«Si pudiera acercarme lo suficiente a tus ojos para verme en ellos podría descubrir quién soy, quién puedo ser, quién era»
Pasos sin tiempo
«El miedo que le perseguía y que vivía en su mente, creciendo como un parasito… era el miedo a su pasado»
Mamá de nadie
«Es una herida que nunca sana. Un desangrar constante que consume mis entrañas, todo el día, noches enteras»
La vieja del patrón
«Yo pude sentir la muerte en entre mis brazos, a los pocos minutos de haber recibido a la criatura»
Descenso, depresión y postludio
«Dos figuras sentadas a la mesa, difusas, acunadas por la penumbra del cuarto. Uno es muy joven, un niño de no más de doce años y el otro es un hombre muy mayor, tal vez de unos setenta y cinco años»
(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
Una imagen, eso era todo cuanto había ante mis ojos, mis tenis rojos, con los cordones deshilachados; un cielo limpio, de un color azul imposible… una corriente de viento helado y bajo mis zapatos, rozando la punta, algo duro y de color gris; bien podía ser una cornisa, un alféizar o el borde de una azotea, no lo sé.
Una imagen extraña, una sensación de bienestar y de inquietud al mismo tiempo, sólo eso, una sensación. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Buscaba algo acaso? No lo sabía, no tenía muchos recuerdos de las últimas horas, tal vez ni de los últimos días o meses; sólo había un torbellino de imágenes difusas en mi cabeza y un sabor acre en mi boca. Posiblemente había estado fumando demasiado otra vez, posiblemente no había bebido una gota de agua pura en mucho tiempo y el olor a café y cenizas exhalado por mi boca era muy fuerte.
Mis ojos permanecían fijos en las nubes, esas hermosas nubes blancas y algo coloreadas de oro y plata, posiblemente púrpura también. No tenía idea de si el sol salía o se ponía. Un temblor frenético en mis manos era muestra clara de un nerviosismo intenso.
Giré lentamente para mirar un poco a mi alrededor, para hacerme una idea de dónde me encontraba, estaba tan confundido… ¿había terminado de escribir? No lo sabía, recordaba vagamente haber dejado una hoja puesta en mi vieja máquina de escribir; la vieja y fiel Remington, con su sonido y timbre eterno, la compañera de desvelos y baluarte de mis sueños y secretos más puros, más sinceros.
Vuelvo a mirar atrás, sólo un poco más, trato de recordar, me fuerzo a recordar, a saber, ¿por qué estoy tan confundido?… ¿es nieve y humo lo que veo a mi alrededor? ¿Por qué nieve y humo? Todo es confuso, quiero creer que tengo una razón para estar aquí, donde sea que esté. ¿Hay un bulto en mi bolsillo? ¿Serán mis cigarrillos acaso?… ¡Cuántas ganas tengo de un cigarrillo!, fumar siempre me ha tranquilizado, hasta donde sé, es lo que mejor me ha funcionado. Ya no puedo recordar cuándo empecé con el hábito, pero se hizo parte del ritual de escribir. Escribir, eso es… ¿soy escritor? No lo sé, supongo que lo soy, lo era o trataba de serlo.
El cielo se hace más claro, parece que sí está amaneciendo después de todo. El viento me envuelve con su helado abrazo, pero no siento frío y estoy temblando, sigo nervioso y no recuerdo porqué. Algo anda mal conmigo, escucho aplausos, pero parece no haber gente cerca… ¿es música lo que escucho? Sí, creo distinguir un saxofón, tal vez un piano y un acorde menor.
Una imagen, una imagen nueva en mi cabeza; unas manos con una pluma muy maltratada garabateando algo en un trozo de papel amarillento, arrancado de mala manera de algún folio más grande y usado. Estiro mis brazos hacia al frente, chocan con algo; es un barandal, está algo oxidado y gastado. Pongo mis manos y me aferro con fuerza… ¿Quién soy? Quisiera saber mi nombre, ¿tengo un nombre? No lo sé, la misma respuesta vacía y estúpida que me he estado dando a mí mismo todo el tiempo que he estado aquí. Todo el tiempo que he estado aquí… ¿Cuánto tiempo ha pasado exactamente? El sol parece negarse a salir por el horizonte, mi reloj de bolsillo se detuvo hace mucho, pero, ¿Quién soy y qué hago aquí?
Recuerdo a dos personas, dos figuras sentadas a la mesa, difusas, acunadas por la penumbra del cuarto. Uno es muy joven, un niño de no más de doce años y el otro es un hombre muy mayor, tal vez de unos setenta y cinco años. No puedo verlos bien, pero los ojos del hombre mayor brillan con cierto desamparo.
No, debo dejar de pensar en esa escena, no me aporta nada y no trae respuestas… lo único que trae son más preguntas, más dudas.
Estoy muy cansado, quiero sentarme, estoy hambriento, tengo sed, quiero un cigarrillo ¡cielos! Voy a rebuscar en mi bolsillo, a lo mejor aún queda uno o dos de esos horribles cigarros Winston; tan baratos y tan accesibles a cualquiera incapaz de proveerse de mejor tabaco.
¿Qué es esto?, ¿una mesa? Sí, eso es, una mesa de madera muy gastada, llena de papeles, con un jarrón y algunas flores mustias y resecas… estoy sentado a la mesa, ¿pero a qué hora me senté?, ¿en qué momento preparé el café? Hay una taza humeante frente a mí.
Me arden los ojos, eso es, me arden mucho y tengo el cuello dolorido; puedo empezar a sentirlo, estoy despertando… ¿estaba dormido? Supongo que sí, el hambre y el agotamiento pueden desmayar a cualquiera.
Empiezo a beber el líquido amargo, un sorbo a la vez y prendo un cigarrillo de esos que hay regados por la mesa. El reloj de pared marca las once en punto y a través de la ventana abierta, una luna pálida e indolente me da las buenas noches. Es una casa pobre en la que vivo, miserable más que pobre. Lo recuerdo todo, está volviendo de golpe a mi cabeza.
Una imagen, mis zapatos, un temblor en mis manos, un amanecer y un bulto en mi bolsillo… ¿un alféizar? No, no creo que lo fuera… ¿una azotea? … es lo más probable, pero ahora, el bulto. Meto mi mano en el bolsillo y saco lo que hay ahí; es un trozo de papel arrugado, ahora puedo ver y saber lo que hay garabateado en él: «FUE UN GRAN VIAJE ¿NO LO CREES?».
Que estúpido infeliz, más preguntas… pero ahora con todas las respuestas, o eso creo. Esa mañana, particularmente fría para ser verano, desperté sobresaltado, con las brumas de sueños lejanos y de preocupaciones mundanas. Esa mañana me vestí parsimoniosamente con lo primero que encontré tirado junto a mi cama, aunque la verdad jamás tuve mucha ropa… así que no había mucho que escoger.
Esa mañana, me senté a la mesa y desayuné una taza de café amargo acompañado por alguna melodía de esas que ya nadie recuerda, sonando algo distorsionada en el viejo televisor a blanco y negro que llenaba un rincón de la estancia; encendí un cigarrillo y me quedé mirando a las dos sillas frente a mí. En una, estaba agazapado el recuerdo del niño que un día fui; lleno de sueños, lleno de vida y con la ambición más pura de comerse el mundo, lleno con las ansias de tocar la luna y conseguirlo todo, como sólo los niños pueden hacerlo.
A su lado, un hombre muy mayor, con la mirada penetrante y desamparada; la figura del hombre que jamás llegaría a ser, la silueta distorsionada de una vejez que jamás vería un amanecer o los recuerdos amados de una familia que nunca existiría.
Lo sabía, ahora lo sabía; esa mañana, sin dudas y sin remordimientos subí la escalera del edificio destartalado y mohoso en el que vivía y me dirigí hacia la azotea; ahora lo veo bien, era una azotea. Me paré en el borde, miré mis zapatos por un momento, luego al cielo, saqué el trozo de papel de mi bolsillo y leí lo que había escrito la noche anterior: «FUE UN GRAN VIAJE ¿NO LO CREES?». En ese momento tenía la respuesta; y sí, había sido un gran viaje… vivir había sido un viaje maravilloso, turbulento, insatisfactorio en algunos aspectos… pero había sido un gran viaje.
Lo sabía, esa mañana, luego de contestarme a mí mismo la pregunta hecha con una lasciva y ladina delicia de amante cómplice, me lancé al vacío y decidí seguir adelante… a otro plano, a otra vida, a un purgatorio quizá; pero decidí seguir adelante.
Nunca terminé de aprender cómo diablos funcionaba el mundo, nunca estuve satisfecho con nada; el sentido de la vida se había perdido hacía varios lustros en medio de páginas de libros vetustos de olvidadas ciencias y saberes.
Fue un gran viaje, pero ahora iniciaba uno nuevo, ¿o iniciaba el mismo viaje una y otra vez?… ¿a quién le importaba eso? Sólo suposiciones, pero al final hice lo que siempre hacía… con todas las fuerzas que le quedaban a mi corazón, un paso hacia adelante, un salto de fe y una sonrisa demente; una sonrisa para acompañar la última gran pregunta que hice o que haría alguna vez.
Fue un gran viaje ¿no lo crees?
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(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
Unos vagos y débiles destellos de luz de luna atravesaban el cristal de la ventana que yacía velada ante mí, velada y vetusta por el polvo y la mugre acumulada durante mucho tiempo; semanas… tal vez meses, no podía recordarlo con claridad; sería tal vez el mismo tiempo que las flores sembradas alrededor del marco de la buhardilla habían muerto, a causa del descuido y los olvidos propios de una mente cansada y harta de todo.
Unos vagos y débiles destellos de luz eran todo lo que pasaba y se venían a posar sobre mis manos, sobre el frasco con tinta fresca y la pluma que reposaba cansina sobre una hoja de papel ajado y doblado cerca de mis manos. Unos vagos y débiles destellos que a duras penas ayudados por la danzarina luz de las velas marcaba la silueta de mi cuerpo ya enjuto y muy delgado; víctima de los desvelos y la desazón de alguna misteriosa enfermedad que día a día no hacía sino horadar mi salud y menguar mis fuerzas. Mi rostro antaño fuerte, anguloso y varonil… no era en este momento más que una mueca delirante con los pómulos muy marcados y los ojos hundidos en las cuencas de un cráneo forrado de piel y cabello ralo…
Mis ojos, perdidos en la mugre de la ventana, se fascinaban con la aciaga función del viento que sacudía las ramas de los árboles enfermos, que parecían hacer guardia frente al pantano, adornado por los fuegos fatuos que de cuando en cuando, recordaban la hediondez de aquel lugar infestado de alimañas y gases venenosos; minado de agujeros invisibles a los ojos de los incautos y trampas de arenas movedizas en las que quizá… reposaran los restos de algún viajero o ciervo desorientado por la fetidez de aquel lugar maldito.

El paisaje que alcanzaba a ver con los ojos ardorosos y cansados, era triste, como la estampa misma de la estancia, de mi cara, de mi cuerpo; los suspiros y resuellos que escapaban de mi boca, hacían doler mi pecho… era claro que el cuerpo que otrora fuera la imagen del vigor, no resistiría mucho tiempo más.
Las velas se consumían con una lentitud desesperante y la luna en el cielo parecía detenerse con saña y cruel diversión, para alargar la noche lo más posible… alargarla hasta los límites que rayan la demencia. La miraba con desprecio, casi con odio… al igual que al resto de la creación que reposaba bajo su luz… en los campos y aldeas lejanas; donde la gente vive sin vivir y se abandona al paso de los días en la rutina más abyecta e insulsa.
Las velas se consumían con la misma lentitud y tal vez deleite que la enfermedad que ahora me aquejaba y se alimentaba de mi carne y de mis huesos. No tenía la fuerza suficiente para apretar el puño y levantarlo al aire, no tenía la fuerza suficiente para maldecir a cuanto dios antiguo adoraran las gentes de estas tierras y tal vez fueran a su vez los artífices de mi caída y mi desgracia.
No quedaba mucha fuerza más en mi cuerpo que la necesaria para un último acto; quizá de valentía o de extrema cobardía; quizá de amor y misericordia hacia mí mismo… la vieja pistola de chispa estaba cargada con pólvora negra y algunos perdigones de plata…
Sólo esperaba a que llegara la mañana, para abrir las ventanas y con los primeros brillos del alba y las exhalaciones purulentas del pantano entrando a través de esa abertura de forma romboide; acunado por los cantos de los chotacabras, poner fin a mi desdicha y mi desgracia; de todos modos… no había más asuntos pendientes; los tiempos de alquimias y búsquedas de curas milagrosas y de prodigios más allá de la comprensión de cualquier mente medianamente instruida habían terminado; los viajes en tren atravesando un país tras otro, no eran más que recuerdos muy vagos y borrosos en mi mente… el sabor del brandy y el vino tinto, me eran completamente desconocidos ahora; definitivamente, no había más asuntos pendientes, mi tiempo había terminado. La carta con las razones de mi último acto, reposaba en la mesa…
Así que ahora sólo me restaba esperar bajo la mirada terrible y cómplice de un cárabo taciturno que hacía guardia posado en un sauce nudoso plantado frente a la casa… el mecanismo del reloj de pared y las ratas royendo furiosas entre las paredes eran lo único que hacía ruido dentro de la casa… el olor añejo de mis libros mohosos en la estantería, la humedad de las paredes, las frutas podridas y la pólvora, eran el único perfume que invadía la estancia.
Los gallos comenzaron a cantar dos horas antes, parecían ansiosos, nerviosos… a lo mejor algo les decía que me urgía ver el amanecer, quizá algo les decía que se apresuraran a traer al viejo sol desde el otro lado del mundo… quizá, querían ayudarme o quizá la poca cordura que me quedaba se había agotado.
Finalmente, los primeros destellos del sol, pintaron de púrpura y verde las nubes sobre el pantano; finalmente los gallos con su canto hicieron callar a los chotacabras, hicieron marchar al cárabo y les dijeron a las ratas que era hora de dormir. Finalmente, el fulgor de la mañana invadió la estancia, me cegó por algunos segundos y me dejó claro que era hora de decir adiós, aunque no hubiera realmente a quién decirle algo.
Con una mano firme, haciendo acopio de toda la fuerza existente en mi cuerpo enfermo, tomé la pistola y la acerqué a mi sien… cerré los ojos y aspiré una última bocanada de aire infecto para sostenerla en mis viejos pulmones. Con la exhalación, vino la chispa… y con ésta, la detonación que liberó los perdigones fugaces hacia mi cabeza.
Ya no había vuelta atrás, ya no había más dolor o incertidumbre…
… mi cuerpo reposaría sobre el escritorio hasta que alguien lo encontrara, o quizá no; con una carta manchada por la sangre que a borbotones anegaría todo a su alrededor. Pero cuando esto sucediera… mi alma estaría tal vez, si la fortuna me sonreía; posada en los árboles, copa arriba… en las alas de una mariposa, de una libélula, de un cuervo; reposaría sobre la hierba fina de la orilla de un camino o en el agua de un arroyo cristalino. Cuando mi cuerpo fuera encontrado, el paroxismo de un segundo, de un instante… entre los perdigones y mi cabeza, se hallaría perdido en los últimos recuerdos de un salto al vacío, de un salto de fe… reposaría, en el impulso de mi último acto de valentía y la sonrisa histérica e indeleble de mi cadáver aliviado.