Los ojos del verdugo

Los ojos del verdugo

«Aún recuerdo su mirada clavada en la mía, castigándome, desaprobando mi simple existencia y yo sintiéndome cada vez más pequeña»

(Huamantla, Tlaxcala, México)

Por, Mónica Romero

Eran las dos de la madrugada cuando una pesadilla me arrebató el sueño. Desperté agitada y con la frente mojada; giré hacia la izquierda y lo miré a él: tan placido disfrutando de su sueño. Estaba harta, harta de él y del maldito infierno en el que estaba atrapada desde hace mucho tiempo.

Estaba cansada de su indiferencia y de que nada de lo que hiciera fuera suficiente para él. Hastiada de esa mirada, de esos malditos ojos que me miraban a la distancia y que me penetraban la piel. ¿En qué momento me enamoré de él?

Cuando él no estaba en casa yo lloraba, gritaba con tanta rabia por no poder salir de esa jaula en la que por mi propia voluntad entre. Me tengo que ir, tengo que salir de aquí, lo tenía claro, pero no sabía ni cómo ni cuándo.

Lo observé y escuché su sosegada respiración —tengo que hacerlo— pensé para mis adentros, sabía que si no actuaba en ese momento jamás volvería a tener el valor para hacerlo, así que me levante de la cama con mucho cuidado, salí de la habitación y me dirigí a la cocina.

Busqué el interruptor y lo encendí, caminé a la alacena, abrí el cajón y saque un cuchillo cebollero. Cerré el cajón, me di media vuelta, me acerqué al interruptor, lo apagué y sigilosamente me desplacé a la habitación.

Mientras caminaba entre la oscuridad me preguntaba si era una buena idea lo que pretendía hacer, pero anhelaba mi libertad, quería quitarme esa soga del cuello que tanto me ahogaba; de repente me encontraba frente a la puerta de la habitación. Respiré profundamente y giré la perilla. Abrí lentamente y observé a ese monstruo a la distancia, se veía tan indefenso. Sentí la ira recorrer mi cuerpo y sin pensarlo más, me coloqué frente a él y clavé en su tórax el cuchillo: una, dos, tres veces, cuando sus ojos se abrieron y miraron fijamente a los míos, sostuvo mis manos con las suyas deteniendo el cuchillo para que no logrará entrar más.

Por primera vez le sostuve la mirada y recordé todas sus palabras hirientes, su apatía hacia mí, su desprecio y desaprobación; cómo, poco a poco, fue apagando mi sonrisa y mis ganas de vivir; cómo cada vez me hacía sentir más pequeña e inservible. Quería gritar, sentía tanta rabia y desprecio por aquel hombre que tanto había amado, al que ingenuamente le había entregado todo mi ser y el cual me tomó y me despedazó sin remordimientos, al que me humilló tantas veces que se le volvió un hábito y al que le pareció más entretenido que fuera su presa antes que devolverme mi libertad.

Le sostuve la mirada y recuerdo que me volví a sentir tan vulnerable, aún recuerdo su mirada clavada en la mía, castigándome, desaprobando mi simple existencia y yo sintiéndome cada vez más pequeña. Titubé. Sin embargo, una fuerza recorrió mi cuerpo, se concentró en mis manos y ejercí toda la fuerza que me fue posible sobre el cuchillo y logré que se adentrara más en su cuerpo. Jamás quitó sus ojos de los míos, vi cómo una lagrima se deslizaba en su mejilla y cómo, poco a poco, sus manos iban perdiendo fuerza. Había ganado la batalla. Pero eso no fue suficiente para mí, volví a clavar el cuchillo tantas veces que perdí la cuenta. Todo el dolor y enojo que sentía se convirtió en placer. No me detuve hasta que mi cuerpo ya no tenía más fuerza; así que caí, caí a un lado de la cama con las manos llenas de sangre, los ojos de lágrimas y el corazón de satisfacción. Ya no sé cuál era el motivo de mi llanto.

—¿Y qué fue lo que paso después?— Pregunté intrigado. Margaret guardó silencio por un rato y prosiguió con su relato.

Me quede dormida del cansancio. Desperté alrededor de las siete de la mañana y me encontraba recostada sobre un charco de sangre y el cuchillo entre mis manos, pero por primera vez en mi vida, después de tantos años, volvía a respirar tranquilidad. Me levanté y observé la escena. El infeliz me seguía observando. Cubrí con la sabana de la cama esos malditos ojos. Hasta muerto sabía que no necesitaba decirme palabras, que con sus ojos me decía toda la repulsión que sentía por mí.

Me duché y me alisté como cualquier otro día, solo que esta vez mi rutina sería distinta. Conocía a la perfección cada rincón de esa casa, pasaba tanto tiempo en ella que cuando culminaba mis labores de buena esposa, y estaba a solas, me dedicaba a explorar ese lugar. Tenía el lugar perfecto para que ese hombre se pudriera.

Debo confesar que fue un arduo trabajo poder mover su cuerpo, desplazarlo desde la habitación hasta el sótano. En el sótano, la mitad del piso aún no estaba terminado, a mi esposo se le había ocurrido la gran idea de quitar la madera y hacer un piso de concreto, yo terminaría su trabajo, así que cavé lo más profundo que pude y lancé su cuerpo. Fue la última vez que vi a esos ojos penetrarme, lo cubrí con la tierra y terminé el piso que él trabajaba.

Trabajé en ello más de la mitad del día y posteriormente me dediqué a limpiar toda la casa.

Nunca me preocupó que los vecinos sospecharan, porque desde que nos mudamos, él jamás creó una relación amistosa con ellos y a mí jamás me permitió salir. Éramos extraños en el pueblo, por lo que todo era perfecto.

Me alcanzó la noche y esperé a que dejara de haber movimiento en la calle. Una vez que todo era silencio, tomé los ahorros que había hecho y sin más pensarlo, me fui, solo con lo que tenía puesto y el dinero que había logrado ahorrar por diez largos años.

Jamás olvidaré esa sensación de libertad, el viento acariciando mi cuerpo y despeinando mi cabello, mis pies fuera de esa propiedad y deslizándose sobre la acera. Estaba emocionada, estaba feliz. Emprendí el camino y en ningún momento volteé hacia atrás.

—¿Y cómo lograste salir de aquel pueblo? Perdón, pero me es imposible creer que nadie te haya visto o que pasaras tan desapercibida—. Agregué, mientras una sonrisa se dibujaba en el rostro de aquella mujer.

Claro que sí me vieron, pero no me dieron importancia. Al salir de aquel infierno que era mi hogar, me dediqué a caminar. Mi objetivo era salir de ese pueblo, así que caminé, caminé y caminé. Cuando me alcanzaron los primeros rayos del sol ya estaba muy lejos de ahí, me sentía fatigada y hambrienta, pero la vida empezaba a sonreírme y tuve la dicha de que pasara el autobús que me trajo a la ciudad. El viaje duró alrededor de cuatro horas, llegué a medio día. Todo era completamente nuevo para mí, me sentía tan sorprendida.

Caminé un rato hasta encontrar una vieja cafetería, me di el placer de degustar de algunos alimentos; ahí le pedí a la mesera que me recomendara un lugar para poder hospedarme algunos días, en ese momento mi idea era buscar un empleo para sobrevivir, incluso le pregunté si había oportunidad de trabajar en aquella vieja cafetería.

«No, niña, aquí no hay trabajo, ¿Cuánto años tienes, eh?» Me preguntó mientras me examinaba, como si de esa forma obtendría su respuesta y continuó. «Mejor ve a aquel hotel que se ve allí y busca a la Renatta». Me dijo mientras me señalaba el lugar.

Yo le agradecí el buen gesto y emprendí mi camino hacia mi nuevo destino. Cuando llegué al lugar me di cuenta que se trataba de un hotel de lujo. Ni con mis diez años de ahorro podría pagar más que una o tal vez dos noches ahí. Entré y las personas me miraban un poco extrañadas. No combinaba ni un poco con ese lugar. Ignoré sus miradas sobre mí y me dirigí con el hombre que se encontraba en la recepción.

El hombre me miró un poco sorprendido, pero aun así me dio la bienvenida como lo hubiese hecho con cualquier otro cliente.

«Disculpe, busco a Renatta», le dije.

De inmediato empalideció y se borró su gentil sonrisa de su rostro. Salió rápidamente detrás de la recepción, me tomó del brazo y con mucha prisa me dirigió hacia una de las habitaciones. Tocó y nos recibió un hombre alto y fuerte, le preguntó de forma descortez que qué quería y un tanto asustado le respondió que yo buscaba a Renatta.

Ahí fue cuando conocí a Madame Freeman. Tal vez la inocencia que aparentaba mi ser y mi juventud fue lo que hizo que se fijara en mí y honestamente lo agradezco, gracias a ello hoy estamos aquí tú y yo y tengo una buena vida.

Margaret guardó silencio, se levantó de la cama y se comenzó a vestir.

—¿Qué es lo que haces?— Le pregunté mientras me dispuse a levantarme también y a regresar mi ropa a su sitio.

—Voy a fumar ¿gustas?— Me respondió mientras se dirigía al balcón. La alcancé. Ella me ofreció un cigarrillo y se lo acepté.

—¿Nadie supo de la muerte de tu esposo?— Cuestioné.

—Meses después, cuando yo ya trabajaba para Madame Freeman y estaba bien establecida en la ciudad, me encontré un periódico con una nota que decía: “Desaparece misteriosamente banquero y su esposa”.

¿Sabes?, era divertido. Como jamás hallaron cuerpos surgieron muchas hipótesis, entre ellas un secuestro alienígena. Estúpidos reporteros. Posteriormente la casa se vendió y después de tanto ruido y preguntas sin respuesta todo se redujo a silencio.

—Margaret, eres demasiado bella, ¿por qué escapaste de una jaula para estar dentro de otra? Margaret, tú podrías estar haciendo otra cosa…

Se dibujó una sonrisa burlona en su rostro, aspiró su cigarrillo y respondió:

—¿Qué se supone que debería hacer? No sé hacer nada. Estuve encerrada por diez años, fui esclava de un hombre que no me permitió aprender más que fregar pisos y preparar comida, yo no iba a venir a la gran ciudad a hacer lo mismo, y desde que estoy aquí jamás me he sentido en una jaula, en cambio, tengo libertad absoluta.

Al concluir, Margaret inhaló por última vez su cigarrillo y lo botó por la ventana.

Me quedé sin palabras. Así que me dirigí a la mesa de centro, tomé una copa y cuando estaba a punto de beber su contenido, Margaret la arrebató de mis manos.

—No bebas eso o morirás—, expresó con tranquilidad.

—¿De qué hablas?— Pregunté.

—Te iba a contar mi historia, después te iba a dejar beber ese licor y mientras agonizabas te iba a decir lo repugnante que eras y vería morir.

Desde que estoy aquí me he dedicado a examinar a cada uno de los hombres que gustan de mí, dependiendo de quién sea y sus acciones decido si viven o mueren.

—¿Qué eres? ¿¡Una clase de verdugo!?— Le grité.

—Jamás— respondió Margaret con tranquilidad, tomó su bolso y empezó a dirigirse hacia la salida.

—¿¡Para qué me cuentas tu historia, no me vas a matar, no tienes miedo de que vaya y le cuente esto a la policía!?— Grité aún con más fuerza.

—Solo eres un mediocre. Un escritor mediocre. Mejor ve a casa, cuida de tu esposa, deja de gastar tu miserable dinero en algo que no puedes pagar. Te acabo de regalar quizá la mejor de tus historias— Margaret giró y salió de la habitación.