No conocía La palabra paz desde que tenía memoria, existieron miles de verdugos a su alrededor, cada uno dejando una huella en el lapso de tiempo que estuvo en su vida, aunque hubo más testigos mudos de todos los acontecimientos.
Por, Yajaira Rodríguez
Cada noche lloraba sus desgracias, su almohada era el único testigo de las heridas que dejaban en su corazón aquel rechazo y palabras hirientes de personas que ni conocía, peor aún las acciones de aquellos a quienes tanto amaba. Miradas de burla y asco, risas que atormentaban sus momentos de soledad. No conocía La palabra paz desde que tenía memoria, existieron miles de verdugos a su alrededor, cada uno dejando una huella en el lapso de tiempo que estuvo en su vida, aunque hubo más testigos mudos de todos los acontecimientos. Un mundo cegado por la indiferencia atestiguó cómo poco a poco se terminaba con la vida y el amor de un ser inocente, que aún no entendía que la realidad puede ser bastante cruel y aterradora. Se moría de miedo cada vez que alguien se acercaba, pues su cuerpo e inconsciente ya guardaban una historia que relataba todo su horror.
Año tras año fue pasando, en cada uno de ellos se quedaba una parte de su alma, hasta llegar al punto de quedarse totalmente vacío, era un zombi que caminaba por las calles, en este ser que un día fue todo amor y esperanza, quedó congelado todo sentimiento o emoción, convirtiendo en un gran trozo de hielo su corazón.
Gritó cada día por auxilio, lo demostraba en sus palabras, en sus acciones, en aquellos ojos tristes y esa sonrisa inexistente, cada persona a la que rogó por ayuda sólo miró con lástima la situación, pero en cuestión de segundos volteaba la cara y seguía su camino. Muchos otros le culparon asegurando que sólo era su imaginación, lograron hacer dudar a su mente, creyó ser responsable del dolor.
Aborreciendo su existencia creó una razón para seguir, destruir por completo lo que quedaba de su persona. Ya no era mucho, sólo aquel cuerpo que mantenía su vida. Así, con una decisión clara, se enfundó en una gran armadura de hierro, dejando los espacios necesarios para su tortura. Se despreció y maldijo, castigándose de toda manera posible como pago por todos sus errores, entre ellos el principal fue su existencia.
Un día sintiéndose sin fuerza alguna para buscar más maneras de torturarse y viendo que la armadura se había esfumado, con una gran tristeza en su corazón, tomó una última decisión, no sentía merecer el aire, ni los rayos de luz del sol, no quería estorbar más, prefería dejar de ser una carga para el mundo, sufría porque sabía que lo había intentado con toda su fuerza, hizo lo que pudo, pero jamás nada funcionó.
Cerrando sus ojos a la claridad, el llanto retenido oprimiendo su garganta, sintiendo como el aire ya no entraba bien a sus pulmones, en sus pensamientos la frase “se acabó”. Dejando así su último suspiro, erradicó lo único que quedaba de su existencia en este mundo, su cuerpo.
Sus seres queridos lloraron y lamentaron su partida, no entendían su decisión, pero eso era algo hipócrita, pues estos fueron verdugos en su vida, y a la vez se volvieron testigos silenciosos de su dolor, sólo obviaron su existencia, convirtiendo a una persona necesitada de ayuda en invisible, confirmando así que esa era la mejor decisión.
Esa alma dolida con aquellos que no supieron reconocer su valor, ya descansa de todos sus tormentos, encontrando la paz que jamás tuvo, se fue sin ningún rencor, sólo la culpa de no haberlo hecho mejor, esperando que si existe otra vida, en esta pueda ser feliz.
A estas alturas de la vida no alcanzamos todavía a entender que nuestras acciones y palabras pueden llegar a cobrar vidas, en ocasiones no es nuestra intención lastimar, pero no sabemos que carga estamos poniendo en la espalda de los otros, no cuesta nada ser amable, brindemos nuestros brazos a aquellas personas necesitadas de consuelo, demos un rayo de luz y esperanza a aquellos en tinieblas, no hay nada más hermoso y gratificante que ver a una flor muerta renacer, como una flor de loto…
Por, Yajaira Rodríguez.
Jalisco (México).
Reseña del Autor
Mi Nombre es Eréndira Yajaira Figueroa Rodríguez, tengo 23 años, soy mexicana, estudié derecho, pero mi pasión es la psicología. En realidad no tengo mucho que contar de mí, no quiero que me conozcan, mi intención es hacer que un mensaje llegue.
Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)
“Un texto que nos invita a la reflexión, la situación de miles de personas que, tal vez, sólo necesitan una sonrisa”.