Siete canciones, siete relatos; un álbum, una vida
«Una fuerte sacudida no es el fin, es el inicio de un mundo nuevo, trémula voz que se convierte en grito»
‘Niebla’ (Raúl Poveda)
Por, Olugna
El agua cubre y traspasa mis zapatillas hasta mojar mis medias. Trato de seguir sus pasos, pero mis pies son pesados y mis pasos pequeños. Es una lluvia intensa que cae de frente hacia mí, cada gota es una aguja que deja marca sobre mis pantalones y empapa mi chaqueta. Intento estirar mis manos tanto como puedo para aferrarme a las suyas, pero solo siento los tirones que me da y mis pies terminan deslizándose sobre el pavimento mojado del sendero. Quiero gritarle que camine más despacio, que estoy cansado, que tengo frío y me duelen los brazos, pero el aire entra por mi boca y ahoga mis palabras. Me esfuerzo para no perderlo de vista.
Escucho un estruendo, veo su silueta borrosa alejarse cada vez más rápido, mi cara está de lado sobre el suelo, mis manos sienten la aspereza del cemento. El frío me traspasa la piel, la bruma de la angustia llega hasta mis huesos. Intento levantarme, pero siento la lluvia como un pie gigante que pisa mi espalda. Quiero gritarle que se detenga, que regrese por mí. Lo único que logro es una bocanada de aire que escapa por mi boca.
El agua cubre por completo mi cuerpo. Intento subir a la superficie, pero no tengo fuerzas.
Siento cómo se llenan mis fosas nasales, mi esfuerzo por respirar termina cuando el agua entra por mi boca y baja por mi garganta. Me hundo más, la desesperación aumenta al ver que la salida cada vez está más lejos y me oprime el pecho.
El agua cubre tres cuartos de mis botas. Mis pasos dejan huellas que desaparecen rápidamente. Es una lluvia intensa, es el mismo lugar, pero ya no soy un niño. A través de mis lentes empañados intento reconocer lo que está a mi alrededor, veo la silla de cemento y la caneca de basura a mi derecha. Mucho más lejos, dos personas juegan en la cancha de baloncesto, siento una mirada sobre mí, oigo la voz de una de ellas: «Una fuerte sacudida no es el fin, es el inicio de un mundo nuevo». Es mi padre.
La lluvia es mucho más fuerte. Rompo el viento con pasos largos, sin sacar las manos de los bolsillos de mi chaqueta mojada. Camino mirando hacia el piso, intento no salirme del sendero. Por un instante deseo correr a través de ese parque. El agua que baja por mi rostro se confunde con mis lágrimas. Veo a un niño pequeño caído en la mitad del sendero. Soy ese niño.
El agua cubre mis zapatos, son los más elegantes de mi armario. Las gotas de lluvia, en esta maldita sala, caen como agujas sobre mi pantalón de lino. A pesar de la humedad en mis lentes, puedo ver el ataúd. Hay mucha gente a mi alrededor que repite una y otra vez la misma oración, no reconozco sus caras. Avanzo, estoy temblando. Siento mis piernas mucho más pesadas, mis pasos son lentos. La angustia oprime de nuevo mi pecho, siento cómo rodea mi garganta. Siento miedo, mucho miedo.
La tapa del ataúd permanece levantada. El cristal gris no me permite ver su rostro, pero sé que él está del otro lado. Paso mis dedos sobre el vidrio, observo el rastro que dejan sobre él. El miedo es mucho más fuerte. Las personas que están conmigo en el salón se acercan más, me acorralan, intentan agarrarme y jalarme hacia ellas, mientras repiten como desquiciadas: «Dale, señor, el descanso eterno, brille para ella la luz perpetua».
