Sirenas, ladridos, pitos, ruido por todas partes. Miles de voces que me hablan al mismo tiempo.
Sirenas, pitos, gritos, gente hablando en voz alta por celular, el vendedor, el rapero, el motor de la buseta y la música del conductor.
Motos, gente en los andenes marchando confundida. Izquierda, derecha, chocan entre sí, no se miran a los ojos, se odian. Ciudad envenenada.
— ¿Qué hora es? —
— ¿Cómo llego a esta dirección? —
— ¡Ay, qué trancón! —
La señora que sentó a mi lado no para de parlotear. Intento ser amable.
—Las ocho, no sé—
A su observación sobre el tráfico no respondo nada y me pongo los auriculares esperando que me saquen de nuevo del ruido. No sonrío, más de una vez me he preguntado si es que estoy muerto.
No me gusta la gente, no hablo con desconocidos y a cada pregunta que un extraño me hace imagino su muerte. Los he empujado a la avenida, a otros les he estrellado la cabeza contra el pavimento; sesos por aquí, por allá, Sangre. Otros, simplemente han recibido la descarga de tiros de mi revolver sin compasión.
—Me disculpan si he venido a interrumpir su momento de meditación o su conversación—
Otro, otro que se sube con su historia, en veinte minutos se han subido cuatro sujetos, tres vendiendo productos que no me interesan comprar, uno improvisando rimas, dizque para robar una sonrisa. ¡Mierda! Quiero enloquecer.
Sirenas, pitos, gritos, gente hablando en voz alta por celular, el vendedor, el rapero, el motor de la buseta y la música del conductor.
Sólo falta que la señora del puesto contiguo quiera contarme su vida o, ¡peor aún!, que quiera mostrarme el camino del Señor.
Si quisiera comprar me bajaría e iría a una tienda, si quisiera escuchar música en vivo no la buscaría en un bus a las ocho de la mañana, si quisiera escuchar la palabra del Señor, sería amigo de ese tipo de sotana que a mi mamá le encanta oír.
Abro WhatsApp
— ¿A qué hora llega, mano? —
— ¿Cuándo me va a pagar? —
— ¿Qué hace? —
Sólo conversaciones vacías y un puto meme que he visto mil veces. Ella aún no escribe.
¿A qué hora llegó, pendejo? A la hora que el Arca de Noé me lleve en la jaula de los monos.
¿Pagar? Tenía lo del bus, si tuviera dinero no estaría acá sentado viendo como la barba me crece detenido en el tráfico.
¿Qué hago? La pregunta del día. No, huevón, acá disfrutando de Bogotá.
—Usted (pobre arrancado) no tiene saldo para esta llamada (No sea chichipato) —
Lo que me faltaba, no tengo forma de llamar.
Abro Facebook. Pendejada por aquí, Pendejada por allá. Leo noticias: Petro puede ser candidato. Vargas será presidente. 10 cosas que no sabías del orgasmo femenino.
¡Oh! ¡Qué revelador! Este texto de seguro cambiará mi vida para siempre.
Samuel, Victoria, Daniela y Doris te están saludando. ¡Qué feliz me siento! Cuatro desocupados me envían sus estúpidos saludos.
— ¿Qué trancón, cierto? —
¡Ay, no! “Señora ¿usted sigue viva?” La miro con desprecio al tiempo que trato de decirle que se joda, que si quiere ser mi amiga tendrá que enviarme una solicitud de amistad en Facebook, como otros 2.353 pendejos lo han hecho, que no hago excepciones.
¡Maldita sea! nueve de la mañana.
Además de la tripofobia y la gente, el encierro es lo que más temor me causa; siento que las ventanas del bus pierden su forma y se vienen hacia mí, que todos los pasajeros me hablan al oído y sus murmullos ahogan la música -mi único escape-. Sirenas, ladridos, pitos, ruido por todas partes. Miles de voces que me hablan al mismo tiempo.
Miro el celular. Sonrío. Las voces se esfumaron y la canción que se reproduce en mi teléfono se escucha diáfana. Las ventanas regresan a su lugar y ya veo mi destino a dos cuadras. No he dejado de sonreír desde que vi su mensaje: “Qué tengas un buen día, no olvides que eres mío”. Es hora de bajarme.
—Señora, por favor me da permiso—
Le digo de manera cordial mientras esbozo una sonrisa.
—Ah, y el trancón ya pasó, que tenga un lindo día, siempre habrá un motivo para sonreír —.
Bogotá (Colombia)
Reseña del Autor
De mí no tengo mucho por decir, sólo que busco desgarrarme con cada experiencia y que en la escritura encuentro paz. Es un ejercicio liberador, definitivamente.
Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

En el silencio profundo de ese pasado, hoy se respira un soledad que hiere, una que llena de lágrimas los ojos, en parte por la nostalgia de la felicidad que allí se vivió, pero también por el dolor de saber que casi en un abrir y cerrar de ojos, todo quedó atrás.
El lecho del pinar ya no es el mismo de antes, los nuevos habitantes lo cubren casi por completo, la vieja rama del columpio aún sigue allí, fuerte, arqueada como siempre, seguro esperando el lazo que nos lanzaría muy lejos. El claro aún deja entrar el sol y todavía se puede ver el azul del cielo, me parece ver allí la olla tiznada puesta en el fogón, ese en el que se preparaba chocolate los domingos, y el balón a punto de caerle dentro y la leña parada en el tronco de casi cada árbol de aquellos cientos, puesta allí por unas manos viejas, arrugadas, llenas de pecas ya por el paso del tiempo.
Nos gustaba imaginar cómo sería el mundo, qué habría más allá de las quebradas, las huertas, el pinar, el musgo, las carreteras de tierra, las cáscaras de eucalipto, y el vuelo de las palomas abanico. Ahora lo conocemos, y no, nada es como lo imaginamos, ¿cómo íbamos a saber que aquello era todo lo que necesitábamos?
Una adorable voz me saca por un momento de mis recuerdos, pero verla a ella sólo hace más grande mi sentimiento, ¿cómo es posible que este aquí? Si hasta hace poco éramos tan pequeñas como ella. Tomo el camino de regreso, y mientras me alejo siento como si un puñal atravesara mi pecho. Trato de imaginar que existe un pasado viviente, uno que nunca pasa, que nuca termina, que allí, es los lugares que nos hicieron felices, aún hay un montón de niños, que ríen, que corren y a los que podremos visitar siempre que queramos recordar lo que siempre hemos sido.