El amanecer está cerca, faltan sólo dos horas para que empiece a salir el sol y el frío se hace más fuerte. En fila empiezan a llegar las camionetas que llevarán a su destino el alma de la tradición silletera. El cansancio de varios días de trabajo no borra las sonrisas de estos hombres y mujeres que, teniendo listas sus silletas, se disponen a engalanar la ciudad con sus hermosas obras de arte.
Cada año, en agosto, Medellín se viste de flores. Durante diez días los paisas muestran al mundo lo mejor de su cultura, de sus tradiciones, de una raza trabajadora y humilde, dejando claro que son mucho más que Pablo Escobar, narcotráfico y Álvaro Uribe Vélez.
El silletero nace, no se hace, es una tradición que corre por las venas y que se ve reflejada en los ojos de cada hombre, mujer y niño que, el siete de agosto viste con una sonrisa en el rostro, su traje típico.
Las calles se llenan de turistas de todas partes del país y del mundo, ansiosos por disfrutar al máximo cada acontecimiento. La programación es variada, para todos los gustos y en diferentes zonas de la ciudad. Tablados populares, fondas, mulas y arrieros, festival de la trova y eventos culturales están a la orden del día para todo aquel que quiera “ponerse de ruana” la feria, mejor dicho de poncho, sombrero y carriel. Pero hay algo que todo turista sabe, si no fuiste a Santa Elena, no fuiste a la feria, y es que este corregimiento ubicado al oriente de la ciudad, es el epicentro, el alma, el origen mismo de la feria de las flores.
El 1 de Mayo 1957 se llevó a cabo el primer desfile de silleteros, con solo 40 de ellos, como homenaje a todos aquellos campesinos que durante años utilizaron esta estructura de madera para transportar en su espalda las flores y demás productos que cultivaban, desde su lugar de origen, hasta Medellín. En 1958 el desfile se realizó en agosto, mes en el que se celebra la independencia antioqueña y a partir de allí se convirtió en una tradición que sería una de las más grandes representaciones de la cultura paisa. Declarado en 2015 patrimonio inmaterial de la nación, el desfile de silleteros es el evento más importante de la feria, y alrededor del cual giran todas las actividades de la misma.

Caminar por las veredas de Santa Elena la semana previa al desfile es toda una odisea, buses, camiones escalera, personas bailando aquí y allá, tomándose fotos, queriendo participar, aunque sea un poco en la elaboración de las silletas. Las hay de todos los tamaños y formas, son cinco categorías: tradicional, monumental, emblemática, comercial y para este año se incluyó una nueva, la artística, que en realidad ya existía, pero no estaba clasificada.
Los silleteros sonríen, atienden a la gente y, sobre todo, trabajan. La fabricación de una silleta puede tardar desde una noche, en el caso de la tradicional, hasta un mes, en el caso de las emblemáticas y las artísticas, aunque en todas ellas hay un trabajo previo, en el que participa toda la familia.
Y es que si algo es importante para estas personas trabajadoras, es precisamente la familia. Aquí nadie trabaja solo, lo que para muchos es un evento de rumba y diversión, para ellos es más una escuela, una manera de transmitir su conocimiento y amor por su labor a la siguiente generación. Desde los abuelos hasta los niños, desde los padres que cultivan las flores con sus manos, hasta los hijos que se decidieron por la universidad. En feria todos son campesinos, todos son silleteros, todos son tradición.
Elaborar una silleta va mucho más allá de lo manual, aquí se involucra todo un plan de diseño, carpintería, dibujo y decoración. La creatividad juega un papel importante en una competencia reñida, donde los ganadores serán pocos, pero basta ver la cara de satisfacción y alegría de cada integrante de la familia para darse cuenta de que, independientemente del ganador, del premio o del reconocimiento, este esfuerzo se hace más por orgullo, por amor a la tradición, a la herencia, a sus raíces.
Entrar a una finca silletera, es sentirse en casa, aquí a nadie se trata como un foráneo, las casas se llenan de gente, los turistas observan con admiración el trabajo que paso a paso va creando un resultado único y disfrutan de un agua de panela caliente, mientras conversan con la familia, como cualquier primo que llegó de lejos.
La luz del sol despunta en el oriente y ya todos los silleteros se han ido, en las veredas de Santa Elena el silencio hace eco después de los días de fiesta. Las familias, cansadas del trabajo de tantos días, se disponen a dormir
La sala de la casa de un silletero no es como cualquier otra; está llena de emblemas que lo llenan de orgullo, cintas que representan su historia, reconocimientos por su labor, recortes de periódicos, recuerdos de sus viajes y fotos de sus más preciados tesoros, las silletas, que año a año le han permitido desfilar por las calles de Medellín exhibiendo allí todo el legado de sus antepasados.
El silletero nace, no se hace, es una tradición que corre por las venas y que se ve reflejada en los ojos de cada hombre, mujer y niño que, el siete de agosto viste con una sonrisa en el rostro, su traje típico.
La luz del sol despunta en el oriente y ya todos los silleteros se han ido, en las veredas de Santa Elena el silencio hace eco después de los días de fiesta. Las familias, cansadas del trabajo de tantos días, se disponen a dormir, antes de que empiece la transmisión del desfile. En Medellín la fiesta continúa en su máximo esplendor, las calles abarrotadas de gente esperan ver a más de 500 silleteros desfilar orgullosos llevando en sus espaldas hasta 95 kilos de historia, de cultura, de tradición.
El día termina con un primer puesto por cada categoría y un ganador absoluto; el mejor entre los mejores. La gente se dispersa, las silletas son llevadas a diferentes puntos de la ciudad y los silleteros regresan a su hogar. La fiesta ha terminado y los campesinos vuelven a su rutina diaria, satisfechos por la labor cumplida. Santa Elena vuelve a ser la misma, tranquila y callada y los habitantes de la ciudad siguen su vida inconscientes de que en su aula de clase, en la empresa donde trabajan o en una silla del metro a su lado hay un artista, un campesino, un silletero que durante poco más de una semana se convierte casi en una celebridad.
Por, Erika Molina Gallego
erikamolina@rugidosdisidentes.co
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Pocas veces pensé en el
El aroma que se percibe todas las mañanas en cualquier panadería de barrio, en la capital colombiana, ha sido una de las cosas que más he extrañado acá, estos espectaculares lugares con pan francés, rollo, croissant de bocadillo y queso, almojábanas, y vitrinas gigantes con de Todito, papas Margarita, Manimoto, cualquier producto Yupi o Chefrito sería una verdadera gema por estos lares; por eso, cuando la primavera va llegando a su fin en Madison y los días de incesante calor empiezan a darle la bienvenida al verano, hay un plan imperdible en pleno Downtown, aparte de ver piernas pálidas de las americanas que lucen con sus pantaloncitos calientes. El plan es darle la vuelta a la manzana al Capitolio y disfrutar del Farmer Market. Con la llegada de esta temporada todo cambia; las flores son más bonitas, las calles más coloridas, la gente se ve con más energía, los vendedores llegan los fines de semana a este punto de la ciudad desde sus granjas con huevos, animales, verduras, comida orgánica y pan calientico, no estoy hablando de cualquier masa de harina insípida, ¡No! Esta pequeña pieza caliente de gluten logra transpórtame a millas de distancia a la panadería de la esquina de ‘la vecina’ en cualquier barrio de Bogotá. Y así voy caminando, pendiente de no estrellarme con nadie, conservando mi derecha, viendo a los hombres fofos y sudados, pero contentos. Cata de quesos por un lado, filas de veganos intentando comprar su almuerzo del otro día, frutos secos por otro parte, un carrito donde venden empanadas venezolanas ¡Bendito! Quiero comprar de todo, sin embargo hago caso omiso. Los costosos tulipanes que aparecen en las macetas ubicadas alrededor del imponente State Capitol y en algunos capítulos de los Simpson, son imposibles de ignorar, sin embargo la sensación que generan no es la misma que se siente al estar en la Plaza de Bolívar mirando el Palacio de Justicia, La casa del florero, la Catedral Primada de Colombia, La Alcaldía Mayor y el Congreso de la República. Acá no hay bellas flores ni huele a pan caliente, acá huele a Patria, a historia, a guerra, a libertad, a condena, a gritos de independencia y a voces de rebeldía. Pasar por el camino de piedra del Chorro de Quevedo y mirar aquellos habitantes silenciosos o estatuas humanas ubicadas en los techos de las casonas viejas, inevitablemente, reviven la época de la violencia en la memoria de los más viejos o tele transporta a los más jóvenes a un mundo que conocen a través de libros de historia y documentales. Este sector colonial es una muestra que rememora la valentía y tesón, características no solo del ‘rolo’, sino del colombiano promedio. No obstante, no sé si es porque tenía ciertas dificultades con el idioma y no alcancé a traspasar más barreras, o porque era la primera ciudad americana que conocía y tenía acumulada mucha información, pero no logré olfatear esos rastros de historia, eso que uno siente cada vez que llega a cualquier parte del centro histórico de la capital colombiana, no sé… Si usted camina por la State Street, la calle principal de Madison probablemente podrá sentirse como si estuviera dándose un ‘septimazo’.Algunos intentan darse a conocer y ganarse uno que otro dólar interpretando canciones con saxofones y guitarras; otros pintan cuadros y venden sus obras artísticas y muchos, vagabundos, con carteles que dicen “help me please” piden monedas. Sin embargo, si se antoja de un pollo frito, un ajiaco, una sopa de menudencias o un mondongo con mucho callo y libro es muy posible que se quede con las ganas.
No siempre siento que voy cruzando por el centro capitalino, por la octava con Jiménez donde venden los vestidos de paño y sombreros gardelianos que usaban nuestros abuelos. A veces, las tardes veraniegas desplazan mi imaginación un poco más al norte hasta llegar a la zona T, Los bares abiertos con mesas repletas de frías y burbujeantes Hopalicious, Spotted cow oWisconsin Amber, con las clásicas sombrillas ubicadas en los andenes, me hace pensar en la incansable tendencia de copiar el estilo americano que tenemos en Bogotá (o Colombia), pero con Águila, poker o Club Colombia. Transportarse desde hasta cualquier punto de la ciudad de Madison en bus es un plan que resulta muy divertido, confortable y placentero. El viaje debe programarse minutos antes a través de Google Maps para conocer rutas, horarios y puntos de paradas. Puede llevar la popular copa de café e iniciar o continuar con la lectura de su libro preferido. Una utopía si pretende hacer esto en cualquiera de los sistemas de transporte de la capital colombiana. Largas filas para pagar un tiquete, estaciones atiborradas de gente en busca de un espacio en un articulado para poder llegar a su casa después de un arduo día laboral, las manos cuidando las carteras y los ojos al acecho de cualquier movimiento sospechoso de otra persona son el pan de cada día. Y así podría seguir contando y comparando cosas que serían mundos desconocidos, perfectos para muchos e imposibles para otros. Sólo queda por decir, que es cierto, el corazón de Bogotá huele a historia y a sangre; también a esperanza y perseverancia. En la capital rige la cultura de la prevención, nos enseñaron desde pequeños (no fue en la iglesia) el onceavo mandamiento: no dar papaya. Nos enseñaron a ser luchadores y guerreros. La cultura y la vida en la capital de la cerveza y el queso es una fantasía. Pero la cultura bogotana es mi cultura, allá nací, crecí, estudié, trabajé, amé, reí y tengo todo por lo que estoy en Madison. Bacatá es una aventura, es un desafío constante. Es un trampolín de oportunidades. El rolo es amable, pero desconfiado (tiene sus razones), es generoso aunque parezca parco. Le duele su tierra que acoge por igual al extranjero, al desplazado, al indígena, al que la usa y la bota, al que la ultraja y al que la odia. El enfoque panorámico que capturo desde acá, no solo hasta Bogotá, sino en toda Colombia es que somos un país de ‘berracos’, absolutamente ricos, ingeniosos, creativos y recursivos. Allá curamos la gripa con aguapanela, la pena de amor con aguardiente, el frio con chocolate, los guayabos con caldo de costilla, el hambre con empanada pero poseemos un grave defecto: carecemos de confianza en nosotros mismos.








La nueva Torre de la Libertad ya tiene forma. Será de 417 metros, la misma altura de la torre 1 del World Trade Center original. Con la altura de la antena, el edificio se alzará a 1.776 pies (541 m), una altura simbólica inspirada en el año de la Independencia de Estados Unidos. Cada detalle ha sido presupuestado para hacer de la nueva obra un homenaje digno a quienes perdieron la vida ese fatídico 11 de septiembre de 2001.


