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Max Cavalera: Rituales, sangre y profecías de Belo Horizonte a Babilonia

Parte III



Por: Sebastián González Z.


Soulfly nació como una guerrilla. Con lo que había a mano, con los viejos aliados que se mantuvieron firmes y con el fuego de la rabia. Su debut en 1998 fue el desangre de su alma. Un exorcismo sonoro. Riffs densos como el plomo, percusiones tribales que latían con el pulso de su furia y un groove brutal que parecía romper huesos. Las colaboraciones con Chino Moreno, Burton C. Bell, Dino Cazares y Fred Durst no fueron gestos de marketing, sino un pacto de sangre que amplió su arsenal. Canciones como ‘Eye for an Eye’ y ‘Bleed’ no eran solo música, eran declaraciones de guerra, puñetazos sonoros contra quienes creyeron que su salida de Sepultura era el final de su carrera. Max no se retiró, se multiplicó.

Max Cavalera no perdió a Sepultura. La quemó hasta los cimientos, la dejó atrás y la enterró con honores de combate. De ese cementerio de cenizas, emergió con una nueva bandera y la misma sed de siempre: patear puertas, incomodar al sistema y recordar que el metal, para él, nunca fue un negocio. Fue un arma de resistencia, un manifiesto de supervivencia, y un grito que resuena con la verdad más cruda y visceral que se puede encontrar en la música.


El inicio del nuevo milenio encontró a Max Cavalera con la cicatriz aún abierta de su ruptura con Sepultura, pero lejos de rendirse. Su banda Soulfly fue su nave de guerra en los 2000: un proyecto que nació de la furia y se transformó en un manifiesto de resistencia. ‘Primitive’ (2000) puso sobre la mesa esa fusión brutal de metal tribal y groove con himnos como ‘Back to the Primitive’ y ‘Jumpdafuckup’, un grito colectivo contra la apatía. En ‘3’ (2002), canciones como ‘Downstroy’ y ‘Seek ‘N’ Strike’ mezclaron espiritualidad y violencia con un filo urbano, mientras ‘Prophecy’ (2004) llevó la propuesta aún más lejos, incorporando percusiones y sonidos del mundo en cortes como el homónimo al disco y ‘Moses’. Cada placa era distinta, pero todas tenían algo en común: Max seguía empujando los límites, transformando su dolor en combustible.

En paralelo, Max se permitía atravesar otros terrenos. Con Nailbomb ya había demostrado su gusto por lo industrial y corrosivo, pero en 2004 sorprendió participando en Probot, el proyecto de Dave Grohl. Allí dejó la garganta destrozada en ‘Red War’, un tema que se convirtió en una de las piezas más viscerales del disco, prueba de que Max no sabía estar quieto: buscaba nuevos campos de batalla para su voz y su guitarra.


La herida con Iggor, sin embargo, permanecía abierta. Durante casi una década los hermanos no cruzaron palabra. Sepultura siguió su camino con una formación renovada, pero para Max la herida era doble: había perdido a su hermano y a la banda que construyeron desde cero en Belo Horizonte. Aun así, mantuvo la fe en que el tiempo curaría lo que la rabia había fracturado. «Nadie en la familia se metió. Siempre supimos que, cuando llegara el momento, hablaríamos de nuevo. Tristemente, fue el asesinato de Dimebag lo que nos reunió», recordaría años después.

La tragedia de 2004, cuando Darrell Dimebag Abbott —amigo cercano y héroe para ambos— fue asesinado en pleno escenario, actuó como un puñetazo de realidad. Ese mismo día Max e Iggor volvieron a hablar por teléfono después de casi diez años. El dolor compartido les recordó lo obvio: eran hermanos antes que músicos, y ninguna pelea debía tener más peso que la sangre que los unía.

El reencuentro no fue inmediato en lo musical, pero sí en lo humano. Volvieron a frecuentarse, a compartir cenas familiares, a sanar lo no dicho. Años después, la chispa prendió de nuevo: ¿por qué no volver a tocar juntos? La idea no era revivir Sepultura, sino crear algo nuevo bajo el apellido que realmente importaba: Cavalera.


Así nació Cavalera Conspiracy en 2007, con un espíritu de revancha y reconciliación. El debut ‘Inflikted’ (2008) fue todo menos tibio: producido por Logan Mader (Machine Head), sonó como una bomba de relojería. Canciones como ‘Sanctuary’, ‘Inflikted’ y ‘Bloodbrawl’ destilaban violencia cruda, riffs afilados y una batería que recordaba por qué Iggor había redefinido el metal extremo en los 90. No era nostalgia ni una excusa para girar con viejas glorias: era dinamita pura, la confirmación de que el ADN sepulturero seguía latiendo en la sangre de los Cavalera.


La década de 2010 reafirmó a Max como un guerrero inagotable. Con Soulfly lanzó discos cada vez más extremos: ‘Enslaved’ (2012), con bestias como ‘World Scum’, se adentró en terrenos cercanos al death metal; ‘Archangel’ (2015) abrazó la espiritualidad con una fuerza apocalíptica en cortes como ‘We Sold Our Souls to Metal’; mientras que ‘Ritual’ (2018) recuperó la esencia tribal y feroz en canciones como ‘Dead Behind the Eyes’. En paralelo, Cavalera Conspiracy soltaba su dosis de caos con ‘Pandemonium’ (2014), donde piezas como ‘Babylonian Pandemonium’ eran puro ataque frontal. Y como si no bastara, Max fundó Killer Be Killed junto a Troy Sanders y Greg Puciato, sumando temas como ‘Wings of Feather and Wax’ al arsenal de su trayectoria.


Fe, sangre y rebelión

Para Max Cavalera, la paternidad nunca fue un gesto de domesticación, sino un acto profundamente punk. Criar a Zyon e Igor en un entorno atravesado por la música extrema fue, según él mismo, «una de las cosas más punk» que hizo en su vida. El círculo se cerró cuando pudo subirse al escenario con su hijo Zyon, el mismo cuyo latido cardíaco quedó inmortalizado en ‘Refuse/Resist’ (1993). La imagen es poderosa: un padre que enseña a su hijo canciones que gritan «Fuck the police», reafirmando que la rebeldía también se hereda, que el metal puede transmitirse como un legado sanguíneo.


Pero esa rebeldía convive con una espiritualidad íntima. Max agradece a Dios en cada álbum, aunque no en el sentido ortodoxo o religioso. Rechaza las iglesias, los dogmas y las jerarquías, pero acepta una fuerza superior que guía la existencia. Para él, esa fe no es un refugio de miedo ni una obediencia ciega, sino una manera de equilibrar la vida frente a las tragedias. La muerte y la violencia han estado demasiado cerca de su historia —amigos asesinados, pérdidas familiares— y, aun así, su respuesta no es odio ni resentimiento hacia lo divino. Es la convicción de que existe un orden invisible, una energía mayor que lo sostiene mientras sigue gritando contra todo lo demás.


Hoy, más de cuatro décadas después de garabatear Sepultura en un diccionario, Max sigue tan salvaje como en 1984. Junto a Iggor regrabaron en 2023 ‘Bestial Devastation’ y ‘Morbid Visions’, devolviendo con furia renovada los discos fundacionales que los pusieron en el mapa. En vivo, su garganta aún es cuchillo, sus riffs aún pesan como martillazos. No vive de la nostalgia: la reescribe, la convierte en pólvora fresca.


Y ahora, con ‘Chama’ (2025), esa pólvora vuelve a encenderse. El título, tomado del portugués, significa tanto llama como llamado. Y esa dualidad define el espíritu del disco: fuego y misión. ‘Chama’ es el decimotercer álbum de estudio de Soulfly, grabado en Arizona bajo la producción conjunta de Zyon Cavalera y Arthur Rizk, con un sonido que promete ser más crudo, más directo, más abrasivo. Max lo ha descrito como «la energía de este momento», una obra que captura el pulso salvaje del presente, entre guerras, crisis y la urgencia de no rendirse.

Los adelantos, ‘Storm the Gates’ y ‘Nihilist’, confirman esa intención. La primera es una descarga tribal y combativa, un grito contra la codicia y el control, con un ritmo que parece convocar a la batalla. La segunda, un homenaje a Lars-Göran Petrov, une a Todd Jones (Nails) en una tormenta de riffs y furia nihilista. Soulfly no busca agradar: ataca, incendia, purifica.


​Max Cavalera no es solo el máximo referente del metal latino; es un sobreviviente que convirtió tragedias en música inmortal. Su legado no está en los trofeos, sino en cicatrices grabadas en canciones que siguen oliendo a sangre, sudor y resistencia.

​Si ‘Totem’ (2022) fue un disco de reafirmación espiritual, ‘Chama’ es una declaración de guerra. Donde ‘Totem’ invocaba los símbolos ancestrales como refugio, ‘Chama’ los convirtió en armas afiladas. La producción más agresiva de Rizk, la fuerza brutal y tribal de Zyon y la guitarra incendiaria de Mike De Leon construyen un sonido más salvaje, sin perder las raíces que Max clavó en los 90. Es un sonido más moderno, pero con las entrañas expuestas.

​Este álbum no es un regreso ni una nostalgia: es el rugido indomable que confirma que Soulfly sigue ardiendo. Es el fuego que no muere, la voz que no se cansa, el llamado que desgarra. ‘Chama’ es la evidencia: la tribu sigue viva, y su guerra aún no ha terminado.

​Y con ‘Chama’, esa llama no solo se aviva: se vuelve un infierno.


Sebastián González Zuluaga es un cuyabro de pura cepa, rockero de corazón y futbolero de pasión. Estudiante de último semestre de derecho en la UGCA de Armenia y director de Tendencia Rocker, combina su amor por la música con una visión crítica del mundo. Siempre entre el ruido de las guitarras y el debate, busca dejar su huella en la cultura y el derecho.

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