Quedo tranquilo de haber visto jugar a Maradona en El Campín.
Indiferencia
Es mi culpa que sus manos estrujaran mi cuerpo hasta la muerte ¿por qué para quién es mi cuerpo sino para ellos?
La (in)finitud de la vida
Despertar es identificarse con la precarización de la vida, con el combate insalubre de la moral.
Amor y muerte: un análisis desde la literatura y el arte
¿Cómo podemos entender el amor? ¿Cómo podemos entender la muerte? ¿Cuál es su relación?
Fin de la cuarentena obligatoria ¿fin del virus?
¿Con el fin de la cuarentena obligatoria (o del lockdown), se acabó, también, el virus?’
¿Qué hacer con la utopía?
La utopía no debe ser entendida como una aspiración a lo ideal, sino como impulso para recuperar lo que como humanidad hemos perdido
Ni arrodillados, ni poniendo la otra mejilla
Duélale a quien le duela, el deber de un policía, gústele o no, es el de garantizar los derechos de los demás ciudadanos.
La angustia de vivir
(Popayán, Cauca, Colombia)
Por, Jorge Alberto López Guzmán
I
Desde la gestación y poblamiento del ser humano en el planeta tierra, este se ha ido desarrollando físicamente y cognitivamente para poder adaptarse al mundo y lo más difícil, comprenderlo. Es así como empezó a nacer la razón como instrumento de entendimiento y con ella la capacidad de abstracción, con ella el ser humano entabla la tarea de determinar su contexto y determinarse a sí mismo, reduciendo el mundo y su contenido a etiquetas y significados que le permitieran conocer y entre más conocía, más nombraba y a lo que no le podía dar una explicación, se la inventaba.
Esa comprensión del mundo determinó un egocentrismo en la especie humana volviéndolo arrogante y orgulloso, haciéndolo considerar superior a todo lo existente, haciendo que la razón sea la justificación para despreciar, asesinar, estigmatizar, arruinar y amar. De esta manera, el ser humano empezó su proceso de apropiación del mundo, de su alrededor y de todo lo que a su parecer, fuera inferior a él.
Este proceso de superioridad del ser humano tuvo su desarrollo y evolución a tal punto que dentro de los grandes “descubrimientos” y colonizaciones europeas se establecieron líneas geográficas de un conocimiento sexista y racista en donde los hombres blancos, europeos y heterosexuales eran los únicos con potestad de pensar, de razonar, de crear conocimiento, de conocer al otro para dominarlo, invisibilizarlo y desapropiarlo de sí mismo.
Ese es nuestro mundo…
II
Estamos alienados por un mundo de miseria y de desdicha, donde pienso y no creo, donde habito y no vivo, donde estoy y no existo, donde quiero y no puedo. Ese mundo sin sentido, sin razón y sin amor, donde todo vale, pero nada sirve, donde todo es, pero nada está. Ese mundo que yo quiero, pero él no me quiere, ese mundo decadente, arruinado, inconforme, donde grito y no me escuchan, donde corro y no me ven, donde habito en soledad. Ese mundo formado por seres sin alma, en un lugar sin espíritu, donde todo agoniza y muere.
Qué inhumano ver un niño aguantando hambre, qué atroz ver una mujer con golpes en su cuerpo, qué cruel ver un hombre absorbido por una adicción, qué desalmado recorrer la miseria con los ojos cerrados, qué insensible transitar la pobreza con las manos en los bolsillos, qué inexorable circular la violencia con la mente cegada.
Qué júbilo ver sonreír un infante, una joven o un anciano con la ayuda de otro.
III
Este es el mundo en el que vamos crear, renovar y fundar, destruyendo, eliminado y derrocando, e instauraremos un mundo de amor y sin rencor, de pasión y sin aversión, ese mundo que queremos y que vamos a poseer, ese mundo del mañana, del hoy, del ya.
Concibamos un mundo donde la vergüenza sea extraña, donde la mentira sea amable, donde el egoísmo sea tímido, donde la humildad sea eufórica y donde la venganza sea cordial. Creemos una orbe donde la cobardía sea valiente, donde el temor sea indulgente, donde la envidia sea clemente, donde el rencor sea compasivo y donde el odio sea etéreo. Instauremos un universo donde los individuos corramos sin restricciones, gritemos sin limitaciones, nos alegremos sin impedimento y ayudemos sin prohibiciones.
Qué mundo, qué orbe, qué universo, excelsos, sublimes y eminentes, ocasionemos desazones de amor, insurrecciones de adhesión, sublevaciones pasión y revoluciones de afecto.
Mi mundo, tu mundo, nuestro mundo…
Esos ciudadanos de bien
Se les puede ver. Están en todos lados. Sentados cómodamente en su sofá, desde sus oficinas, desde sus vehículos o –aunque para ellos sea una afrenta– en el transporte público, sentenciando desde la superioridad moral con la que a sí mismos se arroparon, sobre la gran gestión del gobierno y de lo bien que ha manejado la crisis; de la detención preventiva del expresidente y de la persecución política que sobre él cae; de los jóvenes que han sido asesinados y de cómo son ajusticiados por no ser ciudadanos de bien; o de la niña embera chamí y de su consentimiento para sostener relaciones sexuales con militares tres meses atrás.
Cobijados por el poder de un Padre Nuestro, escondidos bajo ese manto de legalidad de la que tanto se ufanan, están los ciudadanos de bien, aterrados porque algún individuo –para ellos desadaptado– grita: ¡Gobierno hijueputa!; pero silenciosos y complacientes ante las acciones criminales cometidas por miembros de la fuerza pública, o con la complicidad o silencio de esta.
Allí están. He conversado con ellos y recibido sus lecciones de buena moral y comportamiento, al tiempo que esbozan justificaciones enfermas, con las cuales pretenden explicar los sucesos más atroces.
Para ellos, el respeto se reduce a una mera cuestión de lenguaje y de subordinación ante las autoridades, el gobierno y los grandes periodistas –esos otros ciudadanos de bien–.
Para ellos, cualquier voz disidente lo único que busca es destruir. Con una fingida superioridad intelectual, invitan a construir y a no polarizar.
Ciudadanos de bien que se niegan a aceptar que, al igual que otros millones de colombianos, también forman parte de la mayoría de la sociedad que tiene que matarse el lomo para buscarse un mejor subsistir.
No, ellos no son pobres. No, ellos no son como los demás. No, ellos no son como esos herejes que se atreven a salir a las calles. No, ellos no forman parte del mismo pueblo. Ellos pertenecen a una clase social que se describe a sí misma como aquella que no para, porque prefiere producir.
Para ellos, una pared rayada es motivo de indignación, mientras que los territorios teñidos de sangre solo son casos aislados, ajustes de cuentas o consecuencia misma porque las víctimas no estaban recogiendo café. A cada muerto le escarban antecedentes para justificar su asesinato.
Quizá, culpar a la víctima de su situación los haga sentir más tranquilos y les permita digerir más fácilmente la realidad; quizá –parafraseando un mensaje en Twitter–, la herida del otro no importa, mientras la sangre no los salpique.
Asistir a un culto religioso con frecuencia, izar la bandera en cada fecha patriótica, levantar su pulgar a cuanto soldado se cruzan en carretera, llamar doctor a cada político, hablar de la imparcialidad de los grandes medios de comunicación, los hace a ellos, ciudadanos ejemplares.
Con su superioridad moral restan importancia a los reclamos de los territorios, a las denuncias de los sectores de la oposición y califican como una falta de civismo y de memoria, las protestas de ciudadanos marchantes.
Aplauden a Iván Duque, afirman de él, que es un muchacho ejemplar que tuvo que recibir el lastre del gobierno anterior. Para ellos, llegó a la Casa de Nariño por sus propios méritos, aunque sigan llamando presidente a ese “gran colombiano”, el mismo que hoy muestran como mártir de la democracia y que en algunos años, seguramente, también lo nominarán como el santo patriarca de Colombia.
Ciudadanos de bien, orgullosos de sus modales, de sus contactos y de un supuesto privilegio que a sí mismos se otorgaron.
Ciudadanos de bien, orgullosos de esa superioridad intelectual que les hace repetir como grabadoras las cifras oficiales; pero que les impide mirar más allá de los titulares.
Cómodos desde su posición, incapaces de forjarse un criterio propio, arrodillados ante la iglesia, ante el gobierno o ante cualquiera que consideren más importante que ellos, discuten sobre la realidad del país y afirman que el socialismo del siglo XXI amenaza con su aparición, de la misma forma que los zombis lo hacen en las películas de ficción.
Esos mismos ciudadanos de bien que presumen de su clase y de sus buenos comportamientos, son los mismos que sin importar el peso de las evidencias, ponen su fe, elección tras elección, en la misma corriente que por siempre ha gobernado.
Ciudadanos de bien que pretenden imitar a esa élite a la que jamás podrán pertenecer, aunque tuviesen el dinero para ello, porque para esta, nunca dejarán de ser más que unos pobres venidos a más, mejor dicho, unos levantados.
Allí están ellos, leyendo de Colombia, la historia que se les antoja más cómoda; alzando la frente para encarar a esos facinerosos que se atreven a contradecirlos; aplaudiendo como séquito obediente cuanta intervención realiza algún individuo –para ellos– prestante.
Para ellos, la indignación que genera un crimen es proporcional a la posición social de la víctima. Para ellos, hay asesinatos de lesa humanidad y otros que, por lo contrario, son más que justificados. Todo depende del dedo que hale el gatillo.
De un criminal se espera lo peor; pero no se sabe hasta dónde es capaz de llegar un ciudadano de bien. Y eso es doloroso.
No me seduce un Súcubus
Si una mujer a uno mismo lo deja encantado, un Súcubus logra dejar a su amante, petrificado, estupefacto, y literalmente paralizado.