Sueños de un paria

Sueños de un paria


Por, Escritor Amargo

Me despierta como cada mañana, con un beso tierno y cálido, me regala una sonrisa sincera y me ofrece una taza de café. Todo el espacio se encuentra lleno del aroma dulce y suave del café… ese perfume maravilloso que te arranca con delicadeza de los brazos del sueño y te regresa a la realidad, te da la bienvenida a un mundo lleno de experiencias y de cosas por hacer.

Luego de intercambiar palabras acerca de los quehaceres del día, me pregunta con el más sincero amor si quiero desayunar.

Comemos, platicamos un rato más de mil temas; conversar nos encanta. Disfrutamos escucharnos y aprender, lo cual es increíble, seguir aprendiendo de esa otra persona, aun cuando llevamos juntos tantos años. Años… años buenos, años difíciles, pero nunca un año malo, jamás serían malos, cuando nos habían enseñado tanto, nos habían hecho madurar y crecer como individuos y como pareja, como matrimonio.

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Es curioso ahora que lo pienso mientras bebo lentamente el café, es curioso como de conocernos por casualidad, terminamos labrando una vida y un camino tomados de la mano, es curioso todo suceso que nos ha traído hasta este momento.

Ella toma las llaves del auto, me recuerda con un tierno regaño de mamá y de maestra, que me cepille los dientes, que me dé prisa y salgamos. Siempre olvido cepillarme. Soy un niño grande, como solemos bromear, aunque en realidad sí soy un niño grande, un niño con sueños y gustos simples, atrapado en el cuerpo de un hombre mayor, que día a día se deteriora más.

En el auto, de camino al centro de la ciudad, ella me habla de todas las cosas que debemos hacer, del tiempo que tomaremos para ir por un café; ver la ciudad y darnos esa cita de novios que todavía disfrutamos tener cada vez que la ajetreada vida de dos adultos y las demás ocupaciones de la vida nos lo permite.

Vamos a muchos lugares, compramos algunas cosas… nos damos el gusto de pecar y comer algo por ahí en la calle, y caminamos de regreso al auto, mientras hablamos de la familia, los amigos, el clima… las hojas nuevas de las plantas de casa, nuestro jardín secreto, nuestro rinconcito verde en medio de la jungla de concreto; hablamos sin cansarnos, nos amamos y disfrutamos cada instante de nuestra compañía.


Finalmente llega el momento de dormir, de descansar… de hacer zapping en la tele y esperar a que el cansancio nos cierre los ojos, y el momento, como cada noche, no se hace esperar, aunque me siento ansioso y no quiero dormir, no quiero cerrar los ojos… no otra vez; no quiero perdernos nuevamente, no quiero… no qui…

Unas enormes y heladas gotas de agua me despiertan de golpe, los ruidos propios de la ciudad empiezan a crecer y a ser más uniformes. Mis ojos velados luchan por abrirse ante el brillo inclemente y dorado de una farola de la calle. Me incorporo con dolor y cansancio, trato de agazaparme en un rincón pobremente techado entre dos edificios para resguardarme de la lluvia.

No recuerdo cuánto tiempo llevo así, no sé si siempre fue así… el hambre es fuerte, pero tengo tanto dolor en el cuerpo que realmente no siento nada, mi vista empieza a fallar nuevamente, un sopor agradable y delicioso me envuelve, el sueño vuelve a llamarme y yo quiero atender al llamado, los ojos me pesan… mi respiración se hace más lenta, más pesada.

Me despierta nuevamente, como cada mañana, con un beso tierno y cálido… y me ofrece una taza de café… pero hoy, todo luce distinto, sabe distinto y se siente distinto; cierro los ojos e inhalo lentamente el aire fresco de la mañana, acerco la taza de café a mis labios y me dejo llevar por las sensación de cálida amargura; abro los ojos y espero con anhelo que esta noche, al cerrar los ojos, me despierte nuevamente con ella y no tenga que decir adiós o esperar el misericordioso alivio del sueño que solo pueden tener los hambrientos y abandonados.

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