más abierta, con el deseo intacto, con el recuerdo de tu natural fantasma. El músico acercó su mano para tocar a la mujer, y al momento del roce con la piel empapada en sabia, se desmoronó en miles de partículas dejando caer el arco desde la profundidad, ahora inexistente de su vientre.

Las cigarras callaron, la yerba del suelo encontró rápido la muerte, y aquella dama, criatura, bestia, mujer, envuelta tras su armadura de sangre de roble y alada por los laurales que nacieron en su cabello, bajó del escenario, donde acompañada además del extinto maestro, se encontraban músicos, en completo espanto.

La audiencia calló mientras la dama con cabellera de laureles, caminaba por la mitad de los asientos del teatro. El público aristocrático mordió labios, cerró los ojos, no podían soportar la iridiscencia de la musa. Pero aún muchos quisieron arrojársele a los pies, besar las manos pegajosas, los ojos sellados, pero ninguno pudo probar el contacto de su carne, pues ya todo había sido prohibido para aquellos falsos adoradores, solo fue merecedor de su abrazo, un personaje cualquiera que se ocultaba de la lluvia a las afueras del teatro, con cartones como paredes y periódicos cubriendo sus brazos, donde la mujer se dejó llevar y compartir su misterio, siempre buscando la sencillez del humilde a la soberbia de la deidad, propia de la estirpe humana.

Por, Jorge Alejandro Llanos
Imagen:

Dynamic Duo – Cello And Scroll

Reseña del autor

Jorge Alejandro Llanos

 

Estudiante de periodismo e historia del arte.

Melómano podrido y lector recurrente. Envenenado por el metal y el rock & roll recorre las 
calle de Bogotá cada vez que puede, evitando obstáculos y observándolo todo. Los mejores 
días para caminar son los que están bañados por la lluvia casi invisible de las montañas, y 
él, o yo, que somos  un mismo ser pero a veces dos, tratamos de encontrar en la universidad 
y el estudio, una oportunidad para salir. Trabaja en el naciente proyecto Siete Plumas y el 
fanzine El Piojero, escribiendo por escribir, por la razón por la que los que escriben lo 
hacen; para vivir. El futuro pinta gris  como para cualquier persona que piensa vivir de las 
letras.

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