—Forero.
¿Forero? Martín solo me llama por mi apellido cuando está molesto. ¡Dios! Tiene 33 años, pero hace pucheros como si tuviese 10.
Siempre me hago en la primera fila, mi puesto está ubicado en diagonal al escritorio del profesor.
—¡Forero, su turno!— repite.
Tiene el ceño fruncido. Siempre lo hace cuando está irritado.
«Tómalo con la calma, es viernes», pienso.
Mejor me levanto ya.
—Hola, profe —saludo mecánicamente.
—Señorita Forero, su trabajo.
¡Uish! ¿Qué tiene Martín hoy? Está inmamable. Odio que me llame por mi apellido y ahora me dice señorita.
«’Siñiriti Firiri’. ¡Hola, Martín. Soy Jazmín. ¡Jaz-mín!»
Algo raro le pasa, está disperso, sus movimientos son torpes y está nervioso… ¡Hummm! Y aún no es el turno de Gloria.
Es un hombre cuadriculado, parece que todo estuviese calculado en su vida: sus pensamientos, sus palabras, su actuar. Es brillante y no concibe que algo se salga de su esquema, pese a su aspecto descuidado, su personalidad es simétrica.
Todos los viernes llama a cada estudiante, nos invita a sentarnos en la silla que está ubicada al frente de su escritorio, silla eléctrica donde he visto morir a más de uno. No cambia su rutina. Alumno por alumno, trabajo por trabajo. Revisa los talleres: 60 puntos, tres o cuatro ejercicios por cada uno. Hoy se dio garra, dejó 180 ejercicios. ¡180! No sé cómo hace para no aburrirse. ¿No tiene novia?, ¿no tiene gato?, ¿no tiene Netflix?
«¿Cómo será ser novia de Martín» me pregunto y ya tengo la respuesta: «¡Una mamera!»
Me ubico por el costado derecho de su escritorio, dejo caer suavemente las hojas cuadriculadas, me inclino un poco y apoyo los codos sobre la mesa, quedo a unos 30 centímetros de su barba. Felipe debe estar mirándome como siempre lo hace. El esfuerzo que hace por disimular es traicionado por sus ojos saltarines. ¡Ay, Felipe! Eres parte de otra historia.
Martín siempre huele a cigarrillo, café y colonia; pero hoy apesta a Piel Roja, es medio mamerto. ¡Típico vago de universidad pública!, diría mi papá.
«¿Qué onda, Martín? ¿Te cansaste de aspirar y ahora te untas el cigarrillo? ¿Te lo comes? ¡Cómo apesta este sujeto!».
—¡Forero, siéntese! —me dice con tono de autoridad. ¡Baboso!
—No quiero — le respondo con tono retador, mientras dejó escapar una sonrisita.
Me mira con ojos de que quiere comerme viva, parece que buscan escapar de su cabeza. Y ¡Pum! Se sonroja. Je, je, je.
«¡Ay, Martín! No me intimidas» pienso, mientras sigo sonriendo.
No soporto su tonito de huevón agrandado. ¡De malas!
—¡Ok! —Responde. Mientras agacha la cabeza lentamente y me mira de reojo.
Al parecer Felipe no es el único que tiene ojos saltarines.
«Jazmín: 2 – Martín: 0», celebro otra pequeña victoria. La primera fue cuando en un descanso me preguntó qué estaba escuchando y mi respuesta lo dejó mudo. No la esperaba, sus ojos delataron algo más que asombro.
—Veamos…. —habla para sí mismo en voz baja y sigue parloteando.
«¡Uy, no, marica! Apesta a cigarrillo, Qué asco. ¿A quién se le ocurre fumar antes de entrar al colegio?, pienso y trato de disimular.
Qué estrés. Su boca repite el procedimiento que se sabe de memoria.
«bla, bla, bla, bla», él sigue con su parloteo.
—¡YAAAAAAAAAA!— Grita de repente.
No sé qué responder. Me mira a los ojos fijamente. Está exaltadísimo, está fuera de sí y su rostro no es el mismo. No soy capaz de decir algo. Estoy espantada, todos lo estamos. Creo que ese grito lo escuchó hasta Julito, el conserje. Mueve la cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.
—Lo siento, lo siento, lo sien… —dice mirando a todo los lados desesperadamente, agarra su mochila de hilo y sale corriendo del salón.
—¡Qué heavy! —Digo con asombro
— ese cigarrillo tenía algo raro.
******
—¡Jueputa! ¡Qué mierda entró en mi cabeza! —grito en mi habitación.
Cinco en punto, ya es hora de salir para el colegio. Es viernes; debería ponerme feliz, pero claro, soy Martín, el único huevón que deja 180 ejercicios a 28 estudiantes.
—¡Ay, Martín! eres un genio. ¿A qué hora piensas revisar 5.040 ejercicios? —Me pregunto con resignación.
Igual la respuesta es la misma de siempre: los que no alcance a revisar en el salón los traeré a casa para mirarlos mientras vacío latas de cerveza y arrojo colillas al cenicero.
Tomar la moto a esta hora normalmente me relaja, sentir el viento mientras sobrepaso carros como si estuviese en un juego de video me entretiene, pone mi mente en otra dimensión. Es la única actividad que no está sujeta a una estricta rutina, eso se lo debo a Bogotá, ciudad caótica en la que las personas se chocan entre sí tratando de entrar en un bus que los llevará a sus trabajos miserables, tan miserables como el mío en el Colegio Técnico Alexander Graham Bell, nombre demasiado ostentoso para el sector donde está ubicado: Venecia, un barrio hacia el sur en el cual burdeles, bares y vendedores ambulantes compiten por la atención de los transeúntes.
Mientras me desplazo a 80 kilómetros por hora sobre la Avenida 68 siento que algo revolotea en mi cabeza produciendo una vibración insoportable. ¡Maldita sea! No soy yo, no soy Martín, el profesor brillante de matemáticas que en algunos estudiantes despierta admiración y en otros inspira terror.
Los 35 minutos de recorrido desde La Floresta hasta el colegio no logran distraer el dolor, tampoco lo logran ni el cigarrillo ni el café.
—Otro Piel Roja y otro tinto, Irene. —Le digo a la señora que atiende la vieja cafetería en la esquina del colegio.
—Van dos tintos y dos cigarrillos —señala Irene— ¿Los anoto, profe?
—Sí, por favor.
Entro a 11 A. No quiero hacer nada hoy y debo apestar a cigarrillo. Mejor me doy prisa, espero distraer el dolor viendo la cara de ruego de los estudiantes más tarados. Quizás sus suplicas me hagan sonreír.
—Buenos días —digo sin mirar a nadie, mientras me ubico en el escritorio.
A mi saludo responden en desorden, nunca han sido capaces de responder en una única voz. Sus vocecillas retumban en mi cabeza como insectos. Quisiera mandarlos a la mierda a todos y decirles que la vida, para la mayoría, será una porquería como la mía.
Acosta, Álvarez, Andrade, Beltrán, Borja, Cáceres, Casas, Castellanos… Fernández, Forero… Jazmín Forero, la chiquilla de pelo negro crespo que cubre tres cuartos de su rostro. Recuerdo la sorpresa que me llevé hace dos años cuando en un descanso le pregunté por la música que estaba escuchando a través de sus audífonos y me respondió que Joy Division. No lo esperaba, pensaba que iba a mencionar alguno de esos fulanos de beats repetitivos y desesperantes, pero no, la mocosa gustaba del rock, gustaba de Joy Division. «¿Estará tan atormentada como Curtis?» Me pregunté en ese instante y pensé que dicha rareza en una adolescente tenía que ser culpa de un hermano mayor o quizás de su papá.
—Forero —Digo en voz alta sin levantar la mirada.
La demora de Jazmín me provoca enojo. Quiero que pase rápido para seguir con Sergio, Felipe, Laura, Andrea, Natalia, Diego y cerrar con la melosa de Gloria, el último taller que pienso revisar en las dos horas de clase. ¡Cómo odio a Gloria!
—¡Forero, su turno! —repito con un poco de enfado.
La veo acercarse por fin. No es muy alta, debe tener 1.57, yo mido 1.73; su piel es blanca y en estos dos años se ha hecho más grande, aunque su rostro sigue reflejando cierta inocencia.
—Dale más tiempo —me dice una voz en mi cabeza.
—¿Qué? — pregunto en mi mente y decido no prestar mayor atención a esa voz.
—Hola, profe— Me dice Jazmín.
—Señorita Forero, su trabajo —le digo sin responder a su saludo.
Se ubica por el costado derecho de mi escritorio, mientras deja caer las hojas del taller al frente mío con suavidad; se inclina un poco apoyándose en sus codos. Me pone incómodo que se acerque demasiado.
«¿Por qué se hace tan cerca?» Me pregunto.
Siento el olor de su champú. Por su expresión, la cual alcanzo a percibir de reojo, debo apestar a cigarrillo. De reojo, también, alcanzo a notar que tiene su blusa desabotonada.
—¡Qué rico! ¿No? —Dice la molesta voz.
—¿¡Qué!? ¿Qué pasó? ¿¡Qué putas pasa!? —respondo en mi mente.
—No lo niegues, le miraste las tetas —me responde— Viste el encaje de su sostén, trataste de mirar más allá, imaginaste sus pezones rozados y tu boca saboreándolos, degenerado.
—¡Cállate, cállate, cállate!, quién quiera que seas, ¡Cállate! —respondo nuevamente en mi mente.
—No lo niegues, degenerado —insiste.
—No, no es cierto. ¡Es una niña! —grito en mi mente y pretendo ignorar a esa extraña voz.
Estoy sudando, estoy nervioso, mis movimientos son torpes, pero aun así trato de continuar.
—¡Forero, siéntese! —Le ordeno a Jazmín con tono de autoridad.
—No quiero — responde con tono retador, mientras me mira y sonríe de manera altiva.
—¡Vaya, vaya! La mocosa te está encarando —señala la voz en mi cabeza— ¿Te vas a dejar de una chiquilla de 16, Martín?
«Jazmín, maldita sea ¿Qué te pasa?», me pregunto, al tiempo que la miro fijamente.
Quiero matarla. Qué demonios le pasa, qué está rondado en mi cabeza, qué es esa voz. ¡Maldita sea! Decido ignorar a Jazmín y a ese ser extraño que entró a mi cabeza y no me deja en paz.
—¡Ok! —respondo mientras agacho mi cabeza buscando ignorar a Jazmín.
Mientras bajo la cabeza veo de nuevo su blusa desabotonada. ¡Maldita sea!, soy un degenerado.
«¡No, no, no! Martín, es una niña. ¡Por Dios!» repito en mi mente buscando concentrarme.
—Veamos… —digo en voz baja, mientras repito el procedimiento que sé de memoria, pero al decirlo siento ingenuamente que recupero el control.
Transpiro, siento las axilas húmedas; definitivamente no ha sido un buen día y quiero huir, irme lejos de acá y no desear a Jazmín.
—Deseas a Jazmín, deseas verla cabalgando sobre ti —me increpa el maldito ser en mi cabeza.
—¡No! ¡Cállate, cállate, cállate, maldito!— Respondo.
Estoy temblando, siento que dentro de mí una caneca con pólvora está a punto de hacer contacto con el fuego para estallar en mil pedazos.
—Cállate, por favor, cállate —trato de implorarle a esa voz.
—Admítelo, Martín: la deseas —insiste.
—No. Es una niña y no la deseo — respondo.
—Perfecto —replica— ¿Entonces por qué diablos tienes una erección?
—¡YAAAAAAAAAA!— Grito de repente.
¡Maldita sea! ¿Qué estoy haciendo? Mi grito dejó en silencio a todos. Miro a Jazmín, estoy exaltado y ella está asustada; estoy fuera de mí y siento cómo trato de negar que esa pequeña que está al frente de mí me provoca excitación.
—Lo siento, lo siento, lo sien… —digo con desespero.
No sé qué decir. Quiero llorar, escapar y marcharme a otro lugar donde no escuche esa maldita voz, uno en el que no sienta deseo por Jazmín. Agarro mi mochila y salgo corriendo hacia los baños.
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Por, Andrés Angulo Linares
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